Multitudes por todo el planeta derrumban a los viejos héroes del pasado colonial. Bajan de su honorable majestad a quienes llenaban de gloria los himnos, los parques, las plazas, los escudos, las banderas, las enciclopedias y la historia institucionalizada de las naciones. Personajes de metal y altísima dignidad hacen crujir el asfalto en un choque similar al que produce la forma de pensamiento que representan con la realidad que ahora los señala (valga decir con un retraso de algunos cientos de años) como símbolos de la opresión, el racismo y el colonialismo.
Pero este maravilloso despertar (que por tarde no deja de ser legítimo), expresado en la rabia e indignación de las multitudinarias manifestaciones, no es lo único que ha llegado con algo de tardanza. Estamos protestando con, alrededor de, 300 años de retraso. ¿Vale la pena seguir hablando de racismo? ¿Es consecuente seguir manteniendo una postura como el antirracismo en pleno siglo XXI?
Tomemos el caso de George Floyd, quizás el terrible hecho disparador de todo el movimiento actual de protestas en todo el mundo. No estoy de acuerdo en que se afirme y se repita en tantísimos medios que la muerte del señor Floyd es un crimen racial. Cuando los medios de comunicación se han referido al hecho como “la muerte de un ciudadano afroamericano a manos de un policía blanco”, lo que están haciendo es afirmando una narrativa caduca que perpetúa, justamente, el odio entre personas con un distinto color de piel.
El concepto de “raza” es, al día de hoy, insostenible desde la ciencia. Durante la historia ha sido utilizado y es utilizado con fines muy específicos como factor diferenciador al momento de imponerse un grupo humano sobre otro. Por ejemplo, el sistema de pensamiento colonial se inventó toda una teoría racial con la finalidad de afirmar la supremacía del hombre blanco sobre los demás.
El antirracismo es racista. Estar en contra del racismo termina legitimando aquello contra lo que se pretende luchar. Hablar de racismo implica no poder superar la vieja narrativa colonial de la existencia de razas, la cual nunca se afirma de manera ingenua ni desprevenida y siempre tiene una función “deshumanizadora”. Si seguimos hablando de “racismo”, estaremos perpetuando y haciendo énfasis en una característica diferenciadora como esencial en la división real (biológica) de la humanidad, lo cual no es cierto.
Vuelvo al caso de Floyd. Si nos basamos únicamente en lo que vemos en las cámaras, lo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos, es que se trata de un caso de tortura, de abuso, de violencia extrema y de brutalidad. Decir que se trata “del homicidio de un hombre negro a manos de un hombre blanco” precisamente está buscando reforzar la idea de que existen razas, desviando la atención de lo que realmente sucede allí: violencia, brutalidad policial.
Esta situación pone en evidencia nuestra incapacidad para abordar el fenómeno actual desde los viejos conceptos de hace siglos. La violencia contra “lo otro”, contra “lo diferente”, todavía sigue vigente, pues las verdaderas estatuas coloniales siguen brillando en nuestras costumbres y hábitos, herencia de la que todavía no hemos podido “zafarnos”, pues tampoco hemos sido capaces de señalarla.
Si pensamos todos estos fenómenos de exclusión de grupos humanos que se apartan del “institucionalizado”, no desde los “ismos”, sino desde una categoría como la violencia, podremos quizás empezar a comprender el miedo que nos genera todo aquello que etiquetamos como “diferente”. Ya no preguntaremos por qué un hombre de una raza mata a otro ser humano de otra raza, sino por qué un ser humano mata a otro ser humano.