Diego Maradona no fue el mismo desde el mundial de Rusia. En ese partido en el que Argentina ganó en el último minuto a Nigeria, el más grande de todos los tiempos se veía desencajado, histérico, desfigurado. Un médico lo atendió en el palco. El mundo quedó aterrado. A partir de ahí Diego fue tratado, medicado y los excesos en pastillas se notaba en su hablar cansado, su incoherencia. Y luego vino el manoseo. Diego no estaba para seguir soportando la presión de ser el mejor, de las cámaras, de los cotilleos.
Dirigir Gimnasia y Esgrima fue su consuelo. Venía de ser entrenador con Dorados de Sinaloa en donde estuvo a punto de ascender a primera. Era un motivador único. Por eso fue contratado por el equipo de La Plata. Era ovacionado, querido, pero perder a sus papás fue un hueco que nunca pudo llenar. Luego vino la pandemia. Fuentes cercanas al Dios del Fútbol afirman que el no estar en contacto con sus jugadores, el no hablar en los camerinos, le afectó anímicamente. El aislamiento lo sofocó. En su casa en Tigre y en su apartamento en Villa Devoto volvieron a aparecer los viejos fantasmas que lo atormentaban. Claudia, su esposa, era el polo a tierra. Una vez la perdió quedó expuesto a amigos devastadores. Diego elegía a sus amigos. Para olvidar los dolores estaban las pastillas, la cocaína. La rumba era diaria. El aislamiento significó una depresión que sólo lo ahogaban los excesos. Sus hijas, su familia intentaron rescatarlo, pero nadie podía salvar a Diego del Mundo Maradona.
El 30 de octubre pasado, el día de su cumpleaños número 60, fue operado. Pidió que su recuperación fuera en su casa de la localidad de Tigre. Allí le contó a sus amigos más cercanos que, mientras estuvo sedado en la operación, había soñado que volvía a visitar a sus padres. El saber que fue sólo un sueño lo deprimió aún más. Ya no lo motivaba nada. La pandemia terminó de minar su ánimo. Un infarto lo aniquiló al mediodía del miércoles 25 de noviembre del 2020.
A los 60 años se fue el más grande.