Cuando lo vi en aquel apartamento ubicado en un sector que algunos medios de prensa llaman “exclusivo” en la ciudad de Medellín, residencia que dista mucho de parecerse a nuestras modestas viviendas en El Bagre, pueblo que lo acogió desde que aprendió a usar pantalones largos, se me borró la imagen que algunos quisieron plantarme en la mente por su terquedad de no dejarse ver de sus amigos.- Pensé encontrarlo apoyado en un bastón, como si fuera la respuesta en vivo del Enigma de la Esfinge que se le presentó a Edipo, tal como lo he dialogado en varias tardes con el buen amigo y profesional del Derecho, Pedro Nel Ospina.
Pero no, con quien me encontré fue con una persona en pleno uso de sus facultades, en especial la de la memoria, de la que muchos dicen que es la más peligrosa de los sentidos, si es que así se puede llamar, cuando se trata de una profesión en especial.- Ahí estaba sentado y dispuesto a desempolvar su archivo desde la mañana en que su padre, Luis Carlos, lo dejó a su libre albedrío una mañana en que la lancha que administraba como dueño y señor zarpó del puerto de El Bagre rumbo a la ciudad de Magangué, dejando a aquel hijo embullado en una fiesta y desde eso hace que se convirtió en uno de los personajes que ha enriquecido la cultura de esta cabecera del Bajo Cauca antioqueño.-
Conservador hasta los tuétanos, Luis Alberto Puello Jiménez se ha mantenido fiel a sus tiempos cuando era un flamante funcionario público, encargado de recaudar los impuestos que luego eran enviados a la cabecera municipal de Zaragoza, pese a que el alcalde que lo nombró era un liberal de hueso colorado y de trapo rojo, Rafael López Mejía, el famoso Chito López, y él un reconocido seguidor de las ideas de Caro y Ospina, cuando por aquellos años se mataban los unos contra los otros; azules y rojos, pero que por cosas del destino esa guerra fratricida no fue bienvenida en la población que en cambio acogía a los advenedizos sin necesidad de pedirles documento alguno, ni siquiera les preguntaban si procedían de familias ricas o pobres, bastaba que tuvieran la voluntad de hacer parte de un naciente caserío poblado por las más variopintas razas provenientes de diversas regiones del país.-
Simití, en el departamento de Bolívar, fue la cuna de Luis Alberto, Lucho Puello, como se le dice en confianza, donde nació el miércoles 30 de noviembre de 1932, lo cual, si las matemáticas no me fallan, significa que este año deberá apagar las 90 velitas de su ponqué y hay que recordar que el significado de su natal pueblo en lengua tahamie, que fueron los primeros habitantes de esas tierras, era el de “Mucha tierra” y su fundación data del primero de abril de 1537 cuando a mediados del siglo XIX comenzó a ser habitado por colonos que buscaban tierras aptas para la actividad del pastoreo y años después fue uno de los municipios que hicieron parte de la extinta provincia de Mompós hasta sus límites con el departamento de Santander, de donde es su padre, Luis Carlos. Lo anterior porque ante una pregunta de sí volvería a su pueblo, la respuesta fue negativa. Su pasado y su presente pertenece a El Bagre.
Siempre que he tenido la oportunidad de marginarme de mis historias, lo hago, solo que esta vez no tengo escapatoria alguna, porque mis recuerdos de infancia me llevan a aquella oficina en donde despachaba el señor Lucho Puello, a quien desde siempre le decían “Cumbamba” y mi curiosidad me llevó a preguntarle por el origen del remoquete y me señaló con su dedo índice el área prominente de donde le derivaba semejante alias, a la que, hay que decirlo, terminó por aceptarlo en un pueblo en donde era más fácil dar con el paradero de una persona cuando se indagaba por el apodo que por el nombre de pila.
Allí, en esa dependencia oficial, tuve acceso a la primera máquina de escribir que se me apareció en este mundo. Era un enorme brontosaurio de la era del pleistoceno, comparada con las de hoy, de marca Underwood, con unos tipos redondos que golpeaban con suavidad el papel contra el rodillo negro; tenía unas letras emparentadas con el marfil que de lejos permitían escribir en un papel que se dejaba doblar como si desde su invención, por allá por el año 105 d. C. tuviera señalado ese destino.
