Aunque se reseña, sin falta, al movimiento ruso de finales del siglo XIX llamado narodnismo (traducido al español como “populismo” —derivado del lema "ir hacia el pueblo"—) como el origen del populismo, tal como lo entendemos hoy, con sus múltiples variables, ambigüedad e imprecisión, el término surge en la segunda mitad del siglo XX como una categoría analítica, la cual intentaba explicar fenómenos políticos y sociales que venían afirmándose en Occidente durante la primera mitad del mismo siglo.
Sin embargo, desde el mismo periodo de tiempo también ha operado hasta el día de hoy, como un útil mecanismo político y retórico peyorativo, la mayoría de las veces utilizado sin distinción como demagogia (aquella estrategia política que apela a prejuicios, emociones, miedos y esperanzas del público para ganar apoyo popular y así conseguir el poder).
Hoy, en Colombia, de manera general, se refiere al populismo cuando se quiere hablar de un proceso mediante el cual se instrumentalizan los anhelos populares, a modo de “promesas” (generalmente de campaña, aunque también durante el mismo gobierno), para satisfacer el interés de un grupo particular.
Paradójicamente, este es justo el proceder lógico esperado de toda democracia liberal capitalista, debido a que, en el marco de unas relaciones sociales de mercado (ajustadas a la maximización de beneficios y minimización de costos particulares), forzosamente resulta problemática la asignación transparente de los beneficios colectivos recaudados: la posibilidad de que quién gobierne lo haga en beneficio personal (y de sus aliados) es una inferencia lógica en el marco de las relaciones sociales existentes.
Lo que se conoce comúnmente como corrupción, es, en última instancia, la violación de las leyes impuestas con el fin de evitar que los funcionarios públicos generen ganancias privadas mediante las ya tipificadas alteraciones de su función pública: tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, cohecho, etc.
En cuanto al populismo, el funcionamiento presupuesto que se le otorga mayoritariamente consiste en que los líderes y/o movimientos políticos definidos como populistas, a partir de la identificación de una problemática generalizada, realizan la promesa de solucionarla para conseguir el poder; y, una vez allí, abandonan dicha bandera y destinan sus esfuerzos a su real propósito de beneficio personal (o de simple mantenimiento del poder).
Con todo, el populismo “realmente existente”, no designa sencillamente “propuestas demagógicas” de candidatos u organizaciones políticas, por el contrario, registra en la historia la movilización de amplios sectores de la sociedad en favor de un interés colectivo (viciado, o legítimo), por lo que resulta sumamente reduccionista asimilarlo a la demagogia electoral (o gobernista).
La inexistencia histórica de representación de los sectores más numerosos de la población, dentro de las democracias occidentales modernas, parece ser lo que posibilitó la aparición de esta estrategia.
La cuestión fundamental es que, hasta cierto punto, no ha existido movimiento político occidental (desde la misma Revolución Francesa, hasta el peronismo argentino), que no hubiera acudido a estos elementos “emocionales” cuando se embarcaron en la consecución de su causa, toda vez que fue, justo, el reconocimiento sensible de una problemática común, lo que sirvió de metáfora asociativa para emprender la movilización social (Esta es una de las razones por las que el término es utilizado por algunos pensadores como el mecanismo constitutivo de la política, el cual hace posible la articulación de diferentes demandas particulares en lo que llamaría Ernesto Laclau “cadenas de equivalencias”).
Sin embargo, desde el punto de vista de este análisis, sí existe una estructura propia en el populismo que lo constituye como un mecanismo político inauténtico, patológico e ilegítimo. El pensador esloveno Slavoj Zizek en su análisis del concepto, afirma que
“El populismo está siempre sostenido en última instancia por una incapacidad cognitiva y práctica la frustrada exasperación de la gente común, por el grito “¡No sé qué está pasando, ya estoy harto!”, “¡Esto no puede seguir así!, ¡Debe parar!”: un ataque de impaciencia, un rehusarse a comprender pacientemente, una exasperación frente a la complejidad, y la consiguiente convicción de que debe haber alguien responsable de todo este desastre, lo que hace necesario un agente que esté detrás y lo explique todo”.
