Ese acordeón gigante me recuerda a mi tierra; se abre y se cierra a medida que avanza el camino. Sin embargo, no se compara con los de allá: tan bellos, tan coloridos, tan llenos de vida.
Alardeaba con mis amigos y familiares que viajaría a la capital. Todos sonreían mientras me susurraban una que otra recomendación; la verdad no les di mucha importancia, pero cómo hacerlo si era el primero en salir del caserío. Ella fue la única en llorar, y lo hizo en cada momento previo al viaje: en el día nadie se percataba de ello, más el silencio de la noche desnudaba su dolor haciendo desvelar a mi padre, que prefería taparse con las cobijas a consolarla.
La gente de por aquí es tosca, con rostros enojados y grises. Desconfían del hombre que no porta un traje costoso impregnado de fina loción: los demás son dignos de ser ladrones, rufianes, timadores… gente indeseable. Cuánta diferencia, allá el visitante es recibido con total disposición; le ofrecen una silla; le preguntan cómo estuvo el viaje; si tiene dónde quedarse, que no se preocupe, yo lo acomodo en la casa por unos cuantos pesos.
Pueden tener calles inundadas de edificios con el anhelo de tocar cielo y que tiemblan al primer contacto de la más leve brisa. Tienen agua potable, luz eléctrica, gas, televisión por cable, por lo menos la gran mayoría. Hospitales como escuelas no les falta. Derecho a todo y a nada. Los hijos son obligados a estudiar, los adultos a trabajar, y los viejos a no ser una molestia para esta ciudad que cuenta con poco tiempo para seguirles el paso.
Había trabajado durante meses para reunir el dinero de los tiquetes y la estadía. Calculé mal, porque no advertí la diferencia en los costos de vida de una ciudad a otra: el presupuesto de ocho semanas se redujo a tres, precariamente alcanzando el pago mensual de aquel cuarto donde apenas cabe un colchón, una caja para la ropa y un radio de pilas.
Pronto conseguí empleo, de cajero; no podía y no puedo pretender algo mejor cuando mi mayor logro es haber terminado la segundaria. Una tarde, mientras cumplía la jornada laboral, le pregunté al empacador si lo hacía feliz su quehacer diario; éste agachó la mirada y luego me miró con benevolencia, como si se tratara de un inocente niño quien le hablará. “No pregunte pendejadas, más bien póngase a trabajar que hay gente haciendo fila”, respondió. Quizá ya se ha resignado.
Las sillas van quedando vacías tras cada estación; la mía es la siguiente, cierta nostalgia me rodea: un silbido, el bombillo se ruboriza y las puertas hacen lo suyo. Me abro paso entre la escasa multitud dejando a mi espalda un acordeón gigante.
@Cristian_Jz