En principio este texto es una breve crónica sobre cómo me convertí en un delincuente. Supongamos dos cosas. Primera, que soy un habitante de la comuna 13 de Medellín, uno de los lugares más tristemente célebres en el país por ser escenario de una cruda e interminable violencia intraurbana, actualmente en los titulares de la prensa nacional por un recrudecimiento del conflicto entre los combos que se disputan el control territorial y el negocio de la droga. Segunda, que hoy amanecí siendo un delincuente, dada la "comisión de comportamiento contrario a la convivencia".
El bello papel del que fueron generadas cuatro copias, por supuesto, no usa la palabra delincuente y hay quienes creerían que exagero. No obstante, no hay que ser filólogo para comprender el eufemismo. En vista de que la ley es ese código socialmente establecido para garantizar la convivencia social y de que yo cometí un comportamiento contrario a la convivencia, estoy al nivel de todos aquellos que transgreden la ley y son usualmente categorizados como delincuentes.
Si bien la ley incluye siempre una tipología para el procesamiento de los criminales que, en teoría, los pone en distinto lugar, el amable policía que me interpuso el comparendo fue enfático en que de reincidir en mi grave comportamiento delictivo de consumir una cerveza con una amiga en espacio público podría alguna vez terminar en la cárcel. Aseveración que el nuevo Código de Policía desmiente, pero que muestra la posibilidad de impartir terror de estas medidas.
Sí, mamá, si estás leyendo esto, no valieron los esfuerzos para que fuera un hombre de bien; como algunos de mis amigos de infancia que hoy pasan veloces en motos de bajo cilindraje con armas bajo las camisetas, soy un delincuente con antecedentes. Así fue, entonces, como ofendí a los ciudadanos de bien y, a la vez, dejé de ser uno.
La indignación que surge al obtener una amonestación por hacer lo que han hecho los humanos desde que son tales, esto es encontrarse y sentarse a conversar de las desavenencias de la existencia al calor del alcohol u otras sustancias, sin necesidad de esconderse —eso que en tiempos y lugares menos distópicos, menos colombianos, ha osado llamarse convivencia—, se acrecienta cuando tal desaveniencia es haberse dormido bajo el arrullo de las ráfagas de los fusiles. Entonces uno se pregunta si es legítimo que el Estado use a la fuerza pública para corregirnos moralmente y si garantizar la convivencia es defender la decencia pública de la presencia desagradable de los borrachos, los desgraciados y los pobres —he sido testigo de que a los jíbaros y los pistoleros, la mayoría de las veces, ni los miran— que todavía generan el tejido social en el espacio público y no en el privado, en vez de hacerse con el control territorial absoluto de la ciudad para que los ciudadanos no tengan que dormirse debajo de las camas o poner los colchones contra las paredes para que las balas no las penetren.
El conflicto de la comuna 13 no es de la comuna 13. Primero, es un conflicto hijo de la histórica guerra colombiana, pues las consecuencias de esta explican, a nivel nacional, el traumático y desordenado surgimiento de barrios como los que la conforman, así como el tipo y naturaleza de su población. Segundo, es fruto de una clase política anclada al Estado, que ha abdicado frecuentemente del monopolio de la fuerza en estructuras paramilitares y paraestatales con tal de mantenerse en el poder, lo cual habría que pensarlo más como mala voluntad que como negligencia. Mostraré estos puntos a continuación, dejando de lado un tercer componente, el del narcotráfico, que permite comprender este conflicto en el marco de la perversión global de un sistema que, por la noción de libre comercio más que otra cosa, no le pone coto al narcotráfico mediante la legalización y administración estatal internacional. Verá el país cómo este conflicto empeorará si el próximo gobierno cumple su promesa de volver a satanizar al consumidor de la dosis mínima.
Lo primero ni siquiera merece argumentación. Aún hoy siguen llegando a los barrios periféricos de la ciudad los desplazados de las zonas rurales y este es el nacimiento de los barrios en conflicto, como puede observarse en revisiones historiográficas y obras literarias. Por poner un ejemplo, en la obra Gente sin rostro el dramaturgo Mario Alberto Yepes muestra cómo los barrios generan sus propias estructuras de orden y monopolizan la fuerza a nivel interno, estableciendo su propia seguridad democrática, dado que por su historia desconfían de la policía y del ejército. Porque la policía, y no es un mito, ha sido usada por el gobierno en turno para defender sus intereses, como lo hicieron en el siglo pasado los gobiernos que participaron en la violencia bipartidista. La policía, lamentablemente, ha sido títere de titiriteros macabros.
Estas organizaciones barriales, de carácter en principio autodefensivo y autorregulativo, son el origen de los hoy llamados combos, y de lo que, en el caso de la comuna 13, fueron las milicias de izquierda y las bandas que las combatían. Milicias a las que les puso final la Operación Orión, sin ninguna clase de consideraciones éticas o humanas, usando la fuerza conjunta del ejército, la policía y esas otras bandas que, a pesar de representar una amenaza al monopolio estatal de la fuerza y estar involucradas en el negocio del narcotráfico, no representaban una oposición ideológica al Estado. A estas bandas, de un carácter entonces evidentemente paraestatal y paramilitar, duele decirlo, el Estado les entregó gran parte del control de la Comuna.
Tal realidad nos lleva a los conflictos de hoy, donde las bandas compiten por el control territorial y el Estado interviene cada tanto para eliminar del tablero piezas que se han salido de control, abriéndole paso a otros que hacen fila para ocupar la posición. Este es el show de lucha contra el crimen que se viene repitiendo desde hace años y en el que la comunidad poco cree ya. Cuando se tiene este contexto en mente, uno les cree a las vecinas del barrio Las Independencias que han denunciado operaciones conjuntas de la policía y los combos para eliminar a unos y dejar a otros. No sería la primera vez, y me temo que no será la última, porque sufrimos un Estado que ha fallado intencionalmente en el deber de monopolizar la fuerza y garantizar la paz, al ser controlado por unas élites que se niegan, a toda costa, a permitir la democratización del país y de paso permiten la existencia de estructuras criminales, siempre y cuando no contravengan sus intereses.
Ante esta situación y para hilar este texto: ¿no es absurdo que el Estado use a la policía para perseguir al ciudadano desprevenido o que gusta de vivir las calles de la ciudad? El actual Código de Policía es una vergüenza en un país como Colombia que se enfrenta a atrocidades que deberían ser la primera preocupación policial, como la purga de los líderes sociales que siguen cayendo ante la indolencia del Estado —pues esta indolencia trasciende históricamente al gobierno saliente—.
Ocupar a la policía en perseguir a los civiles que dan papaya cuando hay estructuras criminales matando personas y atentando contra el orden social solo muestra que la colombiana es una sociedad hipócrita y que no somos un solo país, sino que existe un país de ciertas élites que se preocupa la limpieza social y la apariencia de progreso, que imita al primer mundo en lo irrelevante, y otro país que se sigue desangrando por la indolencia de los gobiernos que le tocan en mala suerte, como lo ha hecho en toda su historia y como parece que lo seguirá haciendo mientras el pie de fuerza policial se usa para imponer comparendos y no para cumplir el deber constitucional de salvaguardar la paz. Quizás el Código de la Policía debería ser combatir el miedo y no contribuir a propagarlo.