Es reciente el descontento de cierta parte de la población. La toma de posesión de un neonato congresista e inexperto en política, albergará el recinto lúgubre y sombrío durante los próximos cuatro años en aquel grupo parlamentario que llamamos Congreso. Y digo “a cierta parte” para ser justo en las proporciones y no dejar de lado a quienes le apoyaron, por convicción o conveniencia.
Aunque, a mi juicio, la mayoría jovial es consciente del desacierto electoral que representa, y ello es lo que denominamos como democrático. Numerosas han sido las apariciones públicas que anteceden a este personaje, desde su pretendido activismo, su relacionamiento con el sector político tradicional y las opiniones contrarias al sector minoritario que representa, no en números, pero si en derechos.
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Luego de la felicidad temporal de haber imaginado un paraíso terreno sin la presencia del sujeto en cuestión y la celebración homogénea de quienes creemos que no era merecedor del cargo; las ilusiones se derrumbaron al conocer que el Registrador Nacional le otorgaría la credencial que le acredita su condición de potencial político y protagonista de futuros debates que serán objeto de múltiples cuestionamientos.
Con la resignación del caso, pocos días después del pasado 20 de julio, y la pluralidad que hoy representa el Congreso, casi que como una predicción apodíctica se empezaron a gestar las primeras escenas del circo político que crearía el ahora parlamentario.
Sin duda, los cambios nacientes para nuestra actualidad son respuesta a múltiples necesidades de sectores minoritarios de la población civil. Ello ha sido evidenciado en las urnas, tanto en las elecciones legislativas como en las presidenciales, de ahí que se espere cambios profundos en la realidad material desde la representación política de aquellos que tienen curules especiales, como por ejemplo, las afro e indígenas.
En la reciente intervención del novicio,_ indicó los lamentables hechos que afectaron a diferentes miembros de la fuerza pública y además, le envió un contundente mensaje al hoy presidente Gustavo Petro al decirle que de él era la función primaria de defender a los uniformados y que de no hacerlo era la oposición quien se iba a encargar de la protección de la fuerza pública “a las buenas o a las malas”.
No pude evitar sentir desconcierto al escuchar esta aseveración. Parecía casi que un retorno de lo vivido hace un par de décadas bajo la llamada seguridad democrática. Lo cuestionable de estas palabras es que nos recuerda que existe algo natural a la condición de hombre en cuanto vive en sociedad –sin lugar a adentrarme a discusiones teóricas que esto permite– y es la naturaleza odiosa o el gen de guerra perpetuado en Colombia.
El presidente de la Comisión de la Verdad, Francisco de Roux ante el Consejo de Seguridad de la ONU, expuso de forma acertada lo sucedido en la Colombia de antaño al indicar que: “hace más de 60 años, establecimos que la seguridad se daba por las armas y que los conflictos entre ciudadanos, que son un conflicto político y se solucionan en el diálogo y la negociación, nosotros los resolvíamos con las armas”.
Señalaba el presidente de Roux que nuestra seguridad se volvió “una seguridad armada” y es que, cuánta razón le asiste, al saber que este fue el medio que los grupos al margen de la ley, tanto de Gobierno como de aquellos ajenos al mismo, emplearon.
A las malas y justificados dirían algunos, a las malas, pero en ejercicio legítimo por ser parte del poder estatal, a las malas sin que el resultado importe; o como el adagio romano recordaba: Cum finis est licitus, etiam media sunt licita. Si el fin último es lícito, también lo será el medio.
Para quienes consideren viable la licitud del fin como respuesta inmediata a la solución del problema, sería casi que un retorno a dicha naturaleza, a ese gen que nos persigue, o quizá la tesis de Estanislao sea cierta, y es la “felicidad de la guerra” cuando indicaba que “si se quiere evitar al hombre el destino de la guerra, hay que empezar por confesar, serena y severamente la verdad: la guerra es fiesta”.
Una crítica interesante de cómo se entiende el conflicto, (…) “de creer tontamente tener la razón, y de creer más tontamente aún qué podemos dar testimonio de la verdad con nuestra sangre”.
La guerra es eso, un festival de tontos, un riesgo de pensar por si mismo y una negación del reconocimiento del otro como si se fuese portador de la verdad. El dialogo es pues una de las utópicas posibilidades para quienes, por las malas, esperan solucionar el país y sus crisis. Creo firmemente que muchas de nuestras quejas y males tienen su causa en el odio y resentimiento de nuestra población.
Quizá no sea una evidencia científica, pero como lo entiende García Villegas, estamos, con resignación, bajo los pesares, las furias y los odios, habitando el país de las emociones tristes. No concibo una sociedad sin problemas, quisiera una población que, a pesar de las dificultades, no tenga que ser sometida a las malas a lo que las esferas de poder esperan.
Con confianza espero que, sin nombrar a mi arlequín favorito, usted entienda que no hace falta hacerlo para no seguir sintiendo la vergüenza que me asiste, como si fuese poco, nuestro Representante a la Cámara.