Hace algún tiempo un tío me comentó que necesitaba una mujer en su vida. Me pregunto por qué no ha logrado establecer una relación seria si es una persona muy sociable, fraternal y con un gran cariño hacia cada miembro de la familia. Parece algo afligido. Ocupa varias noches de su semana navegando en redes sociales, pero a pesar de interactuar con varias mujeres no logra concretar nada. A todas les asocia un aspecto negativo que impide florecer una posible relación. Me aseguró que hoy las mujeres están abusando de los hombres de forma insolente, gracias al nuevo empoderamiento que han conseguido por cuenta del feminismo, aunque también se cuestiona sobre si él se ha convertido en una persona muy complicada al momento de elegir pareja. Ahora es un soltero que bordea los 50, pero alguna vez compartió su vida con una compañera con la que tuvo dos hijos. Luego de la separación tuvo un “desliz” y engendró otro hijo con una mujer de la que no tiene un buen concepto. Su manera de hablar refleja soledad, al igual que algo de abatimiento por sus varios fracasos sentimentales. No obstante, considero que es optimista, quizá alguien interesante esté solo a un clic de distancia.
Muchos y muchas se podrían identificar con el ejemplo anterior. En el pasado tuvieron una unión libre o un matrimonio que se consumó en hijos, para luego concluir en un gran fiasco, siendo arrojados a una soledad no buscada y persistente. ¿Qué es lo que sucede con las relaciones amorosas? Las estadísticas informan que las rupturas amorosas se han incrementado. ¿Será solo un enfoque pesimista o de verdad las relaciones de toda una vida ya no tienen cabida en el mundo actual? Respondiendo con celeridad, tal vez en las décadas pasadas las relaciones duraban toda la vida porque tenían un carácter de dominancia masculina-sumisión femenina y estaban atravesadas por un componente moral-religioso muy fuerte. Aspectos que hoy en día son puestos en tela de juicio. Pero alrededor de la aparente soledad actual hay muchas más circunstancias.
En Occidente y países occidentalizados nuestras vidas se conforman por peldaños que debemos escalar: pasar por el colegio, graduarnos como profesionales, realizar un posgrado, entrar en el mundo laboral, conseguir un empleo mejor remunerado que el anterior, conformar una familia, vivir cómodamente y, por último, morir. ¿En esta línea de ensamblaje vitalicia hay lugar para el amor duradero? ¿O por el contrario el resultado más factible será la soledad? La vida actual, con recursos y oportunidades sin precedentes en la historia de la humanidad, es lo mejor que nos ha podido pasar a las personas que experimentamos el siglo XXI, pero ¿será lo mejor para nosotros como seres humanos? Habría que replantear esta vida escalonada desde su inicio. ¿De verdad lo mejor que podemos hacer por el futuro de nuestros hijos es embutirles educación de calidad en un colegio? Toda esta serie de preguntas me hace recordar una de las escenas finales de Boyhood, en donde, Olivia Evans (Patricia Arquette), al presenciar la partida inminente de su segundo hijo a la universidad (él mismo se cuestiona sobre esa decisión), cae en cuenta de sopetón que, a pesar de ascender académica y socialmente, los mejores años de su vida se le esfumaron entre divorcios, la maestría y la crianza de sus hijos, sin conseguir nada verdaderamente trascendental, y lo último que le resta es morir sola. De qué sirve una exuberancia de estudios y un estatus si al final no logramos conseguir lo más importante en la vida.
La infinita abundancia de la actualidad ha dado pie a que el mundo cibernético avance a ritmos insólitos. En sus inicios era más bien un aspecto auxiliar en los vínculos humanos. No obstante, cada vez más adquiere el carácter de superlativo frente al mundo real. Muchos ámbitos de la vida cotidiana parecen estar emigrando y redefiniéndose en el entorno virtual. La omnipresencia en las plataformas digitales al parecer la pagamos caro. La abstracción cada vez más gana terreno frente a las interacciones físicas, autoinduciéndonos a la soledad. Es probable que ya muchos subvaloren estas interacciones y prevalezcan lo virtual. De hecho, algunos efectos ya se están identificando; se nos ha informado que la utilización excesiva de las redes sociales incita el narcisismo, ya que las personas exigen todo tipo de reconocimientos por parte de conocidos y extraños, haciéndolas pensar que su estilo de vida es digno de presumir y envidiar.
