El azul de sus ojos…

El azul de sus ojos…

Juan de Jesús era un brujo bueno, armado con frasquitos de esencias estratégicamente coloridas. Era un curandero que hacía conjuros para salvar consechas

Por: Harold Hernán Marín Fernández
septiembre 01, 2021
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El azul de sus ojos…
Foto: Pixabay

 

  1. Juan de Jesús era enorme, sus 1.90 le daban cierto aire de gigantón por donde discurría; tenía por vista dos lagunas azules y sus crenchas de un dorado rojizo lo aparentaban con una raza ancestral quizás venida de una constelación lejana a nuestra galaxia.

Juan de Jesús era brujo bueno, sus virtudes de médium le granjearon un prestigio poco usual a mitades del siglo anterior, mismas que le dieran estatus al igual entre altos oficiales militares, hacendados y otros ricos, o igual y sin reproche entre malandrines de alta laya. Por demás los menesteres de las enfermedades buscan la cura sin denunciar su origen o estirpe. Pero a Juan de Jesús no le tentó el poder, puso una tarifa a sus servicios, iba de la total gratuidad en una denodada labor social con los que verdaderamente sabía lo necesitaban y no tenían como pagarle, o hasta forzar un tanto la medida de voluntades de quienes tenían con qué; eventualmente escalaba a una contraprestación a modo de trueque con los que más podían propiciándose unos merecidos beneficios en tiempos verdaderamente difíciles.

Juan era mi abuelo, y en sus oficios se batió entre el rol de paisa de hacha y machete destajando selvas a brazo partido, sangrero al julepe de la estopa la estopa y la alpargata adosado al perrero de guayacán y cuero cerrero, fue igual mozo de cuadra entre ejércitos de una y otra guerra intestina de colorido político de las que se regacen por la Colombia de la primera mitad del siglo XX. Pero el oficio que resalta entre estos roles fue el de brujo itinerante armado con frasquitos de esencias estratégicamente coloridas y llenas previamente en las quebradas que antecedían a los pueblos. Componía su arsenal médico plantas y chamizos de conocidas virtudes, minerales proveídos por boticas de entonces, todos elementos que hacía brotar a los viejos arcones en madera acudiendo a sus dotes de prestidigitador tegua; despachaba desde restaurantes, galpones, parques u hostales, tal cual fuere la demanda de los pueblos por los cuales pasaba, haciendo las veces de médico curandero.

A mi abuelo lo arrugaron los años, la piel, pero no así su alma robusta, sus ojos tampoco se apagaron y en sus últimos días me bañaron de azul en incontables ocasiones. Ya viejo dejó de viajar a los pueblos, se dedicó a su casa finca en las afueras del Tuluá de los setenta, y a despachar desde allí rezos y conjuros que salvaban cosechas, pestes de animales y curaban a uno que otro paisano.

Juan de Jesús Marín Montes, cuan roble enorme, un día en la tarde de un falso otoño del trópico, se recostó en su mecedora del zaguán enchambranado, con el aroma de las orquídeas y el manar de los jazmines, mirando hacia donde brotan las auroras como nunca lo hacía por tanto tiempo, abrió esas enormes lagunas azules que tenía por vistas y se enganchó desde allí a la constelación de la que vino. De ese fino instante nos legó su sonrisa y la última estampa fue la más digna de él que aún recordamos.

 

Una apuesta…

 

A la inaplazable la encaro y niego con la terquedad de un niño,

no presumo, no me escondo.

Firme en entregarme entero al presente,

no seré pasado aún, soy, resisto, …

 

Calaca inaplazable, ante tu guiño,

esbozo una sonrisa, un gesto tranquilo que no se agobia,

es seguro gano esta partida.

 

Mañana será otro día donde habré bebido un nuevo café,

quedará el libro en la página incierta y después de un chiste

repetido mil veces, seré otra historia,

seré pasado, con el humano orgullo individual de haberte dicho no,

por una vez haberte aplazado sin fecha de vencimiento.

 Harold H. Marín F., tulueño

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