Una habitante, que también fue desplazada del corregimiento de El Aro, Ituango, recuerda con nostalgia los domingos en que vendía su ropa y se llenaba la cantina de “Don Rafa”, punto de encuentro donde se reunía la gente a escuchar guasca hasta el amanecer.
Este corregimiento era el epicentro comercial de la zona, en donde los campesinos se reunían para comprar y vender sus productos, quienes acudían desde las veredas aledañas y de personas que subían desde Puerto Valdivia; la campesina que prefiere ocultar su identidad, asegura que cada domingo parecía un San Isidro hasta antes de la masacre de 1997.
La riqueza de la tierra, la frescura del clima y la mano de obra campesina permitía cultivar: plátano, fríjol, maíz, café, caña, naranjas, yuca, limones, aguacates y criar ganado. En la actualidad y posterior al desplazamiento masivo rural de cerca de dos mil campesinos, incursionó el cultivo de coca. Muchos alimentos o productos de la canasta familiar deben traerse de afuera, lo que aumenta su costo considerablemente e implica subirlos por caminos de herradura. En las noches, cuando el cielo está despejado, se ven nítido las estrellas, cuando no está la neblina que usualmente circunda al corregimiento.
La imagen sombría y lúgubre por el imaginario que creó la sevicia con que los paramilitares en connivencia con la fuerza Pública perpetraron los hechos victimizantes contra la población civil, contrasta con la amabilidad y el entorno que rodea a la comunidad; aunque la falta de reparación colectiva e individual ha desencadenado una puja de conflictos entre los pobladores para verse beneficiados por algún ingreso económico cuando alguna fundación, agente del Estado o personas particulares realizan una visita.
“Las personas son muy tranquilas, incluso cuando iba a venir, todo lo que se encontraba era sobre la masacre y hasta agota hablar sobre el tema. Pensaba que me podía ocurrir algo por todos los antecedentes, pero la realidad es más amplia y converge con todo lo duro que han pasado sus habitantes, hasta lo acogedor que es el lugar”, como lo relata una persona que ha trabajado con sus habitantes.
Aunque en este momento, aún haya presencia de actores armados como las disidencias de las Farc, las AGC y el Ejército en la cúspide del corregimiento (contrario a los principios del Derecho Internacional Humanitario). Lo que hace un mes desencadenó en hostigamientos contra una vivienda; las familias acostumbradas a vivir en el conflicto armado interno manifiestan que es normal y que ya antes no pasa nada, porque hace mucho tiempo no ocurría algo similar.
Muchas personas de El Aro no declararon durante el tiempo que exigía la ley porque el decreto 1290 de 2008 tenía un término de dos años (hasta 2010) para recibir declaraciones bajo el marco de la ley 387 de 1997. Posteriormente salió la ley 1448 de 2011 donde se abrieron convocatorias para declarar hechos victimizantes ocurridos en desarrollo del conflicto armado interno.
Declararon dentro de la vigencia de esta ley, 14 años después, sin embargo, hay muchas personas que se encuentran fuera del SIPOD (Sistema de Población Desplazada) y el RUV (Registro Único de Víctimas); que son dos procesos diferentes. No se ha alcanzado a reparar ni al 25% de las víctimas por reparación individual administrativa económica por parte de la Unidad de Víctimas.
Como consecuencia de la masacre hubo un desarraigo de la gran mayoría de sus pobladores con un desplazamiento masivo rural. Cerca de dos mil personas dejaron su lugar de origen, así como de municipios aledaños del norte: Briceño y Valdivia.
Primero salió a la luz la responsabilidad del Bloque Minero, liderado por Ramiro Vanoy Murillo, la casa Castaño y Salvatore Mancuso; posteriormente, se sabría que miembros del Ejército Nacional y posiblemente un helicóptero de la Gobernación de Antioquia participaron en los hechos con los victimarios. Lo que desencadenó en una condena de la CIDH (Corte Interamericana de Derechos Humanos) al Estado colombiano por acción y omisión de agentes pertenecientes al gobierno de aquel entonces.
Aún hay población que no sabe leer ni escribir, vivían de arar la tierra, y pese a los hechos, no han salido de este lugar. Hay personas que se vieron afectadas psicológicamente, y no han podido superarlo, todavía cuentan el testimonio como si hubiese pasado ayer; y el apoyo psicosocial por parte del Estado ha sido nulo.
Muy pocas personas presentaron demanda directa ante la CIDH, una familia que demandó es la de Luis Modesto Múnera Posada, presidente de la JAC en ese entonces, por los vejámenes acaecidos contra la población como trabajo forzoso, constreñimiento y secuestro; como lo hicieron Ricardo Barrera (sin reparación) y Francisco Osvaldo Pino (reparado), en su momento antes de fallecer, y aproximadamente 22 personas más, de los cuales solo han sido indemnizadas cinco personas.