Pero esto solo es la punta del iceberg. Por ejemplo, dentro del mundo de los gamers es bien conocido el videojuego en línea “Second Life”, en el cual cada usuario desde su ordenador controla un avatar en un ambiente tridimensional computarizado, en donde habitan millones de otros avatares controlados por usuarios de todo el mundo. El videojuego no tiene inicio, ni reinicio, ni fin; transcurre en un presente perpetuo. Entre avatares se conforman relaciones y roles familiares, fraternales y laborales. Sin embargo, este ambiente tiene una naturaleza sórdida, debido a que los avatares pueden quebrantar sin remordimiento preceptos sociales inviolables en el mundo real: hay venta de drogas, incestos orgiásticos, violaciones e incluso homicidios. Poniendo a un lado los aspectos siniestros, para los jugadores acérrimos el videojuego podría representar una especie de escape a un entorno en donde logran vivir bajo sus propios términos, y así, olvidar por momentos lo agobiante y cruel que puede llegar a ser el mundo real. Muchos pensarán que “Second Life” sólo es una extravagancia quimérica de introvertidos, pero lo que sí es bastante verdadero son los sentimientos que pueden surgir entre los usuarios, teniendo de intermediarios a los avatares.
Tal vez en un futuro cercano experimentemos vivencias similares a las del solitario Theodore Twombly (Joaquin Phoenix), personaje principal en la película Her, el cual termina enamorándose de un software con inteligencia artificial, autodenominado Samantha (Scarlett Johansson). Dicho filme me dejó muy pensativo ¿Sería muy cuestionable tener pasiones (del tipo que sean) hacia entidades virtuales? ¿El amor sólo puede existir en el plano físico? De ser así, ¿El amor tiene que involucrar únicamente humanos? Muchos responderían a las preguntas anteriores con un rotundo “sí”. Pero, ¿acaso el amor de Theodore hacia Samantha no era sincero? ¿Acaso el amor de un usuario hipotético de “Second Life” hacia sus hijos avatares no es verdadero para él? Si fuera objetofìlico ¿lo único verdadero para mí –así todos insistieran en lo contrario- no sería mi amor hacia, no sé, mi bicicleta? ¿Por qué los sentimientos sólo pueden considerarse auténticos si involucran personas de carne y hueso? ¿Con total certeza, es de inestables mentales salirse de ese patrón? Es confuso, por decirlo menos. Aparentemente, la soledad física se acrecienta, mientras los lazos afectivos atraviesan el ciberespacio.
Un ejemplo que sirve para ilustrar todo lo expuesto es el país del sol naciente. En Japón las relaciones humanas se están modificando de manera notoria y masiva. Según el documental El imperio de los sinsexo, casi un tercio de los japoneses ha dejado tener sexo, entretanto la población restante lo practica con la frecuencia más baja del mundo. Como resultado la tasa de natalidad está descendiendo. La situación es tal, que se venden más pañales para ancianos que para bebes. La población se hace cada vez más vieja y no hay personas jóvenes que les reemplacen sus puestos de trabajo. Japón podría perder población por millones en las próximas décadas de continuar este fenómeno, que observándolo desde la lejanía, me parece favorable para un planeta sobrepoblado y unos ecosistemas al límite. Lo paradójico en el asunto es que en Japón la industria sexual es un boyante sector económico.
Las japonesas han logrado ingresar al mundo laboral de forma contundente. Ellas ahora tienen un alto poder adquisitivo, obteniendo un rol más predominante en la sociedad. Esto ha conllevado a un cambio de mentalidad de su parte. Las mujeres no están interesadas en conformar relaciones, ya que lo ven como algo obligado, exigente y complicado. Prefieren enfocarse en ellas mismas y sólo establecer interacciones superficiales pagas de una sola noche, y claro, no sexuales. Por otra parte, los hombres, que en las relaciones de antaño tenían un papel de superioridad, quedaron relegados y sin autoridad. No saben muy bien cómo manejar una relación. No quieren poner nada de su parte en el fortalecimiento de la pareja. Desconocen qué es la seducción o el romanticismo. En otras palabras, no se comprometen en ningún aspecto de la relación. De ahí que la disculpa nacional de los hombres para no tener sexo es afirmar que “están cansados”. Al no entenderse con las mujeres, la solución ha sido satisfacer sus impulsos por medio del sexo mecánico, industrial y por encargo. En Japón, cada matiz del amor y el erotismo es capitalizado, tecnologizado y puesto a la disposición del hombre solitario, para que sin ningún esfuerzo termine complacido. En Tokio, por ejemplo, es posible encerrarse en pequeñas salas de cine privadas para mirar pornografía hentai y masturbarse, pagar por acariciar gatos, tener sexo con muñecas humanoides, ser atendido por una mucama que te acaricia el pelo, te limpia los oídos y asume tus fetiches deseados. Entre hombres y mujeres no hay comunicación. Cada género está decepcionado con su contraparte. La situación se vuelve más compleja, ya que han surgidos tribus urbanas de jóvenes acomodados que repudian el amor, demuestran un marcado egocentrismo y glorifican la soledad. Según ellos, tener pareja es anticuado, mientras que la soledad garantiza la total libertad.