Me llamó siempre la atención que cuando uno llegaba al límite de la margen sonaba una campanita; pero también era un medio de entretención el cambio del color de la cinta, que era de dos colores: negro y rojo y bastaba con mover una palanquita en la derecha de la máquina para escribir aquellas palabras que merecían destacarse. Sin que se diera cuenta, cada vez que sacaba una hoja de aquel armatoste mecánico que tanto le debo, me la guardaba con cierto rubor porque era un texto ilegible: puras AAXXccoo póipoiÑllsjiui y así por el estilo. En fin, gracias a las licencias que me daba este señor, llegué la modernidad mucho antes que mis coetáneos.
Aunque en la reunión el tema no fue asunto que nos mereciera un alto en el camino, hubo un momento en que su mirada me trasladó a la que tenía un personaje que vi alguna vez en una Semana Santa en mi pueblo, cuando esta conmemoración cristiana se hacía bajo los preceptos más severos posibles en una comunidad que todavía no tenía muy claro –y no lo tiene todavía– cuál era su verdadera vocación en estos temas. Lo cierto es que con el paso del tiempo nos enteramos que Lucho Puello hizo parte de ese grupo de personajes que acompañaban la procesión del Santo Sepulcro, todos cubiertos con unos capirotes negros en alusión a los nazarenos, una cofradía que tiene sus orígenes en España, cuya indumentaria los identifica en muchos países, como en el nuestro; es decir, túnicas y el famoso capuchón, que puede ser blanco o negro, en donde apenas se dejan ver los ojos.
Cuentan que en El Bagre quienes hacían este papel eran en su mayoría destacados comerciantes y personajes de cierto renombre, muchos de los cuales pretendían lavar sus pecados con este tipo de penitencias, pero la verdad era que engalanaban y le daban cierta magnificencia a los actos religiosos, en especial desde el Jueves Santo hasta la medianoche del sábado de Gloria cuando volvían los jolgorios y la vida volvía a ser como siempre.
Decía que escuchó el llamado del entonces alcalde de Zaragoza, puesto que El Bagre tenía el rol de corregimiento, para ocupar el cargo de Tesorero, función que a decir verdad la ejecutó dentro del orden y la honorabilidad propia de un personaje de su talla, ejemplo para las actuales generaciones, dirán algunos. Sin embargo en ese momento su corazón parecía un flan cuando se acordaba de un amor que tenía en Corozal, la misma que conoció cuando él trabajaba en una farmacia y ella se desempeñaba en la docencia y concluía su jornada a las cinco y media de la tarde.
Aquellos fueron unos amores contrariados porque el padre de la joven no quería ver ni de cerca la sombra de un godo que pretendiera a su hija, el retoño más hermoso de un Liberal, pero la pudo convencer con unas serenatas y unos coqueteos con el más alto respeto hasta que al fin Ruth, que así se llamó hasta que Dios la llamó a su presencia, se convirtió en su pareja y la madre de sus dos hijas: Martha Cecilia y Miriam Esther. Tres de los nombres más sonoros en las Santas Escrituras.
Cuando la pareja logró sortear todas las barreras que se les interponían, incluida la Violencia que hacía estragos en amplias regiones del país, fueron al altar a recibir la bendición apostólica el lunes 28 de octubre de 1968 en la parroquia San José de Corozal, y comenzó a gestarse una nueva vida en un Luis Alberto que nunca le dijo no a las parrandas, incluso hasta su papá, ese mismo que lo había dejado abandonado en El Bagre le permitió a la recién casada embarcarse en su lancha rumbo a El Bagre y los padres de la nueva pareja tuvieron que echarse al dolor.
Habrá que decir que Ruth, doña Ruth, como le decíamos con el mejor de los respetos, dictaba sus clases en un sitio llamado Buenavista, cercano al municipio de Achí, en donde por cosas del destino estaba su enamorado que nunca escatimó recursos para cruzar el río Cauca y llevarle una serenata con una banda de esas que sobraban en los fandangos de las tres o cuatro de la mañana. De ese tamaño, me dijo, era mi traga en esos años.
Después de prestar sus servicios al municipio de Zaragoza por más de 13 años y sin un llamado de atención en su hoja de vida, le puso fin a esta época y fue cuando conoció a Francisco Giraldo Botero, Pacho Giraldo, un aventajado comerciante que encontró en el juego de las apuestas y de las rifas un verdadero filón cuando a nadie se le atravesaba por la cabeza la palabra chance, y pese a todo y a su ilegalidad, abrió una agencia en El Bagre hasta que las circunstancias y los vientos le permitieron ejercer sus funciones sin mayores contratiempos. En ese momento una apuesta de un peso le permitía al ganador retirar al día siguiente la fabulosa suma de $500,oo (quinientos pesos).
