Cuando el farmaceuta Cyrenius Chapin Bristol creó el almanaque que hace honor a su apellido y a lo pintoresco de conjugar fases lunares con diversos consejos para el hogar, recetas y promocionar su jarabe tónico de zarzaparrilla, no pensó que esta publicación trascendería las fronteras de su pueblo, que marcaría a más de siete generaciones en diversos países y que mantendría en sus 183 años de publicación continua, su efigie como portada; portada que reposa sobre un fondo naranja intenso que hoy decora gran parte de las aceras del centro de Bogotá.
Muchos citadinos fruncen el ceño al ver al vociferante vendedor ambulante ofrecer los secretos que guardan esas páginas pobremente mimbreteadas y se preguntan si todavía hay gente que cree en tamaña superchería. Mi madre, campesina de Angelópolis Antioquia, recuerda a sus setenta años que el almanaque fue, mientras vivió en el campo, un artículo indispensable que concentraba todo lo que un campesino debía saber en su momento: las lunas para calcular los cortes de cabello, la podada de los jardines, los ritmos de siembra y recolección, los día del año y sus respectivos santos, uno que otro chiste y datos curiosos para descrestar en alguna conversación. Campesinos de zonas ribereñas lo utilizan todavía hoy para conocer los ciclos de las mareas y el tiempo, para la navegación y la pesca, y todos, pese a que santos y adivinación no siempre conjugan, para averiguar que les depara el amor, la fortuna y la salud en las siempre inciertas predicciones zodiacales. Todo aquel que se llame Zacarías, Segismundo, Eduviges o Saturno, son los sobrevivientes de la tradición de usar el almanaque para escoger el nombre del recién nacido entre las opciones correspondientes con el día de nacimiento, antes que la televisión, las telenovelas, los reinados y el fútbol lo reemplazaran en estos menesteres.
En el almanaque 2015 datos como que el pasatiempo del Dalai Lama en el Tibet es reparar relojes mecánicos o que existen 22.000 especies de hormigas, se mezclan con la publicidad de El agua de florida de Murray y Lanman, publicitada como el aroma que por más de un siglo “refresca la piel y crea un ambiente alegre y amable”, el Tricófero de Barry que combate la calvicie y “sólo unas cuantas gotas diarias ayuda a mantener el saludable brillo de su cabello” o el jabón Reuter que “embellece positivamente”. Todos productos de la firma Lanman & Kemp-Barcalay & Co se promocionan desde 1959 en el almanaque, año en que esta firma comprara sus derechos y lo difundieran en EEUU y varios países de Hispanoamérica y le abrieran las puertas para hoy codearse por antigüedad y por sobrepasar en el número de lecturas, con el American Journal of Science Magazine, el magazine que encabeza la lista de las publicaciones más antiguas con 197 años de publicación periódica.
Y es que el almanaque Bristol no está alejado de la ciencia. Más allá que hubiera sido utilizado como herramienta científica para la defensa de Laura Moreno en el famoso caso Colmenares para probar que el día de la muerte de Luís Andrés en Bogotá arreciaban lluvias; la observación y la comprobación empleada por campesinos a lo largo del tiempo, ha hecho que este almanaque -que reúne lo sagrado y lo profano- permanezca hoy en el recuerdo de muchos colombianos y en el uso de muchos más, si tenemos en cuenta que el informe nacional de desarrollo humano del PNUD reafirmó científicamente lo que hemos sabido durante siglos: que Colombia es un país mayoritariamente rural. En ese mundo rural y bajo la pluma de Gabriel García Márquez, el almanaque Bristol fue inmortalizado como cura para la irremediable calvicie y como pronóstico infalible de acontecimientos meteorológicos y políticos.
En El amor en los tiempos del cólera huyendo de la calvicie y de la vejez que lo pudieran separar de Fermina Daza, Florentino Ariza se aprendió las instrucciones del almanaque Bristol para la agricultura luego de escuchar que el crecimiento del cabello se asociaba directamente con los ciclos de las cosechas y cambió su peluquero de antaño por un foráneo –que resultó siendo un prófugo violador antillano- que cortaba el cabello cuando la luna estaba en cuarto creciente.
