El Bagre y la peste del olvido

El Bagre y la peste del olvido

Aunque solo tiene cuarenta años de municipalidad, ya hay señales que indican que el desarrollo y el progreso que se buscaban han sido dejados de lado

Por: Carmelo Antonio Rodríguez Payares
septiembre 29, 2020
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El Bagre y la peste del olvido

"No hay nada peor que una historia en la que el reportero escribe todo lo que sabe" (Ryszard Kapuściński).

De un solo golpe y quizá sin proponérselo, el lente agudo y muy afinado de Oscar Alberto Guerrero Arias captó una imagen que me produjo de un solo porrazo dos sensaciones: la primera de asombro y la otra de pura perplejidad. Todo ello por el significado sentimental que tiene esa fotografía, en especial para los que todavía guardamos con nostalgia un sentido de pertenencia hacia un pueblo ubicado en el Bajo Cauca antioqueño llamado El Bagre, que de paso fue nuestra cuna mecida por las aguas del río Nechí, como dicen los autores del himno municipal, cuya paradoja es que son nacidos en solares ajenos a los nuestros.

Con estas cosas, como con las personas, suele suceder que ambos sufrimos la derrota del inexorable paso del tiempo que a veces nos lleva a preguntar, tal cual lo hizo Piero en su momento: cómo se nos van los años y ahora cuesta recordar que tenemos más edad y ahora somos un cuaderno de recuerdos arrugados y nos vamos a un entierro de un amigo que tuvimos, de un amigo que está muerto. Y al decir esto me refiero, de nuevo, al espacio congelado en el tiempo de quien en su trance de fotógrafo nos puso a reflexionar sobre lo que por muchos años fue uno de los símbolos de la riqueza y opulencia de una familia que tuvo allí su hogar.

Sucedió el 25 de agosto pasado cuando me estrellé de repente con una de mis novias primeras y su presencia me llevó a pensar que la edad, a veces, más que un premio, es más bien una carga pesada cuando esta no es llevada con la dignidad que lo merece. Ella, a quien tanto admiramos en su eterna juventud de sus 19 años, es hoy el fiel reflejo de quien se cocina a fuego lento en su propio caldo de una vejez prematura, cuya primera secuela se la cobró hace años la ley de la gravedad que la destronó de sus dos torres de marfil de la que ella se ufanó por años entre las demás de su género.

Quise entonces recibir una opinión de la Bella y le mostré la foto de aquel edificio que amenaza ruina por donde se le mire y lo único que me dijo es que buscara una respuesta sensata que explicara la razón de cómo un pueblo que apenas va a cumplir 40 años de municipalidad, tenga hoy una muestra de todo lo contrario a lo que impulsó en su momento a los soñadores de aquellos tiempos cuando tomaron la decisión de emanciparse del municipio de Zaragoza y dejarle a las nuevas generaciones la construcción de un pueblo soportado en el desarrollo y el progreso.

Esta es una casa inspirada en el estilo clásico neocolonial, según me lo confirmó un amigo que ejerce como arquitecto, mientras que otro de sus colegas se dolía de verla en semejante abandono y lo único que pude hacer fue tratar de recordar algunos episodios de mi vida, que si bien no tuvieron como epicentro esos callejones, si me llevaron a prendarme con devoción a un pueblo cuando apenas era el sitio acogedor con el que sueña un niño de 12 años. Fue por eso que me sentí agredido por un colega cuando, sin querer herir el alma de la nostalgia, me dijo que de todos los sitios que él ha recorrido en su vida, el menos acogedor le había parecido El Bagre por la cantidad de callejones y laberintos que tenía en uno de sus barrios centrales. Por más que traté de explicarle que todo ello era la respuesta a que sus primeros habitantes eran invasores de una tierra que nadie les había prometido, ajenos a los conceptos modernos de la planeación, construyeron aquellas casas como bien podían y a nosotros nos había tocado recoger eso como una herencia.

Le dije que en aquellas marañas de casas, en donde no se sabía cuál puerta era la de entrada, fue donde pudimos hacer un juego llamado Libertad, que consistía en que un grupo perseguía a otro; uno a uno lo llevaba a una especie de cárcel hasta que sin más fórmulas de juicio, le tocaba al otro el oficio de perseguidor. Se asombró cuando le añadí que aquel juego, gracias a los callejones y a los escondites que eran reservados para los mejores, a veces duraban varias noches. Pero no logré contarle que también nos sirvieron para escaparnos de la Policía, sobre todo de quienes llegaban con el objetivo de perseguir a los pelaos, porque en aquellos años en ese pueblo no había ladrones.

Estos recuerdos me remiten al concepto de lo que uno puede entender como historia. Porque la historia no está en el pasado sino en el presente, y en todo caso la memoria, en ese sentido, es una serie de relatos y testimonios y lugares como les que se pueden leer, como si fueran grafitis, al pie de la foto reseñada en estas crónicas. Es aquello que un día fue y hoy ya no está sino en esas huellas y fragmentos, esos escombros de un mundo que siempre se renueva y cambia y se perpetúa con cada generación que llega y luego se va. Eso es la historia.

Me refiero aquí a lo que dice Aleida Assmann, una historiadora alemana, cuando señala que ningún pasado es tolerable a los ojos de ningún presente; el progreso suele ser la negación feroz de la historia que lo hizo posible. Fue por eso que me llamó la atención de todo el tema, el reguero de comentarios que desató la imagen y me remití de nuevo a cuando recorrí esos laberintos en donde era reina indestronable la recordada María Jiménez, quien alguna vez nos bautizó como los matagatos, y a quien sus vecinas no la bajaban de ser la lengua viperina de sus semejantes.

Lo que no entiendo, o quizá sí, por esa asociación de ideas de la que tanto hablan los psicólogos, es cómo este registro fotográfico llevó a que una amiga muy apreciada le diera por recordar la madrugada aquella en la que, en compañía de mi amigo Dagoberto Bello Ríos, le llevamos una serenata a la ventana equivocada y por eso fui a revisar aquel cajón en donde guardo los mejores recuerdos y descubrí el papel que una vez le escribí a aquella mujer a la que jamás volví a ver, dice así:

“El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Dejabas atrás un pueblo del que me dijiste: lo quiero por ti, pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él”.

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