Que una proteste termine en alteración de orden público es un posibilidad real en el contexto de una multitud acalorada y la actuación muchas veces torpe de la fuerza pública. Las imprudencias de algunos manifestantes, la intransigencias de otros y la simple mala educación de muchos más, aunada a la falta de espacio, a las diferencias ideológicas y a la predisposición a la solución violenta propia de quienes portan armas, constituye una verdadera bomba de tiempo que no siempre, siendo realista, es posible desactivar ni con el más grande abrazo pacifista.
La protesta es un torrente de circunstancias no muy fáciles de procesar, es un acto complejo que no solo incluye a la pluralidad de marchantes sino que también contiene a los transeúntes desprevenidos, a los perros callejeros, a los vendedores ambulantes, a los políticos y, cómo no, a los agentes del orden como parte fundamental de este ejercicio ciudadano.
En su conjunto es un amasijo desorganizado en donde las legítimas exigencias se mezclan con intereses que saben correrle en paralelo: la rabia descontrolada de personajes políticamente perturbados (y bien organizados), las ganas de que habrán rápido la vía para poder llegar al trabajo, las ganas de que no la abran para seguir vendiendo café tinto y cigarrillos, los intereses de políticos charlatanes pescando en rio revuelto, el aburrimiento de policías más bien incrédulos; todo ello flotando en el catalizador de una juventud deseosa de transformar el mundo, pero que no tiene muy en claro por dónde empezar.
Y sin embargo, a pesar de esta complejidad, por estos días se escucha hablar a muchas voces sobre el funcionamiento, la forma, los motivos y “las soluciones” a la protesta, a pesar de que en muchas de esas voces, con todo respeto, queda clara cierta inexperiencia. En sus discursos no se les siente el resplandor del sol en la cara, ni el esfuerzo por calmar los ánimos en una diversidad descomunal de ánimos; no se les siente afónicos, ni preocupados por lo que pueda pasar unas cuadras más adelantes. Se nota que son de esos a los que nunca un contradictor les ha recordado a su madre, ni mucho menos han tenido que correr como gacelas al sentir el sabor asfixiante del gas lacrimógeno rodando por sus pies. Personas de esas que hablan constantemente de la diversidad, pero que parecen nunca haberla experimentado en su forma más desenfrenada.
Porque la protesta social es eso, ante todo diversidad, para bien o para mal. Un puzzle de múltiples posibilidades, una muestra casi representativa de la naturaleza humana. Capaz de expresar en un mismo momento el mayor odio y la mayor compasión; la alegría más sublime seguida inmediatamente del más aterrador de los miedos, los que vienen, paradójicamente, con el rostro cubierto en uno y otro bando, cascos y pasamontañas negros unos, capuchas roja otros; ambos símbolos de un actuar impersonal y degenerado, de una naturaleza que solo puede ser utilizada por periodos cortos de tiempo y que debe ser suprimida cada tanto para volver a ser personas, para que aquellos que la asumen no se vuelvan locos.
Todas estas son las caras de la protesta, la que lucha en su seno, de la mano del humilde marchante insatisfecho, para que su variopinto cumulo de ideas divergentes, extremas, temerarias, o simplemente ridículas no termine por engendrar una multiplicidad de monstruos. Es así como se desarrolla la protesta social, entre fuerzas que luchan, unas para que esta termine con un abrazo fraternal y pacifico al final de la noche, y otras que se empeñan en que acabe en una gran llamarada que ilumine a bolívar y que sirva para repeler la andanada de gases.
Así, como suma de voluntades humanas, la protesta no conoce causes ajenos a los que dicha suma de voluntades pretenda, por tanto, resulta irreal suponer que la solución a los problemas vendrá de afuera. Si ha de resolverse algún día el tema de la violencia es claro que ello deberá venir de adentro, de la protesta misma, de la sociedad que la contiene, que deberá dejar de ver al otro como un simple saco de carne y deberá entender que ante sus ojos hay una persona que tiene sentimientos, que sufre, que llora, que teme y que sueña igual que ella sin importar el matiz ideológico o el atuendo que se ponga, y que, a pasar de ser su enemigo, nunca deberá ser avasallada ni vilipendiada, ni excluida o censurada; claro que, el día en que eso se dé, ese día no habrá necesidad de salir a protestar.