Probablemente, digo yo, haya muchas cosas que omitir de nuestra historia, tal cual como se omiten algunas de aquellas en nuestras vidas con las que nunca nos pusimos de acuerdo, cosas que nos avergüenzan y que quizá maltratan nuestro orgullo. Cosas que nunca le contamos a nadie, no porque sean un preciado secreto sino porque en el afán de esconderlas yace el deseo de hacerlas desaparecer de nuestra memoria, de borrarlas.
Yo también he querido borrar uno que otro recuerdo de mi pasado, he anhelado que la vida transcurra de manera diferente en miles de ocasiones, he fantaseado con realidades alternas en las que poseo lo que otros poseen y logro lo que otros tantos han alcanzado; me he inventado siendo participe de sucesos ficticios con personas falsas y he sentido el dulce amargo de la convicción ajena, la triste satisfacción del embustero que presume tener una vida nunca vivida, un pasado ni siquiera robado. Esa es la vida del camaleón, muta tanto de color que tarde o temprano termina olvidando su tono verdadero. Cambia tanto de apariencia que un día despierta sin identidad.
En los últimos meses he estado pensando en el fuerte vínculo que forma el hombre con su historia y sobre todo en lo dependiente que se vuelve de ella, especialmente cuando esta es falsa. Me he devuelto unos 14 años en el tiempo (a mediados de mi adolescencia) para simplemente rememorar las toneladas de mentiras a las que me ate (ante mis escasos amigos), pesadísimos grilletes que se hicieron necesarios dada la falta de autoestima.
Siempre hemos escuchado la frase: el primero nunca se olvida. Asumo que el dicho aplica para todo porque con claridad y certeza recuerdo bien la primera mentira que me invente sin saber que más adelante vendrían centenares más, una más inverosímil y fantástica que la anterior. Les dije a mis amigos que me había ligado a una costeña en unas vacaciones a Cali y que a sus otras dos primas les había gustado. Aun puedo vivir aquella naturalidad despreocupada con la que contaba la historia con lujo de detalles, tan minuciosamente relatada que al día de hoy no puedo decir qué fue lo que me inventé; los meses y años sin proponérselo logran tarde o temprano lo que en un tiempo pretérito se intenta en vano y de repente la certeza que se creé tener sobre algunas cosas revela no ser más que una bóveda llena de dudas.
Al madurar nos damos cuenta de que esos embustes no pueden significar una necesidad en nuestra vida adulta. En mi caso, a modo de deber me deshice de todos ellos. “En el mundo real —creí inocentemente— no hay forma de vivir de engaños”. Pero la hay. Como humanos hemos demostrado ser máquinas de creatividad e ingenio, a toda materia que nos circunda le encontramos una utilidad y función específica, incluso aquellas intangibles; las telecomunicaciones, por ejemplo, han tardado dos décadas en desarrollarse de la manera en la que lo están hoy. Seguirán evolucionando, claro, pero el punto es que desde un principio se entendieron como una forma mucho más fácil de acercar la información a los ojos y oídos de las personas. Hoy son protagonistas de una era de desinformación sin precedentes.
Cuando era niño, las noticias se limitaban a las páginas del periódico matutino, a la radio y a la televisión en horas específicas, eso sí, con fuentes tan limitadas, que si ocurría un suceso aislado no quedaba más remedio que creerle al gato que nos lo estaba relatando, ya que no había forma de confirmar nada en tiempo real.
Era la prehistoria de las comunicaciones, y sucedió apenas ayer, las plataformas escaseaban y se limitaban a cumplir con entregas informativas que casi siempre destacaban por ser aburridas y que honestamente no le interesaban a nadie. La pobreza del flujo periodístico era tan grande que los noticieros duraban apenas una media hora que se hacía eterna. No decían nada relevante al escenario nacional ni internacional, y con frecuencia se necesitaba una semana de cobertura al suceso más pueril para establecer “exactamente” lo que había ocurrido. Conseguir la información debía de ser una odisea frustrante y ante todo una batalla perdida contra el teléfono roto que no dejaba de proveer detalles incompletos e inexactos, urgidos de su debida rectificación al día siguiente pero del cual, sin importar que, no se podía prescindir. Era lo que había, y una noticia a medias era mejor que no tener noticia alguna.