Aparecen los nombres de Horacio Zapata Muñoz, que era socio del almacén El Niño, uno de los más surtidos en pleno Bijao; Adolfo Zapata, José Vásquez, Germán Arango y otros, que a pesar de que parecían no matar una mosca, eran asiduos visitantes de las cantinas y de los bares en donde las vagabunderías más extravagantes estaban a la orden del día. La famosa Casa de las Muñecas fue el templo de la consagración en esos tiempos. Esos mismos eran los que en las semanas santas pedían la exculpación de sus pecados arropados en las sotanas negras y las capuchas de los nazarenos.
Capítulo aparte merece, aunque sea de refilón, decir que su servicio militar lo hizo en el Batallón de Infantería Número 21 Batalla Pantano de Vargas en Apiay, unidad operativa menor adscrita a la Séptima Brigada con sede en Villavicencio, creada en 1958 con el objetivo de perpetuar en el imaginario nacional lo que se alcanzó en aquella batalla cuando justo a las seis de la tarde la derrota era inminente y entonces Bolívar decide enviar a las últimas reservas de su ejército, conformada por lanceros traídos de los Llanos Orientales bajo el liderazgo del venezolano Juan José Rondón.
Fue entonces cuando Bolívar gritó la histórica fraseː «Coronel, ¡Salve usted la patria!», a lo que el coronel contestóː «Es que Rondón no ha peleado todavía». Fue así como Rondón, seguido inicialmente por 14 llaneros más, a los que luego se unirían los demás jinetes que no habían luchado aún, emprendieron la lucha, haciendo frente al ejército realista, que ya se encontraba desordenado y sin capacidad de reacción, asumiera su derrota y retiro de esta batalla decisiva. Cómo no recordar su paso por estos episodios que lo llenan de orgullo.
José Gabriel Navarro Ramírez, actual Personero Municipal de Zaragoza, en testimonio de su admiración y aprecio me compartió el siguiente escrito en homenaje a la figura que hoy nos merece estas letras. Dice así con inspirado acento:
De Simití salió, embarcado en la lancha del Capitán Puello, un Hombre tan sincero como bueno con el Ron, fue dejado por aquella, como castigo e imposición por su padre timonel de la embarcación. La Perla del Tigüí, tierra pujante y jovial fue asiento perfecto para aquel enamorado y charlatán, volviendo al pueblo en un permanente carnaval, poniendo sonrisas en quien enojado pudiese estar.
Ay del chueco, del tuerto y el boquineto si por su frente llegara a pasar el remoquete que se ganaba hasta la sepultara lo tendría que acompañar. Tiza y tablero, flores y serenatas hicieron de sus sentimientos la cuna de sus muchachas.
Una mujer elegante, erguida y prestante se paseaba de su mano como si fuera en tour, dueña de sus amores por siempre Doña Ruth. 36 es mi calendario, las mismas marcas que tienen los anuarios de un recuerdo perenne imposible de olvidar.
Lo vi comer pescado con cubierto, arepa con servilleta y chocosuela con la mano y ni lo uno ni lo otro le ha quitado ser un corroncho estirado. Eres dueño del cariño de muchos, con nulos malquerientes, godo como pecado, y de eso te enorgulleces, pido a Dios vida para tus días consiguientes, mereciéndote alegrías y rodeado de tu gente.
Aunque alguna vez quise hacer referencia a la siguiente anécdota, escucharla cuando uno de sus protagonistas todavía está presente para enriquecerla, es una manera de explicar cómo se movían ciertas cosas en El Bagre de finales de los años setenta del siglo pasado. Era 28 de diciembre. Día de los inocentes, una fecha en la que no se podía dar una luz de papaya porque cualquiera era víctima de los peores chistes inimaginables como el que le ocurrió a ese otro personaje que en las calles lo conocimos con el Flaco Barranquilla, pero que respondía al nombre de Efraín Chamorro, el marido de Fanny.
Pues bien, la llamada camarilla de entonces, que tenía influencias en las autoridades, lograron poner de acuerdo al comandante de la base militar con su par de la Policía, de apellido Arguello, para que dieran pie a un “operativo” para dar con la captura del peor de las alimañas que recorrían esta región y que en esta fecha estaba en un mina alejada un par de horas de la cabecera.
