A mediados de los ochenta, cuando Gabriel García Márquez escribía El amor en los tiempos del cólera, probablemente nunca se imaginó que en el inicio de la segunda década del siglo XXI otra despiadada pandemia tendría devastada a la humanidad, lo que me ha motivado a reencontrarme con esta obra maestra de la literatura —que tanto delirios de romanticismo me suscitó en la adolescencia— para revisar las casi cuarenta menciones de la palabra “cólera”, que me permita hacer un paralelo entre esa pandemia de hace más de cien años, con este renovado y desafiante coronavirus, incluidas las coincidencias y diferencias de lo que García Márquez ha denominado “los amores contrariados”.
A nuestro inmejorable personal médico —que le ha tocado trabajar sin las herramientas necesarias y soportando a una turba ignorante que los señala erróneamente como portadores del virus— les cito como homenaje estas líneas en una de las primeras páginas de la mencionada obra: “Apenas terminados sus estudios de especialización en Francia, el Doctor juvenal Urbino se dio a conocer en el país por haber conjurado a tiempo, con métodos novedosos y drásticos, la última epidemia de cólera morbo que padeció la provincia”.
Y si alguno no sabe a ciencia cierta si tiene los síntomas del coronavirus o los de un rompimiento sentimental, la magistral creación aclara que “la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera… tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los sudores pálidos de los moribundos… Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte… para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera”.
Para asombro de la epidemióloga casanareña Farley Barrera, Gabo cuenta que “desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente”, pero que el Doctor Juvenal Urbino detuvo cuando “tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería decretar la ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada cuarto de hora: —Economice esa pólvora para cuando vengan los liberales— le dijo de buen talante. —Ya no estamos en la Edad Media”.
No era para menos: el Doctor Juvenal Urbino “fue alumno del epidemiólogo más destacado de su tiempo y creador de los cordones sanitarios, el profesor Adrien Proust, padre del grande novelista”, hasta tal punto que “al término del año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor sanitario del doctor Juvenal Urbino… había hecho posible el prodigio… La alarma sirvió para que las advertencias del doctor Juvenal Urbino fueran atendidas con más seriedad… Se impuso la cátedra obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de Medicina, y se entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado distante del muladar”.
El coronavirus a medida que se transmite se estaría debilitando —como lo han venido señalando científicos de la Universidad de Arizona— pero lo sorprendente es que este fenómeno también es señalado en El amor de los tiempos del cólera: el cólera “cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias”, que esperemos esto último no suceda con las autoridades, en el sentido de no poder revelar el número real de colombianos infectados con el virus, dado que las pruebas seguirían siendo incipientes para conocer la dimensión de esta tragedia, que coincide cuando Gabo cuenta además que “a fin y al cabo cualquiera sabía que los tiempos del cólera no habían terminado, a pesar de las cuentas alegres de las autoridades sanitarias”.
A los 14 años, el hermano de mi mamá —el conocido restaurador, arquitecto y catedrático de Tunja, Luis Augusto Niño Varela— me regaló en navidad un ejemplar de la primera edición de El amor en los tiempos del cólera, sin sospechar siquiera el tremendo impacto que tendría por el resto de mi vida, la primera obra que escribió García Márquez después de ganar el premio Nobel de Literatura, en donde se aparta del realismo mágico para construir una apasionante novela de corte realista, con un lenguaje claro y directo más una apasionante línea argumental —en donde sale a flote la extraordinaria capacidad de García Márquez como periodista— que a mi manera de ver se desarrolla en cualquier población de Europa a orillas del mar, preferiblemente bajo el oleaje del Mediterráneo, estando impregnado a la vez del ambiente caribeño en la Ciudad Heroica.
El amor entre el telegrafista Florentino Ariza y la joven virgen Fermina Daza no es más que la disculpa del genio de Aracataca para plasmar cientos de vivencias y reflexiones, en donde nunca falta lo minucioso y anecdótico de cada situación, como cuando cuenta que en el Hospital de la Misericordia “se empecinaba en sus supersticiones atávicas, como la de poner las patas de las camas en potes con agua para impedir que se subieran las enfermedades, o la de exigir ropa de etiqueta y guantes de gamuza en la sala de cirugía, porque se daba por sentado que la elegancia era una condición esencial de la asepsia”, que cierto día le leí a la médica de Paz de Ariporo Edna Ortiz, quien no dudó en calificar a García Márquez como sencillamente “inmortal”, coincidiendo en que El amor en los tiempos de Cólera es el más noble y altruista homenaje a los galenos colombianos.
La seriedad con la que se debe tomar la actual cuarentena se ve reflejada en la última escena de El amor en los tiempos del cólera, cuando los ahora ancianos Florentino Ariza y Fermina Daza le piden al capitán del Nueva Fidelidad —el buque de vapor en el que viajaban por el río Magdalena— que emitiera la falsa alarma del cólera para que pudieran compartir solos y sin testigos su amor en el ocaso de sus vidas:
El Nueva Fidelidad zarpó al amanecer del día siguiente, sin carga ni pasajeros, y con la bandera amarilla del cólera flotando de júbilo en el asta mayor…
—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?— le preguntó (el capitán)
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida— dijo.
Coletilla. La actual cuarentena ha sido un espacio ideal para que dos grandes amigos se encontraran y vivieran intensamente el “milagro del amor” con sus respectivas “medias naranjas” –superando los “amores contrariados” del pasado y estando en aislamiento preventivo como Florentino Ariza y Fermina Daza en el buque El nueva fidelidad—, lo que los tiene completamente dichosos con ese súbito pero fantástico “canto de sirenas”.
Un caso es el del talentoso abogado Julián Forero —asesor jurídico de la Unidad de Trabajo Legislativo del Representante José Vicente Carreño— quien día a día construye en Bogotá una relación con una excepcional mujer de Arauca. El otro es el del piloto casanareño Óscar Mario Galeano, quien la cuarentena lo tomó de manera coincidencial en la ciudad de Yopal, cuando unas semanas antes lo contacté por unos asuntos de trabajo con una futura abogada, sin imaginarme que Cupido se encargaría de hacer su papel, ya que hace unos días me llamaron entusiastas para revelarme que están pensando en la posibilidad de construir una vida juntos. Amén.