Si hubiera sabido lo difícil que es, tal vez no me habría lanzado a vivir con Jerry. Pero como estaba convencida de mi decisión de NO vivir en Colombia, viajé Rionegro-Portland, Oregon con un tiquete de ida. Hasta siempre Colombia.
Jerry vivía en Portland y yo en Medellín. Teníamos una relación de tres años por larga distancia, en la que obviamente jamás hubo una pelea.
Sabía que las cosas cambiarían con la convivencia, pero me tenía que ir del país. Me habían censurado mi columna de opinión por enemiga del gobierno. Nadie quería salir en la foto conmigo. Nadie me daba trabajo. Estaba totalmente aislada.
El principio en Portland no fue maravilloso. Jerry no me estaba esperando en el aeropuerto. El avión se adelantó, alcancé a avisarle, pero se quedó dormido. Llegué en taxi a la casa, furiosa. Después nos fuimos adoptando a la rutina, poco a poco.
A lo que no me acostumbré fue al desorden de Jerry en la casa, por fuera y por dentro. Las peleas siempre empiezan por ahí. Jerry es un hoarder, no bota nada. Alrededor todo es un desastre de materiales de construcción, llantas, baldes, lonas, esquís, canoas, bote, alambres.
No quiero describir la casa por dentro. Me da vergüenza. Tenía que limpiar baños, cocina, telarañas, tapete con pelos de gato, barrer, trapear, aspirar, limpiar el microondas, la nevera, el horno, cambiar camas, regar las matas, sacar la basura.
Jamás había hecho yo “oficio” o “dentrodería”. Críada con cucharita de plata, como dice Jerry, resentía cada vez que limpiaba. Extrañaba a Orfidia, a Mariela, a Cecilia, mis empleadas en Bogotá y Medellín. Ni siquiera sé trapear, nunca he planchado una camisa.
No daba abasto con mi trabajo, la enfermedad, el desorden de Jerry y la dificultad de adaptarme a la nueva relación. Solo cuando me vi siendo pasiva agresiva con Jerry, me di cuenta que las cosas andaban verdaderamente mal.
El dice que yo regué agua en su lado de la cama, antes de acostarme, para que el no pudiera dormir conmigo. No recuerdo haberlo hecho, pero la cama si estaba mojada. Y me gustó dormir sola.
Estaba limpiando la alacena y vi unos papeles viejos metidos entre los vasos. Sin mirar que eran, los boté, así como me venía deshaciendo discretamente de varias de sus cosas durante los últimos días. Eran sus recetas de cocina.
El cóctel de drogas que estaba tomando me había enloquecido. Me dieron convulsiones, la jaqueca no se iba y mi mente estaba en una bruma. No entendía lo que me decían, no podía contar billetes, me temblaban las piernas y al final del día ya no podía funcionar.
El cansancio y el dolor me impedían caminar por la noche y Jerry me tenía que empijamar y acostar. La boca estaba seca, no podía tragar. Pies y manos hinchados eran todos consecuencia de la combinación de drogas que estaba tomando para “estar bien” en mi bipolaridad.
Perdí el olfato, me dolía la cara, los dientes y la lengua se volvió una sola ampolla. El estado de ánimo cambiaba de un día a otro, deprimida unos días, feliz otros. Cuando estaba deprimida odiaba a Jerry y quería vivir sola otra vez. Por la noche, inválida, sabía que no podía vivir sin él. Llegué al punto de andar en silla de ruedas. Por las noches, simplemente las piernas no me obedecían.
Para rematar, tuve problemas con mi negocio. Amazon me suspendió la cuenta, mi website naufragó, perdí órdenes, mandé objetos a Canada cuando iban para Alemania, recibí toda clase de insultos y perdí mis clientes.
En medio de la confusión, borré toda la información del computador de Jerry. El dice que lo hice a propósito. Me acuerdo vagamente de algo, pero no tengo memoria. Después borré todas las contraseñas en mi computador. No recuerdo ni donde, ni cuando, ni como lo hice.
Decidí despedirme de mis antepasados. Fui con Jerry a una tienda con comida rusa, moldava y ucraniana. Era como estar de vuelta en la casa de Laureles en Medellín Colombia, hija de inmigrantes. Me despedí del arenque, las sardinas, el pan oscuro, las tortas al estilo tía Mina, llenas de nueces, crema y mantequilla, los embutidos, los pepinos y tomates encurtidos, la kasha, diciéndole adiós al pasado de mis antepasados en Moldavia.
Hablé con mis hijas, les dije que pronto me iría a vivir a un asilo. Les expliqué que hacer con mis cosas, qué les dejaba a cada una. El carro para Perla. El negocio para Camille. Los ahorros para las dos, para que cada una se comprara una casa. Firmé la directiva sobre no resucitar, no alimentación por tubo. Pedí cremación. Contacté al servicio de muerte asistida, que acá es legal. Quería desaparecer de la faz de la tierra lo mas pronto posible.
Pero, viéndome perdida, decidí vivir, no sé por qué. Seguí el consejo del médico y dejé la mayoría de las drogas. Los síntomas y molestias se fueron en dos semanas. Pagué el carro. Cerré dos tarjetas de crédito. Redefiní mi negocio. Contraté un empleado. Me curé.
Traje unas aseadoras mexicanas, que se convirtieron inmediatamente en mis nuevas mejores amigas. Limpiaron la casa, pero le quebraron un vidrio a Jerry y se puso furioso. Dijo que no podían volver. Yo las estoy esperando la semana entrante.
Jerry compró un container para meter todas sus pertenencias, que permanecían en exposición afuera de la casa.
Las cosas se arreglaron, por ahora. Decidí vivir, no se por qué. Aquí estoy y aquí me quedo, como bien dice el nunca bien ponderado expresidente Ernesto Samper. Hasta la próxima.