El arte —esa demiúrgica práctica social, tan misteriosa como materialmente concreta, tan etérea como artesanal, tan laboriosa como sublime— incorpora varias dimensiones del ser humano; entre otras, la sensibilidad y el entendimiento. En su producción y disfrute van envueltos los sentidos, pero también el razonamiento. Así lo consideraban aquellos que en la antigüedad comenzaron a reflexionar sobre esa actividad especial que incluía a los poetas y escultores, a los pintores, a los “trágicos” y dramaturgos, a los danzarines y los músicos; toda esa tribu especial de sujetos que, como magos, recrean el mundo para la admiración de los demás, haciéndolo con una construcción de signos, bajo la intención de la belleza para provocar la contemplación gozosa.
Pensamiento antiguo
Según Platón intervenían en el arte esos dos dominios del ser humano; aunque, claro, sin que se confundieran entre ellos del todo; y sin que finalmente la sensibilidad quedara completamente subordinada, como lo podían indicar las apariencias, en tratándose de un racionalismo idealista. De la misma manera, el arte y la ciencia quedaban comprometidas en un mismo espacio de la actividad humana, dado que para este filósofo el arte mismo tenía que ver sobre todo con el conjunto de reglas para el vivir bien y para el hacer mejor las cosas.
En realidad, lo bello debía ir de la mano con lo verdadero. Así, ciencia y arte marcharían bajo la misma perspectiva en las relaciones que desarrolla el ser con el mundo.
Más tarde, sin que se llegase a despreciar al entendimiento, el arte iba a quedar más asociado con esa esfera de la sensibilidad. Y entre esta última y la razón aparecía un ejercicio propio del ser humano, un fundamento óntico si se quiere; y que permitiría perfilar con mayor determinación los senderos del arte; se trataba de la representación; de esa actividad múltiple por medio de la cual los individuos y los grupos consiguen prefigurar, concebir y construir objetos que sirvan de expresión a otros objetos, a la naturaleza misma.
Iba a ser sobre todo Aristóteles, quien señalaría el hecho de que la poesía resultaba de esa inclinación natural del hombre, vertida en la construcción de representaciones, un proceso que terminaba por experimentar una refinación para traducirse en la elaboración de poesías y, por extensión, en la formación de otros productos artísticos, destinados al goce de todos.
¿El arte como imitación?
Situar el arte, en la línea de la construcción de representaciones, de objetos que representan otros objetos, era naturalmente ubicarlo en el ejercicio de la imitación. La tentación era inevitable. El arte vendría a ser un proceso humano de imitación; un ejercicio por medio del cual, el ser humano para deleite general, produciría objetos —melodías y canciones, esculturas o tragedias— que imitarían a la naturaleza.
Sería algo que le permitiría hacer cosas, pero de una manera distinta a la naturaleza misma, esta última “creada por Dios, no por los hombres”; y también de un modo diferente a los artefactos de utilidad para la vida como aquellos que produce el artesano, es decir, el llamado “homo faber”. En consecuencia, el arte no pertenecería a la “creación divina” y tampoco al orden de la técnica y la producción útil; razón por la cual más bien pertenecería al encumbrado y complejo mundo de la imitación, de acuerdo con lo que anunciaba el mismo Platón, aún antes de que Aristóteles, en su tratado sobre la Poética, hablara de esa poderosa e ineludible inclinación del hombre hacia las representaciones, hacia la operación simbolizadora, dirían los semióticos de hoy.
Un formidable trabajo de imitación frente a la naturaleza y a la sociedad, que sería una especie de otro mundo creado por los artistas en una operación de goce por sentirse ellos capaces de producir ese otro mundo, aún sin disociarse por completo del original; pero también sin que el hecho los privara de sentirse unos hacedores de cosas; y sin que estas necesariamente fueran útiles. Sería, en efecto, un renacer de la vida a partir de la vida inicial, un acto de representación que, paradójicamente a los ojos de un filósofo conocido por su pesimismo, vendría a ser una genuina floración de la vida.