La Hojarasca llegó un día a Macondo y tras ella, diversas poblaciones e intereses que se tradujeron después en años de explotación laboral y en masacres obreras. Estos sucesos tenían la fatalidad de las predicciones meteorológicas del Almanaque Pintoresco Bristol, pues como lo manifestó el viudo de Rebeca: “lo que venía después [de la hojarasca] estaba más allá de nuestras fuerzas, era como los fenómenos atmosféricos anunciados en el almanaque, que han de cumplirse fatalmente”.
Así mismo, Cachorro, a quién el pueblo de Macondo conoció desde su infancia cazando pájaros y en su adolescencia fue a la guerra y cansado de tanta muerte dejó las armas y volvió al pueblo para entregarle, desde el púlpito, su vida a Dios. Por su pasado sangriento, el redimido párroco prefirió orientar al pueblo no con los evangelios sino con las predicciones atmosféricas de El Pintoresco Almanaque Bristol, ya porque sabía que “el pueblo no respeta a los veteranos por lo mismo que respeta a los sacerdotes”, ya porque en su conocimiento del mundo y de la guerra, supo que estos datos meteorológicos son más fiables para predecir los descontentos sociales y los fenómenos de violencia, como los sucedidos a inicios del siglo XX en las bananeras macondianas, -en tanto, me imagino que en su momento sabía-, los datos meteorológicos son anualmente actualizados para cada país por el Observatorio Naval de los EEUU.
Y pese a que estas historias tienen una buena dosis de antigüedad, sobre los usos que actualmente tiene el almanaque me alertó don Eusebio, reconocido como una de las personas que más conoce el comportamiento del río y del mar en la cuenca del Bajo Baudó, lugar donde el río se une con el océano pacífico. Al preguntarle sobre las maderas para hacer canoas -único transporte que la población pobre tiene en tanto no puede acceder a los altos costos de combustible que implica pagar una lancha con motor fuera de borda, ni existen carreteras distintas a las fluviales- me enseñó que el encuentro del río Baudó con el océano pacífico, aunque permanente, no es siempre igual; que en luna llena hay alta mar, que en luna menguante el nivel del agua es menor y que esto ha marcado los ritmos del río, de la cultura local y de la navegación mucho antes que llegaran las guerrillas, los paramilitares, los Rastrojos y Gaitanistas a la cuenca a imponer otros ritmos.
También me enseñó que en luna llena no se caza animales de monte, que las plantas duermen después de las cinco de la tarde, que en luna llena se afina la marimba y que en el cuarto menguante se corta el caimito, la ceiba amarilla y otros árboles para que en las canoas o viviendas, según el uso, la madera no se astille y perdure. Todo esto para concluir: “En las ciudades la gente se olvidó de mirar para el cielo, de conocer la luna, se olvidaron de los ritmos de la naturaleza. La gente se olvidó que hay momentos para el corte de madera, para la caza y hasta para enamorar, si usted no enamora en la luna adecuada, no funciona”.
De los olvidos de la luna y la enseñanza del almanaque y su experiencia en la región como base de consulta, pasó directamente al tema político, a hablar de la no respuesta de la naturaleza ante las diversas fumigaciones con glifosato y a comentarme que si en la cuenca del Baudó se explotara oro, como sí ocurre en la cuenca de los ríos Atrato y San Juan, la población estaría hoy más disminuida y más ausente, porque los ritmos de la guerra que poco se conjugan con la vitalidad de las fases de la luna. Estas reflexiones me llevaron a pensar, parafraseando a Gabriel García Márquez, que en el territorio chocoano, la hojarasca permanece como permaneció en Macondo hasta que la compañía bananera se llevó lo saqueado y destruido y dejó la desazón. La gran diferencia es que en este Macondo rural olvidado, rutas fluviales y marítimas conectan este mundo de ritmos lunares y míticos con los ritmos de la extracción y acumulación del capital; las compañías e intereses económicos de diversos actores armados y no armados, legales e ilegales permanecen ante la riqueza regional en oro, madera, cultivos de usos ilícito y la mirada consensuada o desenfocada de quienes gobiernan local y nacionalmente.
En el marco de este panorama, hoy la gente en el Baudó sigue utilizando las predicciones meteorológicas del Pintoresco Almanaque Bristol para leer las mareas, y las predicciones astrales, para intentar adivinar los ritmos de las cosechas y de los caprichos humanos. Mientras esto pasa, en las ciudades seguimos mirando rectángulos naranja en las aceras, quejándonos del frío capitalino en la luna llena y mirando, sin comprender, los ritmos propicios para que el amor, como la madera, no se astille.