De tal modo que nuestros padres y abuelos vivieron con lo que tenían: información escasa y breve, aparentemente no incompleta sino muy puntual, en base a la cual tomaron decisiones cruciales que marcaron la historia y dieron origen a los acontecimientos presentes que estamos viviendo a la fecha. Necesitábamos estar mejor informados, pero esta necesidad era ignota e invisible. Hoy por el contrario, tras prácticamente un cuarto de siglo de evolución tecnológica vemos cómo ha cambiado el panorama y admiramos fascinados la forma en la que las telecomunicaciones dejaron el embrión y la posición fetal para asumir un rol más dinámico y protagonista en la escena mundial. Supimos desde un principio las inmensas ventajas que nos proveería. Admiramos de forma pasiva el privilegio de la veracidad en tiempo real, la innegable necesidad de hacer de los mismos espectadores piezas invaluables de información, fuentes fidedignas y corresponsales remotos dotados de cámara en mano para captar la noticia en el momento que sucede.
Celebramos la verdad por un tiempo, sí, al menos hasta que por accidente alguien se da cuenta de que en este nuevo mundo digital la veracidad no es más que una masa blanda y volátil que se dejaba moldear a voluntad y que con el suficiente impacto pasaba a moldearse a sí misma convirtiendo este mundo en una fantasía sin salida de la cual generamos nuestras propias historias y al mismo tiempo las consumimos haciéndolas “tendencia”. Un mito pasa a ser una realidad, un chisme evoluciona a evento “verificado” y es así como de repente, cualquier 8 de noviembre en un planeta con millones de interconexiones simultaneas en el que la información viaja a la velocidad de la luz y se esparce como un virus, tan rápido que es incluso capaz de predecir el futuro, en un abrir y cerrar de ojos sucede lo inesperado.
Solo un evento planetario tan grande que escapa a nuestro propio control es capaz de convencernos de la verdad más irónica de todas y es que nos engañamos para ser felices y no tener que aceptar realidades desagradables sobre los demás o peor aún, sobre nosotros mismos. Nos engañamos porque sentimos que algunas mentiras nos mantienen a flote, para no vivir desesperados en medio de esta sociedad caníbal e indiferente, para sobrevivir a nuestra propia decepción, o simplemente porque es más fácil decir una mentira que construir una verdad. Nos engañamos porque al igual que nuestros padres y abuelos decidimos creer lo primero que oímos y no indagar más allá de lo aparente. Y por último, nos engañamos también convenciéndonos de que al igual que nuestros progenitores, nosotros no podemos hacer nada contra el sistema, así que ¿para qué intentarlo?
Seguramente ya todos lo han notado: llevamos generaciones desarrollándonos a la sombra de culturas extranjeras, anhelando lo que otros producen, deseando pertenecer a grupos que nos expropian de lo que somos, que nos enseñan a dejar a un lado nuestra identidad porque no es “tendencia”, porque a la mayoría no le gusta o no le llama la atención. Somos un rebaño de ovejas esforzándonos por lucir como lobos, monos que se visten de seda, lagartos huérfanos que quieren pertenecer al cardumen, buitres que nunca volaran en bandada, somos la frágil e inofensiva presa del león que no es león. Sin motivo ni razón aprendimos que es más valioso lo ajeno que lo propio. Construimos nuestra sociedad es una burbuja de falta de autoestima y menosprecio. La cultura y pertenencia son tan precarias que los más altos ideales de las nuevas generaciones se basan en ser “famosos” sin entender muy bien porque o bajo que mérito, ¡Ah! Y también poder darse “el gusto” de despreciar a los demás como lo hacen muchas de las actuales estrellas del espectáculo internacional.
Señores adultos, las aspiraciones de nuestros adolescentes no están ligadas ni proyectadas para las vidas que ellos mismos están viviendo sino la que una escasa minoría vive. La adolescencia se les está pasando deseando ser como tal o cual persona pero sin realmente ejecutar un plan de acción para conseguirlo. Y al llegar a la adultez la gran mayoría está rodando cuesta abajo a través de un desfiladero que solo lleva a la fosa común en la que hemos permitido que este país se convierta. Todos los monos se están amontonando en el mismo sitio al tiempo que solo imaginan (por años) lo mágico que será el día cuando al fin salgan de allí, un momento de la historia que no sucederá pronto si no se empieza a plantar desde ya una noción más aterrizada y menos engañosa sobre la realidad a la que el hecho de ser adultos los está llevando.
Señores y señoras recién lanzados a la paternidad, por favor no sean idiotas con sus hijos. Nuestros padres tuvieron excusa. Ustedes no