La idea del arte como imitación del mundo; sin embargo, tenía sus limitaciones. Entraña el ejercicio de una repetición; y, por tanto, el goce producido por ella al igual que la operación misma de la representación como repetición del objeto observado y re-creado, eran hechos que envolvían la posibilidad del agotamiento, aunque la imitación misma cargara con la destreza, con el artificio para poder reproducir con genialidad a la cosa original, real y objetiva.
Libertad y estética
En el juicio sobre lo que ha de considerarse como arte y, en general, como algo dotado expresamente de belleza surgió modernamente el pensamiento de Kant, bajo los dictados de la Ilustración y la racionalidad. Su propuesta consistió en proporcionarle un estatus de autonomía al arte y asociarlo íntimamente con la voluntad —la intención— de lo estético; al tiempo que lo separaba de, por ejemplo, la órbita de la ciencia.
Este filósofo ilustrado formula, en su Crítica de la razón práctica, el proyecto moderno de una ética basada en la libertad, a fin de despojar los comportamientos individuales de los prejuicios y los dogmas propios de una moralidad religiosa.
Del mismo modo, en su Crítica del juicio, presenta la propuesta de un arte con estatuto propio, articulado al compromiso con la estética, campo de la creación de lo bello, asociado eso sí, con la sensibilidad, con el placer; naturalmente sin que esté divorciado por entero de una comprensión racional, que en vez de impedir, permite el goce frente a lo que de esa manera se pueda asimilar como lo bello.
Tal proyecto estético, encarnado en cada artista y desplegado en cada campo artístico, cuenta también con un principio fundamental como motor y como destino; el cual no es otro que el de la libertad en el ejercicio de la representación; de modo que sensibilidad, placer y libertad, se funden en la intención artística y en el proyecto estético.
Con lo cual, mediante el concurso del entendimiento como marco de comprensión, la operación estética incluye el “sentimiento del libre juego de las facultades representativas dentro de una representación dada…”. En ese libre juego de las facultades, son integradas la imaginación y la intuición; aunque articulables con la razón, por la vía de la comprensión. Y en el centro de todo el proyecto estético moderno: la libertad. La de una creación que, por cierto, va mucho más allá de una esterilizante imitación; y que se convierte en otro objeto fugado de la propia realidad, su referente; tal como lo proclamara Gauguin en sus Cuadernos, un pensamiento plasmado por la curaduría de la gran retrospectiva que se le dedicara en el Grand Palais de París, durante el otoño y el invierno de 2017; y que fuera organizada bajo el sugestivo título precisamente de El Alquimista.
Lo cual significaba un esfuerzo por crear, alejándose de la realidad inmediata, aunque las apariencias indicaran que la obra de arte siguiera siendo una imitación de la naturaleza, cuando, al contrario, según el ingenioso Oscar Wilde, ya era la naturaleza la que imitaba al arte; una ilusión real, en el sentido de que el arte hubiese adquirido valor por sí mismo y se hubiese escapado de la realidad “objetiva”, dando lugar a otra realidad, la que nace de la creación.
Creación y libertad
Una libertad y una creación que animados como verdadero núcleo de lo estético, irían a radicalizarse en la perspectiva de un innovador contemporáneo, el poeta simbolista Charles Baudelaire para quien el arte iba a implicar una separación mayor frente a cualquier otro campo de las actividades humanas, como la ciencia y la técnica, vinculada esta última a lo útil; del mismo modo como iba a suponer una intensificación en el ejercicio de la creación simbólica, centrada en la producción de lo bello, en aras de lo placentero, pero –he ahí su paradoja central– no exento de sufrimiento y de dolor.
