Uno de los primeros recuerdos que tiene Germán Jaramillo data de 1952. A kilómetros de su natal Manizales, en plena cuenca del Río Blanco, acompañaba a su abuelo Climaco Jaramillo a sus correrías de comerciante. Estaba aún fresco el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y Don Clímaco tenía que sacarle el quite a la horda de bandoleros que poblaban los caminos. Era Sangrenegra, era el Capitán Desquite, era la Violencia. Su abuela rezaba todas las noches para que nadie le pusiera un dedo a Don Clímaco. Su papá, agente de Tejicondor, se angustiaba por esos paseos tan impropios de un niño de tres años. Un día nunca más acompañó a Clímaco y debió resignarse a hincarse a rezar frente a una virgen para que nadie le pudiera hacer absolutamente nada. Y la virgen le cumplió porque Don Clímaco se volvía invisible cada vez que Sangrenegra ponía a olisquear a sus caballos por esos pastos.
En esa época Manizales parecía más un accidente geográfico encamado sobre la cordillera occidental. Eran unas casas que desafiaban muchas veces la gravedad, de solares tan amplios que cabían tres vacas, gallinas y matas de nombres exóticos. En esa época Germán Jaramillo se solazaba escuchando radio teatro y leyendo libros que nadie sabía quién había dejado en la vieja casa del barrio el Hoyo, nombre que se había ganado porque todos ahí vivían sobre un hueco.
Manizales era el páramo y lo único que calentaba al niño Germán Jaramillo eran los ecos de esa música de montaña, de nostalgia y tristeza que tocaban Los Cuyos. Un vecino que tenía un solar lleno de flores que él mismo cultivaba y mitigaba sus horas de soledad escuchando las canciones que siempre fueron viejas. Su mamá lo sorprendía escuchando esos pasillos y se emberracaba: “¡Germán, qué hacés escuchando esas canciones de bandoleros!” El vecino se llamaba Gerardo Giraldo y tenía algo que causaba furor en las casas de la época: un tocadisco.
En Manizales no pasaba mucho a principios de la década del sesenta. Había unas casas abandonadas, grandes, amplias, que eran ocupadas por grupos de mujeres que daban consuelo y amor a aquellos que pudieran darles unas monedas. La concepción que tiene Germán Jaramillo de los prostíbulos es la de un bohemio. Más que un lugar en donde se explota el cuerpo femenino, en cantinas como Los Zorzales, de esa vieja ciudad, Jaramillo se enamoraba de la voz de Gardel y exorcizaba los amores que le encendía su apasionado corazón a punta de guaro.
Pero Germán Jaramillo era el niño de la casa, ni siquiera podía salir a la calle a jugar al fútbol en las pocas calles planas que tiene la ciudad. Le tocó leer y escuchar música y ser todo lo que pudiera ser, los personajes que quisiera, gracias a la actuación.
Se fue para Bogotá siendo un adolescente a estudiar derecho pero terminó enredado en las tablas. Creó junto a amigos tan entrañables como Ricardo Camacho el Teatro Libre y ahí, en las noches bohemias con César Mora, cantaba una de sus canciones favoritas, La batalera de Antonio Tormo, pero también descubrió al MOIR del que fue uno de los más entusiastas seguidores. Otro de sus compañeros, el famoso actor Sebastián Ospina, lo inició en los misterios de la salsa aunque su gran pasión fue la música tropical colombiana y con ella en el corazón se fue a los Estados Unidos en donde ha sido, de manera silenciosa, uno de los actores colombianos más reconocidos en el teatro creando en Nueva York incluso un grupo llamado el ID Studio Theater.
Desde entonces no paró de crecer. Siempre de espaldas a la televisión se consagró en papeles impresionantes como interpretar al propio Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios y en series como Narcos para Netflix, en donde interpretó al Fiscal De Greiff. Ahora, a sus 79 años, regresa con todos los fierros interpretando al Coronel al que nunca le llegó la jubilación en una de las obras más queridas de Gabo y adaptadas por el gran Jorge Ali Triana en una de las puestas en escenas más esperadas después de la pandemia.