Oscar Murillo cambió los oleos por el masmelo y el chocolate. En su ultima exposición no hay Yuka, Maiz, Mango ni Tamales pintados en lienzos gigantes sino cientos de chocmelos empacados en bolsitas plateadas y etiquetados con la popular Happy Face (cara feliz amarilla). La galería de arte David Zwirner de Nueva York se convirtió en una replica de la fábrica Colombina productora de este tradicional mecato colombiano. Una empresa creada en La Paila, el pueblo natal de Murillo, donde trabajaron sus padres y probablemente él, si de niño no hubiera salido de allí a limpiar pisos en Londres.
“El sabor es infinito” es lo primero que ven los que entran a este espacio en el barrio Chelsea, un lugar donde se respira chocolate. Quienes trabajan aquí son los tíos, primos y amigos del artista, empleados de Colombina que han heredado este empleo de sus papás, abuelos y posiblemente bisabuelos. En La Paila, trabajar en Colombina es una tradición generacional, 2500 personas de las 10 mil que habitan el pueblo cañero laboran en esta empresa productora de golosinas. Una compañía que a lo largo de 100 años ha construido una comunidad alrededor de su marca, una familia a la que muchos dicen pertenecer con orgullo y a la que Murillo le regala un lugar importante en su biografía. Colombina fue la inspiración de esta obra en la que busca aproximar sus raíces vallecaucanas a la realidad de las grandes capitales, una realidad que conoció a los 10 años cuando salió de su pueblo.
Trece obreros vestidos con guardapolvos blancos, cofias y mascarillas elaboran los chocmelos con la misma receta, ingredientes, técnica y control de calidad que se hace en La Paila. Trece personas que nunca habían salido de Colombia y viajaron desde el Valle del Cauca hasta Nueva York para darle vida a la última idea de su amigo Óscar. Una experiencia que se construye hablando con los trabajadores, mordiendo el chocolate crujiente que cubre el esponjoso masmelo blanco y observando la sofisticada máquina alemana que elabora esta línea de bombones populares.
Por eso quienes cruzan las cortinas azules de plástico que dan la bienvenida a esta pequeña planta de producción se encuentran con el mundo de Murillo y la fábrica de chocolates. Una locomotora de producción en masa que así como Willy Wonka convirtió en una fantasía de azúcar, Murillo ahora lo hace realidad con los dulces que muchos niños colombianos llevan en sus loncheras. "No hubiera podido usar otra marca como Cadbury porque no tengo nada que ver con ella", dice el artista reafirmando una vez más que el origen de lo que hace está en La Paila.
Cajas de cartón, cajones de madera, un cartel con las normas de seguridad, una cinta transportadora y el logo de Colombina dan vida a “Una novela mercantil” el nombre que Murillo ha elegido como apología a las historias que han nacido dentro de los pasillos de esta compañía. Cerca a la entrada de la galería cuatro pantallas muestran la producción de los chocmelos que se intercambian con escenas de los trabajadores explorando Manhattan. En una de las paredes hay una fotografía ampliada de su mamá durmiendo una siesta en el trabajo, y en la otra está el certificado de empleo de su papá enmarcado en tamaño original. La instalación consiste en ver como los empleados empapan uno a uno los masmelos en el chocolate, luego a través de una cinta transportadora estos pasan por una enfriadora y finalmente caen en una caja metálica en el centro del salón. Un proceso que el 14 de junio cuando se cierren las puertas se habrá repetido siete mil veces.
Esta es la primera vez que Oscar Murillo hace una exposición individual en Estados Unidos y no fue con una colección de multimillonarias obras sino con un experimento sin pretensiones. Un producto que no busca reventar las campanas de Sotheby’s ni Christie’s como lo ha venido haciendo con sus cuadros, sino poner a sonar el nombre del colombiano en una de las plazas más difíciles: Nueva York. Una exposición audaz que nadie se había atrevido a hacer y que no pretende abrir un debate sobre el comercio y la globalización sino sobre las relaciones sociales, las raíces y la migración.
Yo no soy una estrella”, dijo Oscar Murillo mientras firmaba autógrafos en la inauguración de la exposición. Sin duda hay quienes creen que haber logrado las ventas del vallecaucano a los 28 años es sinónimo de fama, una percepción que se ratifica con esta obra que ciertamente es un éxito para el artista y la galería. Haber creado una exposición de la que todos pueden salir con un pedazo del arte en el bolsillo es un total acierto, más aún, cuando la prensa especula que el fenómeno Murillo es una burbuja a punto de reventar. Probablemente con esto pierda el estigma del Basquiat colombiano y logre estabilizar esa imagen inflada producto de las subastas multimillonarias.