Para el poeta simbolista —creador de la idea del individuo urbano moderno— el arte era “lujo y voluptuosidad”, pero también era ese dolor instalado en el acto de creación (en esa línea que va hacia el infinito), un acto ya desprovisto de racionalismos artificiosos, de “argucias, de silogismos, de deducciones”. Son circunstancias de creación que —tal como lo subrayó en su Spleen de París— se transforman pronto en “demasiado intensas”; de modo que “la energía puesta en la voluptuosidad crea un malestar y un sufrimiento positivo…”. Así que, en su caso, Baudelaire lo admitía poéticamente en su Confiteor de l'artiste: “mis nervios demasiado tensos solo producen vibraciones de lamento y de dolor”.
La búsqueda del arte como crítica social
La radicalización esteticista de Baudelaire, con todo lo innovadora que fuera mediante la idea de la intensidad en el acto estético —a la vez placentero y atormentado, expresión continuada por Nietzsche— iba a implicar la fijación problemática del “arte por el arte”, un concepto moderno favorable a la autonomía en la esfera de lo estético, pero difícil de que se sostuviese de modo consistente, por la facilidad con la que el arte podría de esa manera ser atrapado y domesticado por la “industria cultural” al igual que por el consumismo, propensos a castrar todo sentido revolucionario o a despotenciar la resistencia contra las representaciones simuladoras de formas de sujeción con respecto a los individuos.
Fueron advertencias que estuvieron presentes en una crítica emitida por los pensadores francfortianos del posmarxismo, comprometido con un proyecto intelectual amigo de denunciar la razón instrumental y la manipulación de la industria cultural de masas. Para ellos, el arte por el arte, a pesar de su potencial estético, podría ser un programa que dejara expuesto el hecho estético a las tentaciones de un indoctrinarismo mercantil, y por tanto que quedara huérfano de su poder subversivo, sin las potencialidades que, al contrario, quedaban evidenciadas, por ejemplo, en la idea de resistencia de un Max Beckmann, según se ha visto en sus pinturas motivadas por el mundo de lo circense, de lo nocturno y marginal, expuestas este último diciembre en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid; y por cierto perseguidas y proscritas por el nazismo en los años 30 del siglo XX, como muestras de “arte degenerado”.
En las antípodas del postulado que se resume en la expresión “arte por el arte” atribuido la poeta de Baudelaire, irrumpieron, pesadas, las ideas del realismo socialista, defensoras de un arte al servicio de una causa partidista o de una ideología con pretensiones misionales de una hegemonía total; o de un Estado excesivamente burocratizado que se pretendía representante del pueblo.
Fueron ideas que dieron lugar a una estética, ya no crítica sino cargada de un sentido apologético en beneficio de regímenes autoritarios o de caudillismos impenitentes; ideas por tanto menos satisfactorias en la definición de las representaciones simbólicas o en el deseo de derrumbar ídolos; y que podían dar curso a una estética cruzada de sesgos, favorable a la manipulación de la masa y no a su liberación.
El arte y sus posibilidades
Ahora bien, el arte contemporáneo en sus variadas representaciones, en la plástica, en la música, la poesía y la narrativa, en la danza, en el teatro y en el cine, aún por los caminos peligrosos plagados de trampas, continúa su desarrollo múltiple prolongando formas distintas y proyectos alternativos, entre los riesgos que ofrece el mercantilismo y la banalidad, al igual que la manipulación ideológica y la obsecuencia política.
Ese arte pleno de diferenciaciones y en floración periódica, sorteando los peligros de su marcha entre Escila y Caribdis, se abre siempre a las posibilidades de la creación libre con un juego de representaciones y de simbolizaciones capaz de condensar en imágenes, palabras o sonidos, ideas intensamente concretas, aunque lo pudiese hacer a veces mediante trazos abstractos y armonías interrumpidas o narrativas “absurdas”. Es una esfera de la actividad humana que se conserva capaz así mismo de ofrecer siempre las “grietas” por donde aflore la crítica que deconstruya el armazón de las convenciones bajo las que se ocultan la injusticia o la mentira.