El admirable vendedor de mangos

El admirable vendedor de mangos

Con una sonrisa recorre los colegios de Valledupar, donde se encuentra su clientela. Con lo que gana, paga los gastos de su casa, la universidad de su hija y vive dignamente

Por: WLADIMIR PINO SANJUR
abril 02, 2019
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El admirable vendedor de mangos
Foto: Mario Carvajal - CC BY 2.0

Tiene grabado el sonido de los timbres de los colegios. Los identifica de tal manera que puede saber cuál institución es con solo escucharlos. El primer timbre que oye es el del Colegio Femenino. Luego, el del Ebenecer, la Sagrada Familia, el Carmelo, la Sagrada Familia nuevamente y, por último, el del Colegio Bilingüe. Los niños a toda carrera se apilan en masa contra la reja de la institución con el billete de $2.000, alargándolo por las claras de la pared gritando al unísono: “Un mango, señor Henry, un mango, un mango", " yo lo di primero, yo se lo pedí desde temprano”.

Todos ignoran que este ensombrerado hombre modesto, que lleva camisa manga larga para protegerse del sol, se levantó mucho más temprano que ellos. También, que en la soledad de la carrera 21, a las 4 de la mañana, acompañado de su propia voz entonando un canción del cacique “con calma y paciencia también se llega, al fin de la meta si uno es constante", desgajaba un árbol de mango para poder llevar este agradable aperitivo a la mano de los niños de este prestigioso colegio.

Con la alegría que lo caracteriza silva canciones vallenatas mientras sirve el mango a los niños. Conoce el toque de pimienta y limón que debe llevar dependiendo el cliente. Mientras los niños de la Sagrada marchan a sus clases, él toma su bicicleta y su caja de mango a toda prisa para llegar al colegio vecino.

A las 6:00 p.m. llega a su casa y se recuesta en una mecedora de mimbre. Su casa es una herencia materna repartida a tres hermanos y su parte está en la cola del patio. Estando ahí, su mujer le lleva a la silla la comida. El plato está cargado de frijol rojo, arroz, tajadas amarillas y un pedazo de carne guisada. Con la boca medio llena, le dice a la mujer: “Vale, pásame el toque de agua panela”. Ella, muy atenta, trae una jarra de un litro, con hielo picado y agua panela con limón.

Terminando de comer, revisa sus bolsillos. Entre billetes y monedas cuenta $45.000. Él ignora que este dinero lo ganaron abogados cobrando deudas de gente como él o sacando bandidos de la cárcel, médicos que salvan vidas o quizás oficinistas de bancos. Lo único que sabe es que ahora le pertenece, pues lo ganó con su trabajo.

Martha, su esposa, desde la otra silla pregunta si se vendió todo, gesticula con la cabeza afirmando. Luego de un trago de agua panela dice: “Eran 28 bolsas a $2.000, debieron ser 56, pero tú sabes cómo son los pelaos que nunca pagan completo”. Ella sonríe y recibe el dinero. De inmediato saca cuatro alcancías grandes: en una deposita $3.000; en otra, $1.000; en otra, $1.500 y en la otra, $5.000. Yo observo la maniobra y la veo guardar el resto de plata en el bolsillo de la falda.

Al observar mi mirada interrogativa, balbucea: “Tres de esas alcancías se abren mensualmente, una para la luz; otra para el agua y gas, y una para la parabólica”. Entonces yo pregunto: “¿Y la otra?”. Él responde: “La otra es para la ropa de diciembre y para los meses que no hay clases en los colegios, o sea los meses de vacas flacas”. Yo inmediatamente hago la operación matemática en la calculadora del teléfono. Multiplico $5.000 por 280 días académicos y me arroja un resultado de $1.400.000 pesos. Él se da cuenta y me aclara inmediatamente: “No todos los días son $5.000, hay días que no se ahorra nada y hay días que se ahorra más. Por eso en los días cesantes, en ocasiones toca trabajar en la construcción o los oficios que salgan”.

Pasada media hora, llega la hija, una mujer de 17 años de edad que estudia psicología en la Universidad Popular del Cesar. Ella lo besa en la frente y sigue de largo para el cuarto donde seguramente cenará viendo televisión con la mamá. Al rato oigo un grito desde adentro, era su hija: “Papá, mañana debo llevar diez mil pesos para un trabajo”. Él, sin preocuparse, le dice: “tu mamá te los da hija”. En ese instante admiro más a este hombre, pues su hija ignora los trasnochos, los riesgos y hasta los insultos que su padre se ha ganado para poder traer el dinero a su casa. Sin embargo, en él se observa la sonrisa de un hombre que ha cumplido su deber.

Yo me despido de Henry en el portón de la entrada, le deseo suerte en la madrugada para que encuentre mangos y los venda. Él, alejándose, me dice: “Si los venezolanos dejan algo”. Inmediatamente, yo retrato el panorama: los hermanos del vecino país compitiendo en el comercio informal. Antes de perderse en el patio de su casa, me grita entre risas: “Siempre gano yo, pues como decía Édgar Perea, Dios es colombiano”.

El día siguiente, a las 7:45 a.m., llego a mi oficina en el cuarto piso de la Gobernación del Cesar, enciendo el aire acondicionado y me siento a leer los periódicos en internet. A la media hora llegan dos tutelas, un sinnúmero de derechos de petición y la oficina entra en movimiento. No aparecen los documentos de pruebas, soportes jurídicos, ni los insumos para responder los requerimientos, entonces me desespero, trato de amargarme, pero inmediatamente recuerdo a Henry el vendedor de mango. Sé que debe estar a esa hora pelando los mangos que salió a buscar a las 4:00 a.m., que no sabe si venderá en el día. Comparo mi situación con la suya frente a este computador, revisando el contenido jurídico de ciertos documentos: o de mal genio y rumiando amarguras y quizás él cantando cualquier canción del cacique mientras pela sus mangos.

Me animo al imaginarlo, ver que él con ese trabajo tan informal paga los gastos de su casa, la universidad de su hija, vive dignamente y, lo más importante, siempre tiene una sonrisa y una actitud de agradecimiento frente a la vida. Entonces sonrío y doy gracias a Dios por mi trabajo, por la suerte de haber estudiado y por la vida que le regaló al vendedor de mangos para que sea testimonio de lucha, alegría y constancia.

 

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