Mientras los autores de semejante idea se resguardaban en sus casas, dejaron correr la bola de que hacia el mediodía El Bagre podría darse el gusto de verle la cara al criminal de marras. Antes de que llegara la hora, los aludidos se hicieron a una mesa en la caseta de Acción Comunal, a escasos metros del muelle principal donde debían desembarcar al señalado malandro. Entre tanto, en la mina sucedió que los escasos trabajadores vieron con asombro la llegada de la tropa, armada como para una guerra, y con documentos a la vista hicieron prisionero a la víctima de la chanza, a quien esposaron y no le permitieron ni siquiera recoger sus escasos “chécheres” y lo embarcaron rumbo a El Bagre.
A esa hora, sábado al mediodía, ya la gente buscaba su propio sitio para no perderse un segundo de semejante episodio, sobre todo en un pueblo en donde era muy escaso que se presentaran actos dignos de aparecer en la prensa, aunque con el paso de los años nos ganamos un injusto puesto como zona roja, así que por la fecha y por los impulsores de la noticia, nadie quería estar al margen de semejante noticia.-
Entonces apareció el Johnson repleto de policías y militares, escoltado por tres pirañas que dejaban ver en sus proas unas metrallas de las punto 50. Asomó la cabeza como para buscar algún acto solidario de sus paisanos que estaban en la orilla y lo que encontró fue un silencio sepulcral y un murmullo que de lejos se podía traducir como: “quien lo viera y vea en las que andaba el viejo este”.
Y es que el “viejo este” era nadie menos que el Flaco Barranquilla, en pantalones cortos, enfundado en una camiseta de las de propaganda política y una bayetilla roja en su cabeza para protegerse del sol, mientras trataba de manera infructuosa de no dejarse ver los grilletes de acero que ciñeron en sus muñecas.- Lo bajaron a las malas y lo hicieron desfilar por la vía principal rumbo al aeropuerto donde media hora antes se había parqueado un helicóptero militar cuyo primer destino era la Brigada acantonada en la ciudad de Montería. Era, sin duda, la captura de un alto jefe de las guerrillas, dijeron voces oficiales.
El pueblo se movía entre los que creían en aquel operativo y los que guardaban un tris de esperanza para que aquel pobre hombre, que se había ganado el cariño de muchos, fuera un “falso positivo”, aunque esa figura todavía no estaba ni en la peor mente. Mientras, los autores, al ver que la familia, con Fanny a la cabeza, sufrían de verdad por tan extraño caso, decidieron hacerle llegar al aeropuerto una garrafa de aguardiente como antesala a una disculpa y lo que se escuchó a lo largo y a lo ancho del pequeño pueblo fue un estruendoso hijueputazo que todavía me parece oír, con otra palabra peor: “ese fue el Cumbamba y sus cómplices”.
Pues bien, para cerrar este capítulo digamos que el Flaco, ya un poco en sus rieles, se arrimó a la caseta, de donde habían desaparecido sus victimarios y se prendió una fiesta que concluyó el primero de enero del siguiente año. De esa catadura eran nuestros personajes, pero honrados si fueron siempre. Y ahí estaba Luis Alberto.
En medio de aquel carnaval en que se convirtió la idea de pasar de corregimiento a municipio, Lucho hizo parte de una comitiva para reunirse con el máximo jefe del Partido Liberal en Antioquia, Bernardo Guerra Serna, con la idea de buscar su apoyo que fue definitivo y cuando estaban en su oficina, los líderes, en donde estaban Horacio Zapata Muñoz, Luis Eduardo Ordoñez y Rodrigo Mira Builes, entre otros, el Socio Guerra, como se le conocía para entonces, advirtió que aquel encuentro era entre liberales y que si había un godo, que se retirara del recinto.-
Para extrañeza de todos, el único que allí había adquirió por más de una hora el derecho de hacer parte de la colectividad a la que tanto le había sacado el cuerpo. Todo por su cariño a esa población, según cuenta hoy desde su apartamento.
El cuento con el que inicié esta crónica tiene que ver con los habitantes de la ciudad de Tebas, atemorizados por una Esfinge que apareció en la entrada de aquella ciudad. Dicen los que saben que la Esfinge no era como las esfinges de Egipto, sino que era un monstruo con cabeza humana y un cuerpo de león con alas. Ella impedía tanto la salida como la entrada de los habitantes de Tebas, ya que cualquiera que quisiera salir o entrar debía resolver el acertijo que proponía.
Cuando el parroquiano no acertaba, la Esfinge agitaba sus enormes alas y lanzaba a la persona que se equivocaba lo más lejos posible con un gran golpe del que no se podía recuperar, hasta que Edipo resolvió la pregunta. Se trataba de determinar ¿qué ser, provisto de una sola voz, camina primero en cuatro patas por la mañana, después sobre dos patas al mediodía y finalmente con tres patas al atardecer?