Es decir, el populismo se estructura bajo el esquema de la “externalización”: las contradicciones inherentes a la formación social son desplazadas y encarnadas en un “agente externo” que explica (con su mera existencia) el porqué de las crisis.
Ahora bien, la cuestión se complejiza en las condiciones actuales en que aparentemente las grandes causas colectivas ya no son suficientes para movilizar masivamente a las personas en favor de una propuesta colectiva. En el modelo hegemónico contemporáneo, la política afirma haber dejado atrás las viejas luchas ideológicas; según sostiene, esta se debe centrar en la administración objetiva y despolitizada de las cuestiones públicas estrictamente mediante la gestión de expertos.
Esto es lo que ha venido siendo elaborado por algunos autores (Jacques Ranciere, Chantal Moufe, Slavoj Zizek) bajo el término “pospolítica” o “posdemocracia”:
“En la pospolítica, el conflicto entre las visiones ideológicas globales encarnadas en diferentes partidos que compiten por el poder aparece reemplazado por la colaboración de tecnócratas ilustrados (economistas, especialistas en opinión pública ...) y multiculturalistas liberales; a través de la negociación de los intereses se llega a una transacción en la forma de un consenso más o menos universal. De modo que la pospolítica subraya la necesidad de abandonar las antiguas división es ideológicas y enfrentar nuevas cuestiones utilizando el saber experto necesario y una deliberación libre que tome en cuenta las necesidades y demandas concretas de la gente”.
Se ha deshabilitado el disenso como constituyente de lo político, para dar paso a la aceptación resignada de lo que Francis Fukuyama llamó el “fin de la historia”: el triunfo indiscutible de la democracia liberal capitalista como el único modelo posible capaz de sostener el tipo de sociedad en la que vivimos.
El punto es que si, anteriormente (como se mencionó), los líderes y movimientos populistas, a partir de la identificación de una problemática común impulsaban la manipulación, hoy, debido a la afirmación despolitizada de los intereses particulares como fundamento social, resulta improductivo manipular sencillamente “identificando” alguna problemática específica y explotándola para el beneficio electoral.
Con una política cuyo nivel cero es la coordinación despolitizada de intereses particulares, la cual está destinada sencillamente a administrar y regular el bienestar individual; y, qué, además, da origen a un tipo muy específico de subjetividad, el cual experimenta el yo como vulnerable, expuesto sin descanso a una multitud de “acosos” potenciales, el único modo de movilizar activamente a las personas es haciendo uso de un elemento básico de dicha subjetividad, esto es, el miedo.
Es por esta justa razón por la que el “antipopulismo, se posiciona como el mecanismo populista por excelencia. El populismo antipopulista de la derecha colombiana, no vincula a sus seguidores buscando su identificación con una causa común por la cual movilizarse, por el contrario, manipula es con la posibilidad de que algo cambie y, de este modo, se pierda el privilegio individual y egoísta que se tenga: desde una vida cómoda con algunos beneficios extras, hasta un diario para apenas sobrevivir (lo que es mío no tiene porqué utilizarse para ayudar a nadie más, yo me esforcé por ganarlo, el resto que haga lo mismo). Según sostiene esta narrativa ideológica: ya se ha intentado y la experiencia ha sido una catástrofe.
Recordemos que en el mismo centro de la propuesta liberal (la ideología dominante del capitalismo global contemporáneo) está inscrita una posición antiideológica y antiutópica: el liberalismo se concibe a sí mismo como “la política del mal menor”, su ambición es producir “el mundo menos malo posible”, evitando así un mal mayor, al considerar que en última instancia cualquier intento por imponer un bien positivo es la fuente de todo mal. “liberalismo” (lo que se conoce como “la tentación totalitaria”). El habitual razonamiento liberal-conservador contra el comunismo es que, al pretender imponer sobre la realidad un imposible sueño utópico, necesariamente acaba en un Terror mortal
Semejante visión se sustenta, sin embargo, en un profundo pesimismo sobre la naturaleza humana. Paradójicamente, fervientes creyentes cristianos, seguidores de las enseñanzas de Jesús, auténticos promotores de una vida guiada por valores morales sólidos son los que atribuyen al egoísmo individualista la naturaleza humana; y es, la pervertida izquierda, la que idealiza al humano como un ser solidario y con un potencial de bondad innato (tanto los jacobinos como los estalinistas presuponían la virtud humana).
