Catástrofes nucleares, naturales y humanas del siglo XX y lo que va corrido del XXI parecen que no han sido suficientes para detener el accionar trágico de la humanidad sobre el Sistema Tierra. Aunque hablar de humanidad quizás generalice responsabilidades, lo cierto es que, desde que la comunidad científica constató la magnitud de los impactos del hombre sobre el planeta, no exageró al referenciar los daños irreversibles, e incluso irreparables que, bajo la premisa del desarrollo y el libre mercado, el sistema urbano-agro-industrial ha venido aceleradamente causando. Esta nueva era geológica, el antropoceno o el capitaloceno, es la discordancia entre naturaleza, ser humano y capital, caracterizado por la expansión del capital financiero, las implicancias de la extracción de materias primas, el uso irracional de combustibles fósiles, sumada la explosión demográfica, la ampliación del espacio urbano y el consumismo, tan pregonado por la libertad individual.
El desenfreno ha desatado una crisis civilizatoria, impactando a los seres vivientes como: cuerpos de agua, animales, vegetales y a una parte de la sociedad, a la más empobrecida; afectada por inundaciones, incendios forestales, terremotos, pandemias y demás formas en que la naturaleza ha reaccionado. Así las cosas, el antropoceno, según Fabio Vélez, “pone en crisis todas nuestras coordenadas ético-políticas; no solo desarticula los ejes espacio-temporales, es decir, que lo cometido aquí puede tener repercusiones allá y lo obrado en el pasado puede manifestarse en el futuro, sino que diluye la gradación de responsabilidades en un sujeto plural y desfigurado que, para colmo, se muestra especialmente refractario a cualquier tipo de imputación” [1].
Las repercusiones pasadas y presentes del antropoceno/capitaloceno han sido diluidas en paradigmas de superioridad del género humano sobre la naturaleza y sobre todo en la creencia de que el problema es de uno pocos, de los pobres, de los países “en vía de desarrollo”, de los que habitan en las periferias y así nos hicimos inmunes, sordos y ciegos a la catástrofe planetaria, hasta que, como un boomerang, todo lo preestablecido explotó, en forma de virus, en el corazón del capitalismo, en las grandes metrópolis, empezando en China y luego en Europa, en Estados Unidos y ya en casi todo el mundo, en especial, en las grandes ciudades, principales beneficiarias de la degradación ambiental y productoras de desechos industriales y contaminantes, ciudades perpetuadoras de “una civilización consumista basada en el “usar y tirar” a decir de Ramón Fernández Durán[2].
Reflexiono a partir del antropoceno y capitaloceno la actual crisis que ha desatado el COVID-19 porque en estos conceptos radica una cosmovisión que nos ha arrojado a todo tipo de tragedias y catástrofes, pero sobre todo, nos ha llevado a omitirlas, a voltear la mirada, de ahí que esta pandemia mundial aparezca como una especie de justicia ante los graves daños al sistema planetario ocasionados por el ántropos y el capital. El COVID-19 entró por la puerta del capitalismo, desterritorializó desde lo más habitual hasta la locomoción de los individuos, nos encuarteló para obligarnos a deconstruir los paradigmas bajo los que hemos decidido vivir y relacionarnos con el resto de seres vivientes, con la naturaleza y el planeta. Paradójicamente, gracias al COVID-19 se redujo al menos en cien toneladas la emisión de CO2 y disminuyó la contaminación por dióxido de nitrógeno.
Hace un par de días y antes de que el virus colapsara a América Latina, la Cátedra Abierta Nuestro Futuro —en su capítulo El buen antropoceno— presentó un video distópico[3], un viaje al futuro, año 2084 en el que los gobiernos se ven obligados a ejecutar una ley de despoblamiento que consiste en sacrificar una parte de la población para depurar el planeta por medio de un “sorteo de la muerte” con excepciones de niños y adolescentes y sin escapatoria para los adinerados, hoy, a más de veinte días de presentado el corto y de que el COVID-19 ha cobrado miles de vidas y a diario aumenta la tasa de propagación, pareciera que aquel profético “sorteo de la muerte” está más cerca, encendiendo la alarma de que tenemos que actuar no para un futuro sino para este presente.
Actuar para este presente nos obliga a crear nuevas formas de relacionamiento con todos los seres vivientes del planeta, dando paso a lo que Donna Haraway ha denominado Chthuluceno, “un tipo de espaciotiempo para aprender a seguir con el problema de vivir y morir con respons-habilidad en una tierra dañada”, en consecuencia debemos gestar una nueva era geológica, derribando el antropocentrismo para abrir la posibilidad de enlazarnos y crear relacionamientos y narrativas multiespecies en las que, siguiendo a Haraway, deben estar “incluidos los humanos y las alteridades no humanas en parentesco”[4]. Urge revitalizar el planeta, pensarnos-con, vivir-con y ser-con, esto último es la continuidad de la vida y una digna muerte, es el nuevo e indispensable presente, es simpoiesis —hacer y crear juntos—.
El COVID-19 y otro sinfín de catástrofes nos están interpelando sobre nuestro proceder y pensar para que destruyamos los códigos epistemológicos de la modernidad que hicieron de los humanos una especie superior con derechos de arrasamiento y muerte contra otras especies que incluso antes de nuestra llegada ya existían y convivían bajo otros pactos de relacionamiento. La supremacía de la especie humana está en crisis, ni somos los únicos, ni somos inmunes.
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[1] Tiempos de “antropoceno” e insostenibilidad (diez reflexiones incomodas).
[2] El Antropoceno. La crisis ecológica se hace mundial.
[3] Video disponible en https://uniandes.edu.co/es/noticias/ambiente-y-sostenibilidad/catedra-nuestro-futuro-el-buen-antropoceno (minuto 25:29 al minuto 31:00).
[4] Donna Haraway. Seguir con el problema. Generar nuevos parentescos en el Chthuluceno. Traficantes de Sueños, 2019.