El amargo sabor del dulce

El amargo sabor del dulce

La vida de Mónica se vino a pique el día que se enteró que tenía diabetes, una enfermedad que rondó a su familia, sin saber que la solución siempre estuvo en sus manos

Por: María Isabel Gonzalez
marzo 05, 2019
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El amargo sabor del dulce

Corría el año de 2004, el clima anunciaba los vientos de agosto y Mónica sabía bien que, si no tomaba su medicina a tiempo, posiblemente iba a tener complicaciones de salud como su hermano Agapito o su hermana mayor Carmelita, que murió cinco años después a causa de un coma diabético. Ella no salía de su asombro pues no sentía ningún síntoma que le indicara que aquel monstruo al que tanto le temía le iba a acompañar por el resto de su vida.

Absorta en sus pensamientos, recostada en una vieja mecedora color café y con la ligera esperanza de que la doctora Karina, hija de un antiguo médico del pueblo y quien se estrenaba haciendo ahora su rural, se hubiera equivocado al diagnosticarle una diabetes. Escuchó de pronto las campanas de la iglesia que anunciaban el mediodía al tiempo que las ramas del viejo mango que su esposo había sembrado 26 años atrás, tres días antes de morir, rozaban fuertemente sobre su deteriorado techo de zinc. Su angustia se hizo mayor cuando recordó las recomendaciones de la doctora Karina en torno a su alimentación. Ella como cabeza de familia, con dos hijos que no llegaban aún a los diez años y sin un empleo estable pensaba que la diabetes era una enfermedad de ricos. Aunque la doctora le dijo que debía comer frutas y verduras, en su cocina solo había sopa de pasta que le había sobrado del desayuno y un arroz con pollo que su vecina le había traído de la fiesta del día anterior.

Cerca de las tres de la tarde con su vestido de flores azules, su cabello recogido, mojado y una loción que impregnaba el ambiente en fragancia de jazmín, se dirigió nuevamente al dispensario donde tenían entregarle el medicamento que la tarde anterior no había llegado. Ese día tampoco estaba. Su corazón se llenó de angustia y se sentía impotente. Mónica había puesto todas sus esperanzas en un programa que la doctora Karina le había anunciado que iba a empezar en dos meses con el fin de ayudar a personas con tensión alta o problemas de azúcar, que los pueden llevar a trombosis e incluso a perder partes de su cuerpo.

El 6 de septiembre Mónica volvió al hospital. Cumplió con la dieta, pero no hacía ejercicio. Lo único que ella quería era empezar el tal programa que tanto le habían prometido.

La tarde del 10 de octubre Mónica estaba a expectativa con otras personas que estaban en la misma situación.

De un rincón que más parece cuarto de san Alejo que un consultorio apareció una mujer de estatura bajita, con sonrisa amplia y ojos brillantes que les dio la bienvenida y les dijo “todo va a salir bien, aquí vamos a trabajar de corazón por su corazón.

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Desde ese momento la vida de Mónica, de la enfermera y de las otras seis personas cambió para siempre. El programa donde le tomaban la tensión arterial, media su nivel de azúcar y le daban educación funcionaba todos los días y si a alguno se le olvidaba la cita, la enfermera no veía problema en atenderlo, como la doctora le había prometido. Al cabo de un mes, se creó el club de hipertensos integrado por aquellos pacientes que le apostaban a una mejoría por medio del estilo de vida saludable, poco a poco se convirtió en un ejemplo para el Caquetá.

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Las ganas de recuperarse los llevó a construir un riguroso cronograma de salida a hacer ejercicio, a Mónica ya no le costaba trabajo ir a caminar. Ahora esperaba con anhelo que llegara el viernes para encontrarse con ese grupo de amigos que más bien era una familia de la mano de una gran mujer, que cuando alguno no iba a la rutina, iba a buscarlo a la casa para ver qué sucedía o cómo estaba.

Isabelita, como la llaman cariñosamente los pacientes, se convirtió en la guía, en la esperanza, en el sol de cada mañana, en la luz al final del túnel de un puñado de hombres y mujeres para quienes la vida ya no tenía sentido.

A las jornadas de actividad física asistían pacientes con enfermedades crónicas no trasmisibles como tensión alta, diabetes, colesterol, triglicéridos y hasta uno que otro renal.

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De esta manera la vida de Mónica y los demás fue dando un giro, vinieron paseos al Huila, recorrieron todo el Caquetá, su estilo de vida saludable les permitió crear una comparsa folclórica para participar en las fiestas sanpedrinas, Obteniendo el reconocimiento de grandes y chicos y lo más importante, de sus hijos a quienes les costaba trabajo creer que ellos pudieran hacer algo. Su fama iba creciendo y Juan Mauricio Trujillo el instructor de danza de la casa de la cultura de Doncello, un pequeño pueblo ubicado al norte del Caquetá,  propuso una escuela de formación en danzas a lo que sin pereza dijeron que sí. Para ese momento el club de caminantes hipertensos ya lo acompañaban 36 personas cada semana para recibir clases de danza. En poco tiempo, Mauricio, Isabelita y los pacientes habían creado un nuevo grupo de baile conformado por ellos y que  presentaba al adulto en actos culturales.

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Así Mónica comprendió que la diabetes no es cosa de ricos, que se puede comer sano y económico, que caminar es uno de los grandes placeres de la vida y que sólo basta la actitud, las ganas, y una persona que crea en la vida para que lleguemos lejos, que no se trata de tener una vida llena de años sino unos años llenos de vida, siempre de la mano de Dios como dice isabelita.

 

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