De modo que, según la narrativa de derecha, el hombre es un animal egoísta y envidioso y si intenta construir un sistema político apelando a su bondad y altruismo, el resultado será la peor clase de Terror. Para ellos, los iconos históricos de la izquierda solo fueron figuras hipócritas que abrigaban una pretensión fría y egoísta por el poder. Es decir, que operaban bajo una radical racionalidad capitalista de cálculos utilitarios, pero se mostraban como humanistas. La única manera de ser honestos, según esta lógica cínica, es limitar intencionadamente la disposición altruista a sacrificar el propio bien por el bien de otros, conscientes de que la manera más efectiva de actuar en favor del bien común es seguir el egoísmo privado de cada cual.
Partiendo de este fundamento ideológico ampliamente aceptado, el populismo de la derecha moviliza atemorizando al pueblo en dos direcciones, aunque completamente contradictorias, complementarias en la operación de manipulación populista: primero, advirtiendo del peligro de intentar construir un mundo fundamentado en valores éticos como la cooperación y la solidaridad, una utopía imposible que sólo nos llevaría a un régimen totalitario. Y, segundo, avisando del avance de una “ideología” perversa que fomenta la degradación moral.
El gesto ideológico que triunfa, finalmente, es el de una naturalización y despolitización de las relaciones sociales de explotación de este modelo económico, que desplaza los debates al ámbito cultural, una esfera indiferente frente a las condiciones materiales de la población Una vez reducida la esfera económica a una “neutral” plataforma de distribución de bienes y servicios, despolitizada como un contenedor vacío “objetivo”, resulta inevitable no simplificar las políticas de ajuste fiscal como necesarias elecciones que deben tomarse si se espera mantener una higiene en las finanzas.
Esto conlleva a una naturalización despolitizada de la crisis y de las medidas regulatorias propuestas, y, es la razón, por la que estas medidas no son presentadas como decisiones basadas en alternativas políticas, sino como algo impuesto por una lógica económica neutral.
Una de las reclamaciones más comunes de la derecha colombiana, es que las propuestas que ellos denominan populistas, son tales, debido a que no son “realistas”: lo que en realidad quiere decir que pueden ir en contravía de las lógicas de concentración capitalista y por ello conducir a un caos (no se debe ignorar, sin embargo, la fracción de verdad inscrita en esta argumentación: al seguir dentro del sistema capitalista, violar en exceso sus reglas causa efectivamente colapsos económicos, puesto que el sistema obedece a su propia lógica pseudo-natural) Son las relaciones actuales de mercado las que sirven, en últimas, de telón de fondo de cualquier proyecto político y social que se proponga, por lo cual, si este no se ajusta a dichas limitaciones, jamás podrá llevarse a feliz término.
De modo que, el realismo pragmático que sostiene llevar el populismo de la derecha colombiana, con respecto a la necesidad de limitar los esfuerzos altruistas, tiene un límite: cuanto más penetra su programa en la sociedad, más se convierte en su opuesto. Su modesto rechazo de las utopías acaba en la imposición de su propia utopía del mercado, aquella que supuestamente se convertirá en realidad cuando nos sometamos por completo a los mecanismos “objetivos” del mercado.