En Japón el cambio de roles de género, la exaltación a la individualidad y el desarrollo tecnológico están echando por la borda las concepciones establecidas sobre las interacciones humanas. Con el mundo sumido en una globalización abrumadora ¿no será cuestión de tiempo para qué los comportamientos de los japoneses se vuelvan mundiales? Es innegable que el mundo contemporáneo nos da la posibilidad de hacer todo solos, volviendo complicado entablar relaciones duraderas. Los sentimientos se pueden estar desplazando a otros ámbitos que no entendemos del todo, porque aún se impone un paradigma de interacciones tangibles y humanas que propician nuestra cercanía afectiva.
Por ejemplo, en la actualidad uno de los aspectos con los que se asocia la tenencia de mascotas es la soltería. Puede ser así, pero no necesariamente sea sinónimo de soledad como muchos creen, sino tal vez un lazo afectivo trasladado a una relación no del todo humana (sin incluir el sexo). Es posible entonces, que en un futuro no muy lejano se generalice las relaciones de todo tipo: con avatares, robots, sistemas operativos. O sencillamente, se pase por la vida entre interacciones humanas esporádicas sin ataduras y objetos masturbatorios. Considero que uno de los objetivos primordiales en la vida es intentar ser feliz y compartir dicho sentimiento con los allegados, y si el próximo paradigma afectivo cumple con ese objetivo (partiendo de que el significado de “allegado” se redefiniría), habrá que respetarles ese derecho a las personas del futuro.
Creo que viene al caso mencionar un estudio realizado por un grupo de investigadores de la University College of London (UCL) que lograron crear una formula matemática para determinar felicidad de una persona. De manera resumida, la ecuación consiste en una relación entre las recompensas y expectativas de nuestras decisiones, para así, cuantificar el nivel de felicidad de alguien en un momento dado. Los resultados han despertado el interés de científicos alrededor de todo el mundo. Lo importante a destacar es que la investigación refuerza la idea de que, si tengo pocas expectativas no tendré una gran decepción, pero si los resultados superan lo esperado, la felicidad se hará presente en mi vida. El mainstream nos arrastra hacia la materialidad, el individualismo, el hedonismo y el consumismo. Vivir en esta vida prefabricada parece traducirse en resultados no satisfechos en muchos ámbitos, incluidos la búsqueda de pareja o convivir con una. Cada persona está ensimismada y sólo busca imponer sus propias condiciones. Estamos desilusionados del otro y no le concedemos segundas oportunidades. Esta misma lógica nos conduce a buscar opciones sentimentales en entornos inconvencionales y cuestionados, pero que se acoplan de manera más acorde con nuestras aceleradas vidas. Los resultados de estas exploraciones afectivas parecen ser muy gratificantes. Encontramos el amor.
Quizá ese fenómeno actual que llamamos soledad ni siquiera exista. Tampoco creo que el amor este mutando en formas deplorables. El amor sigue siendo el mismo; lo que ha cambiado con la contemporaneidad son los individuos que se profesan amor entre sí. Las relaciones afectivas existen en nuevas dimensiones que aún son incomprensibles y enigmáticas.
Si nos dirigimos a ese camino, debo decir que extrañaré las relaciones convencionales. No creo que se pueda reemplazar el éxtasis de la fusión de cuerpos que existe en el sexo presencial. O para no ponerme lascivo, no habrá como sentarse a hablar pendejadas con un amig un sábado por la noche en cualquier esquina de mala muerte.