El pasado 18 de julio, como todos los domingos, Alfredo Molano publicaba una columna en el diario El Espectador titulada ‘Paramilitarismo hoy’ en la cual, después de referirse holgadamente frente a un tema tan crucial en la coyuntura política por la cual atraviesa el país, finalizaba haciendo un “punto aparte” en donde proponía que la pregunta de la Consulta Popular, que tiene a gran parte del país hablando de toros y democracia, se cambiara por la siguiente: “¿Cree usted que la minorías deben ser aplastadas?”. Esta fue una nueva muestra de la demagogia victimizante que Molano, y en general los aficionados a la tauromaquia, ejercen en una suerte de señalamiento indirecto y caricatura retórica a la propuesta de preguntar a la ciudadanía nacida de un imperativo puramente democrático. Y comprendiendo dicha victimización como nuevo eje de la línea argumentativa taurina es que vale la pena no solo ponerles en evidencia como demagogos, oportunistas y tergiversadores de la verdad frente a la audiencia nacional, sino que ahora es urgente develar cómo han venido pretendiendo relativizar conceptos históricos y políticos para entrar y salir permanentemente de estos a su antojo transitando por múltiples trincheras argumentales procurando desesperadamente escapar de la sanción moral del país a la cual ya están sometidos, no como colectivo sino como núcleo de una práctica que para la ciudadanía resulta –a todas luces– aberrante.
Clarísimo está que hablar de minorías obedeciendo a lógicas cuantitativas es una total desfachatez, intentando así desde lo concreto y evidente de ser unos pocos los aficionados a la tauromaquia adjudicarse los beneficios y el blindaje legal que debe garantizar el Estado a quienes en realidad y bajo condiciones históricas determinadas se han configurado como minorías. Este rótulo está lleno de un sustrato cualitativo y que debe ser la base del mismo cuando pasa a estar arropado por la constitución nacional. Más de una minoría, de las de verdad, se han visto ofendidas con tan bajas pretensiones de los taurinos al querer ser asumidos como tal. Al igual sucede cuando se asume su show de muerte como manifestación artística y los artistas, los de verdad, salen contrariados a defender y mantener limpio de sangre el concepto de ‘arte’. Hay que decirlo corto y claro, los taurinos son un grupo de interés conformado en función de un gusto convertido trágica y vorazmente en ley, que además está nutrido cada vez con menos personas ante el ineluctable avance moral de la ciudadanía capitalina. Entonces, ¡Claro! Son minoría o, mejor, unos pocos, en cuanto han sido testigos de la dramática caducidad de sí mismos como colectivo que hace parte de una práctica agonizante en la periferia de la legitimidad y el arraigo cultural, por más legal que siga siendo. Dentro de su discurso ha venido tomando vuelo un planteamiento que, siguiendo la línea de ideas victimizantes, se ha convertido en el nuevo fortín retórico; el de la tiranía de las mayorías. Ahora resulta que lo planteado en el artículo 1 de la Constitución Nacional que declara al Estado colombiano como democrático, pluralista y en donde primará el interés general se configura en una apología a formas tiránicas. Claramente los taurinos apelan al principio democrático de la forma más pragmática de todas, pues por un lado hablan de pluralismo cultural y respeto por la opinión diversa pero, por otro lado, descalifican la capacidad de la ciudadanía para opinar efectiva y conscientemente sobre la permanencia o no de la fiesta taurina en Bogotá. Quieren condenar a la ciudad a una verdadera tiranía, pero no de una minoría sino de un grupo de interés que tomando un gusto (ver cómo es torturado un toro) como argumento pretende eternizarse bajo el ambivalente discurso de ‘lo cultural’. ¿Por qué se entiende que actuar en consonancia con el imperativo democrático de consultar al pueblo configuraría una potencial tiranía de las mayorías? Para todos es claro que hay derechos inalienables que tienen un escudo constitucional y no pueden ser rebatidos por ninguna instancia. Sin embargo, no se está atentando contra la libertad de expresión de los taurinos, algo que nos han querido hacer creer desde el principio del debate. La Consulta Popular es más bien la oportunidad de revitalizar el derecho a la libre expresión de un pueblo y lo que este manifieste en las urnas tendrá peso o no según el porcentaje de participación, para ello está estipulado un umbral, para definir si lo que se ha manifestado en la cita democrática tiene unos mínimos razonables de legitimidad en la población bogotana. De igual manera, si nos convencieran los taurinos de que en el asesinato masivo y público de toros se desenvuelve su identidad y libertad de expresión, pues perfectamente pueden seguir ejerciendo dicha práctica en las ciudades donde todavía no es un hecho la pertinencia de cuestionar el arraigo taurino de los habitantes y, por lo tanto, de preguntarle al constituyente primario. Aquí en Bogotá ¡No más!