Lo que pasa por alto el realismo neoliberal de la nueva derecha, sin embargo, es que si antes, los recortes financieros estaban limitados a periodos cortos y justificados con la promesa de que las cosas volverían a la normalidad pronto, estamos hoy en un periodo en el que la crisis se han vuelto una especie de estado económico de emergencia permanente, con la necesidad de todo tipo de medidas de austeridad (recorte de las prestaciones sociales, reducción de los servicios gratuitos de salud y educación, precarización laboral en aumento, etc.), una constante, una forma de vida, que deriva de las urgencias impuestas por el funcionamiento del sistema mismo, siempre al borde del colapso financiero. Razón por la que el populismo antipopulista debe reinventar constantemente a su “enemigo” externo, ajustando los matices que la coyuntura exija.
El populismo de derecha se ve obligado, entonces, a buscar apoyo en otra dimensión humana. La disputa ideológica se desplaza a temas culturales que nada tengan que ver con el libre fluir de los procesos económicos, la amenaza a la moral, la tradición, y las buenas costumbres se posiciona como el más visible estandarte de sus luchas.
Ahora bien, en la medida en que la tradición y la moral son, por constitución, colectivas, se vuelve incompatible defenderlas y, a su vez, defender una libertad individualista que desterritorializa cualquier obstáculo moral y legal que limite su avance (la pornografía, la prostitución, el mismo narcotráfico son negocios capitalistas en su máxima expresión); dos aspectos irreconciliables movilizan, desde sus esquinas opuestas, a partir del temor. El enemigo que se elija debe, entonces, encarnar esta contradicción: un corto circuito que para los fines populistas trae más ventajas que inconvenientes. La única manera de conciliar, en una misma causa, dos posiciones contradictorias, es a través del gesto fetichista de externalización.
[...] el fetichismo implica una falsa identificación tanto de la naturaleza del antagonismo como del enemigo: la lucha de clases se ve desplazada, por ejemplo, hacia la lucha contra los judíos, de manera que cuando explota el furor popular, se redirige, alejándolo de las relaciones capitalistas como tales, hacia un “complot judío”.Por ello, como afirmaba Zizek anteriormente, es en ese “ataque de impaciencia”, de “rehusarse a comprender pacientemente, una exasperación frente a la complejidad, y la consiguiente convicción de que debe haber alguien responsable de todo este desastre” donde, mediante el mecanismo del fetiche, reside el potencial movilizador del populismo
Ahí, en este rehusarse-a-saber, reside la dimensión propiamente fetichista del populismo. Eso quiere decir que, aunque a un nivel puramente formal el fetiche suponga un gesto de transferencia (al objeto fetiche), aquí este fetichismo funciona como una exacta inversión de la fórmula estándar de la transferencia (al sujeto que- se-supone-que sabe): lo que el fetiche encarna es precisamente mi denegación [ing. disavowal / fr. déni / al. Verleugnung] del conocimiento, mi rechazo a asumir subjetivamente lo que sé.
Aunque la derecha colombiana más radical ostente el discurso público de defensa de la moral y la tradición católica como estandarte de su identidad más visible, este espectáculo de indignaciones, que surgen esporádicamente según lo dicte la contingencia de la agenda legislativa o la coyuntura política (frente al matrimonio homosexual, frente al aborto, frente a una dudosa incursión del ejército, etc.), sólo enmascaran su auténtica posición de neoliberales indiferentes.
No logran percibir (o perciben en denegación) que, cuando combaten la disoluta y permisiva cultura liberal, combaten la necesaria consecuencia ideológica de la economía capitalista desatada, a la que ellos apoyan plena y apasionadamente. Se niegan a aceptar que, con el fin de sostener su reproducción expansiva, el mercado debe crear nuevas y nuevas demandas, de modo que al luchar contra la “decadencia” consumista en realidad se está combatiendo una tendencia que persiste en el núcleo mismo del capitalismo.
Por esto, la derecha colombiana no representa una regresión “reaccionaria” a los principios y tradiciones católicas, por el contrario, todo principio moral está para ellos supeditado al libre fluir de las lógicas “objetivas” del mercado (no existe la compasión por el humilde, ni solidaridad con el desfavorecido si la “crisis económica” es la que define la necesidad de austeridad del Estado); su individualismo pragmático-realista siempre se superpone a cualquier principio o tradición.