Al incendio de 47 casas, se sumó la quema de la Inspección de Policía donde estaban los registros civiles de todos sus habitantes. La justificación que utilizó el grupo paramilitar, es supuestamente porque era el nido de las Farc-EP, entonces acusaban a los pobladores de ser colaboradores o de guerrilleros.
El difunto José Luis Palacio Nohavá, indígena oriundo del corregimiento, denunció en la Fiscalía del municipio de Ituango y ante de Justicia y Paz, secuestro y constreñimiento por ser obligado a sacarles los bienes personales a muchos desplazados; amenazándolo que si no accedía, lo asesinarían a él y a su familia. Lo que derivó en que buena parte de sus habitantes se hayan ido para Puerto Valdivia, al corregimiento de Santa Rita, Medellín y otros lugares.
El contexto educativo y de infraestructura
La Junta de Acción Comunal afirma que hay 49 familias y en total son aproximadamente 140 personas. Hay 34 estudiantes, 20 de primaria y 14 de bachillerato. Se exige más población, como mínimo 15, para que se dé apertura al grado 10.
Los muchachos que están en noveno quedan con la expectativa de saber qué va a pasar con ellos porque el corregimiento solo tiene formación hasta el grado noveno, aducen que no pueden continuar porque no tienen el recurso para irse a estudiar a otro lugar. Está pendiente un proyecto de cibercolegio, pero aún está en entredicho y no se ha podido consolidar. El sentido de saber que su educación no continuará, también incide en la falta de interés para seguir motivados con su formación. Solo tienen cinco computadores y solo uno funciona más o menos, los otros cuatro están de regular para abajo.
La gente no se motiva a visitar el lugar como ocurría anteriormente porque la carretera que se ha prometido desde hace más de 21 años no se ha construido. La masacre genera cierto morbo en el imaginario porque es lo único que se ha mostrado, porque también debería presentarse lo trabajadora y bella que es la comunidad, así como evidenciar los conflictos interpersonales que hay entre las familias a nivel comunitario. Situación que ocurre entre vecinos, porque como no hubo una reparación administrativa del Estado, hay una puja de intereses para acoger a cualquier persona que desee ingresar al corregimiento.
Las afectaciones como el mal estado de las vías, el acueducto irregular, la luz intermitente que se va constantemente; la tranquilidad que contrasta con lo acogedor y con los enfrentamientos que a veces ocurren en la noche entre actores armados que residen cerca.
“No hay un proyecto de turismo con beneficios para toda la población, a veces se sienten todos como una isla, cuando vienen las ONG van y se toman la foto, para mostrar lo que se hizo, pero no hay proyectos a largo plazo y constantes que puedan beneficiar a las personas. Hasta la población dice que El Aro lo tienen como instrumentalización de recursos que vienen les dan algo y no vuelven a aparecer; utilizan El Aro y salen y se van”, manifiesta una persona de la comunidad que prefiere no revelar su identidad.
Hay un centro de salud, que no está organizado, solo tiene la infraestructura con unos recursos que se enviaron desde Corea. Sin embargo, quedaría solo la infraestructura sin partera, sin médico y las personas suelen auto medicarse cuando se enferman.
“Alrededor de El Aro hay un montón de historias de dolor, porque es el retrato del abandono y los procesos mal hechos. La Corte Interamericana falló a favor y muchísimas sentencias sobre los procesos de reparación, pero todos son inconclusos, la presencia del Estado es tan mediocre que solo sirve pa una foto. Hoy en El Aro después de que la masacre fue en el 97, tiene una casa con el hollín de la quema de las viviendas. Es muy lamentable que la presencia del Estado en tantos años no nos dé ni pa limpiar las casas. La única reparación en términos de vivienda la hicieron sin mediación de la comunidad donde no había gente”, asegura la lideresa Lina Zuleta.
El Ejército tiene su campamento en el lugar del que extraen el agua natural los pobladores, donde está la toma de agua que utilizan como piscina. Dicen los campesinos que toman `juagadura` de soldado que es con la que viven. Llevan tres administraciones pidiendo tapar el tanque, la Administración Municipal afirma que sí, pero no se ha llevado a cabo. Cuando el Ejército decide desconectar el tubo, deja a la comunidad sin agua. Desde la masacre no hay ningún tipo de arreglo ni reparación.
La Unidad de Víctimas si acaso va uno o dos veces al año y no pasa nada. La gente está hastiada del cuento de la reparación colectiva porque van, les hacen uno o dos talleres con el diagnóstico y al preguntar lo concreto qué es; no pasa nada. La Gobernación de Antioquia ha prometido el oro y el moro, hace años fue un magistrado, en conjunto con la Fuerza Aérea a pedir perdón. El mejor perdón sería la reparación administrativa y de infraestructura en el lugar; así como establecer las responsabilidades de quienes perpetraron los hechos.
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