En varias ocasiones la defensa de los taurinos pareciera esgrimirse como si de un opus dei constitucionalista se tratase. Hacer una defensa de la Constitución Nacional como letra muerta y entender que el derecho “es norma y solo norma”, como plantearía Hans Kelsen en su Teoría pura del derecho, sí nos planta frente a una real dictadura: la del derecho, que levita por encima del sentir popular. Y bueno, partimos de que Colombia es un Estado de derecho, pero ese derecho personificado en la constitución nacional es resultado de un sinfín de pugnas económicas, políticas y culturales que en su momento quisieron ser evitadas por muchas élites y grupos de interés que propendían por una sociedad estática que perpetuara formas socio-culturales y manifestaciones que alguna vez pudieron hacer parte de la identidad nacional y ahora no hacen más que perder adeptos y ser rechazadas por el grueso del pueblo. La corriente italiana del derecho ha insistido en el concepto de la “constitución viviente” algo que parecería ser elemental y sin embargo muchos adalides del constitucionalismo parecen ignorar voluntariamente: La constitución de un país debe estar regida por el dinamismo cultural y las nuevas formas del espectro social. Es decir, cada generación está en su “derecho” de vivir lo que podríamos denominar como su propia constitución. El potencial tirano es, en últimas, un pequeño grupo de interés que pretende aletargar la historia moral de Bogotá y a partir de una artimaña hermenéutica suponer que la tradición se mantiene integra y legítima después de tantos años. El creer que la presencia de plazas de primera categoría en 5 ciudades del país significa que existe cultura e identidad taurina en cada una de estas es, claramente, un paso en falso en la interpretación del estado actual del arraigo cultural y el sentido de pertenencia en Bogotá. Si los taurinos no son capaces de comprender el fenómeno de las nuevas ciudadanías y el auge de la noción de lo público seguirán estancados y corriendo en círculos pidiendo a gritos que se respete a rajatabla la sentencia de la constitución y que, por supuesto, la ciudadanía solo cambie de mentalidad cuando la corte constitucional así lo defina.
Varias personalidades y organizaciones nacionales e internacionales se han pronunciado en contra del espectáculo taurino al representar una piedra en el camino hacia la cultura de la paz y la prescripción del maltrato animal. La ONU afirmó que las corridas de toros representan un agravio para la infancia y exhortó a alejar a los niños y niñas de estos espectáculos. Así pues, concepciones como cultura, identidad y ambiente sano han mutado a través del tiempo y organismos internacionales y nacionales reconocen la transformación. La Constitución de Colombia dice en el artículo 79 que “Todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano. La ley garantizará la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo” y, siguiendo la línea de la ONU (aunque una infinidad de instancias y órganos han emitido consideraciones similares), la tauromaquia no hace parte de aquel ‘ambiente sano’ en nuestros días y, por lo tanto, hacer primar el interés particular de los taurinos por encima del interés general de contar con dicho ambiente sano para niños y adultos (sin entrar en detalle sobre el uso de un escenario público como la Santamaría) sí sería una jugada tiránica y en contravía con valores renovados de respeto y cuidado a los animales.
La democracia y el principio del consenso mayoritario no pueden ser parte de la concepción de tiranía más allá de lo que maniqueamente intentan poner sobre la mesa los taurinos. La tiranía es enmudecer al pueblo, es desconocer el clamor de una ciudadanía y someterle a unos supuestos culturales que en el desenvolvimiento histórico y moral de la sociedad bogotana ya han sido ampliamente revaluados. Tener la posibilidad de expresar si se está o no de acuerdo con una práctica no es tiranía ni absolutismo, es democracia. En cambio, asumirse histórica y legalmente intocable sí es el conato de una tiranía que tiene al timón a un grupo de personas que cada vez se reduce más alrededor del país y pretende silenciar al constituyente primario alegando una no-conveniencia de la realización de la Consulta Popular. A fin de cuentas los tiranillos siempre han considerado inconveniente darle voz y voto al pueblo porque dentro de su pragmatismo la opinión mayoritaria representa ineludiblemente <>.
Mateo Córdoba, miembro de #BogotáSinToreo
Twitter: @DurkheimVive