Con la naturalización del mercado (como principio “objetivo” que define la propia naturaleza humana) y su avance desterritorializador frente a cualquier principio moral, el único recurso que puede permitir desplazar la tensión inherente a esta contradicción entre moral cristiana y libre fluir del capital, es la fabricación de un enemigo concreto que encarnara las contradicciones de dicha tensión y desplaza su énfasis.
Cuando hace poco tiempo se dio en Colombia lo que algunos llamaron un “estallido social”, debido a la tensión insostenible producida por las lógicas dominantes inherentes a la misma formación social, indefectiblemente, la derecha acusó a algún agente externo a las propias condiciones de posibilidad de fraguar el complot: anarquistas internacionales, Rusia, el castrochavismo, el mismo Petro, etc.
“el populismo es fundamentalmente reactivo, una reacción a un intruso perturbador. En otras palabras, el populismo sigue siendo una versión de la política del miedo: moviliza las masas invocando el miedo al intruso corrupto”, señala Zizek en uno de sus textos.
Por esto es por lo que, Jacques Rancière define la “pospolítica” o “posdemocracia” como tipo específico de negación del acto político propiamente dicho.
La posdemocracia es el mecanismo actual que imposibilita el acto político en la medida en que lo reduce a un proceso impotente, atrapado en un juego de negociaciones de intereses particulares y administración de recursos públicos, en el que “se presupone que las partes ya están dadas y su comunidad constituida [...] reductible por lo tanto al mero juego de los dispositivos estatales y las armonizaciones de energías e intereses sociales”.
En esta, se afirma que deben aceptarse las buenas ideas sin ningún prejuicio, aplicarlas sean cuales fueren sus orígenes (ideológicos).
El pragmatismo realista que subyace a esta postura, le apuesta, entonces, sencillamente a las “ideas que den resultado”.
Esto es lo que diferencia a la política propiamente dicha de “la administración de las cuestiones sociales”, la cual acepta calladamente el marco de las relaciones sociopolíticas existentes: el acto de “intervención” política como tal, no es solo algo que da resultado dentro del marco de las relaciones existentes, sino algo que cambia el marco mismo que determina el funcionamiento de las cosas (la constelación (capitalista global) que determina que funcionen).
También se puede decir esto en los términos de la conocida definición de “La política como el arte de lo posible”: La Política auténtica es exactamente lo contrario, es decir, el arte de lo imposible, ya que cambia los parámetros mismos de lo que se considera “posible” en la constelación existente. (Žižek, 2001, p. 216)
Cuando esta dimensión de lo imposible es excluida efectivamente, lo político (el espacio de litigación en el cual los excluidos pueden protestar contra el agravio/la injusticia de la que se los hace objeto), revienta con violencia como nuevas formas de racismo y violencia irracional:
Jacques Ranciere se refirió cáusticamente a la “mala sorpresa” que espera a los ideólogos posmodernistas del “fin de la política” [...]. Ahora que dejamos atrás –de acuerdo con la ideología oficial– las pasiones políticas “inmaduras” (el régimen de lo político, es decir, la lucha de clases y otros antagonismos pasados de moda) para dar paso a un universo postideológico pragmático maduro, de administración racional y consensos negociados, a un universo libre de impulsos utópicos en el que la administración desapasionada de los asuntos sociales va de la mano de un hedonismo estetizante (el pluralismo de las “formas de vida”), en ese preciso momento lo político forcluido está celebrando su retorno triunfal en la forma más arcaica: bajo la forma del odio racista, puro, incólume hacia el Otro, lo cual hace que la actitud tolerante racional sea absolutamente impotente.
Este racismo neoconservador surge como la consecuencia final de la suspensión pospolítica de lo político, la transformación del Estado en un mero agente de policía al servicio de las necesidades de las fuerzas del mercado y la seguridad de los bienes privados. Cínicamente, la derecha acusa a la izquierda de fomentar el odio (de clase), pero, según la experiencia, el modo en que se descalifica y se degrada a un partidario de la izquierda, solo tiene como propósito su deshumanización para hacer posible una eliminación sin culpa.