En uso de facultades indiscutibles el señor Presidente Iván Duque acaba de nombrar como Directora del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar a la abogada Lina Arbeláez.
Nada que objetar de su preparación académica, que damos por excelente, ni de sus ejecutorias pasadas que también aceptaremos respetuosos. El tema no es ese. El tema consiste en digerir el hecho de que la abogada Arbeláez es partidaria del aborto, de la adopción de niños por parejas del mismo sexo y entusiasta fervorosa del acuerdo celebrado con las Farc por el señor Juan Manuel Santos. Nos vamos a referir al primero de sus conocidos entusiasmos, que juzgamos absolutamente incompatible con una concepción cristiana de la existencia. He ahí el problema.
Los partidarios del aborto insisten, como la señorita Arbeláez, en que se trata de un acto de libre disposición de la mujer sobre su propio cuerpo. Semejante disparate es difícil de entender. Porque nadie se opone a que la mujer haga con su propio cuerpo lo que le plazca. La cuestión estriba en que el aborto es la disposición sobre otra vida humana, la del niño por nacer, que se sacrifica sin compasión y entre aplausos de la concurrencia.
Un niño en gestación puede ser maltratado, despedazado y asesinado sin piedad. Si nace, entonces sí merece la protección del Estado, porque ha adquirido un título particular en el alumbramiento. Un parto diferencia un bulto, una carga, un estorbo, de una persona. ¡Vaya milagro!
Los tratados internacionales se refieren sin dubitación a la necesidad de defender el niño por nacer, que en buen latín llamamos los juristas el nasciturus. Nuestro Código Civil lo considera persona con la plenitud de su calidad humana, lo que comporta la constelación de los derechos esenciales al “individuo de la especie humana, cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición”. Producir forzadamente un aborto, como lo practicaban rutinariamente los salvajes de las Farc, no era un delito de lesiones personales contra la mujer, en la medida en que se produjeran. No. Era, y seguirá siendo, un infanticidio atroz, delito de lesa humanidad por el que los “tornillos” responderán algún día ante Dios y ante los hombres. Pero, oh sorpresa, si esa violencia contra la criatura se ejecuta por iniciativa o consentimiento de la propia madre, se vuelve acto libérrimo de expresión de su santa libertad.
La vida empieza desde el momento de la concepción y tiene un período bellísimo, que hace de la mujer el ser más maravilloso de la creación, mientras está lista para soportar, con muchas ayudas, el desafío del entorno en que se produce.
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La cuestión del aborto no es una banalidad que resuelve como le da la gana el magistrado Linares, acolitado por cuatro o cinco de sus inefables colegas
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La cuestión del aborto no es una banalidad que resuelve como le da la gana el magistrado Linares, acolitado por cuatro o cinco de sus inefables colegas. No. Linares podrá decir lo que le venga en gana, con lo que solo hará más humillante su desafío a la inmensa mayoría de los seres que pueblan la tierra y la tierra colombiana en particular. El aborto es un crimen como eran crímenes los que cometían los Nazis para purificar la raza aria, contra los que nacían en condiciones que desafiaban semejante mandato de la naturaleza. El aborto es nazista, racista, clasista, criminal de la peor especie por la absoluta indefensión de la víctima.
Aquí es donde nos parece un desatino el nombramiento de la abogada Arbeláez para cuidar a los niños. Para ella, serán de su cargo los que le lleguen porque sus madres no supieron expresar a tiempo su deseo de matarlos. Y esta no es una cuestión circunstancial ni subalterna. Aquí lo que está en juego es todo el ideal, el significado, la concepción de la vida cristiana. Antes de Cristo, los niños nacidos con alguna malformación o debilidad eran arrojados a la muerte por la roca Tarpeya. Desde Cristo, todos somos iguales en su amor y en la vocación que tenemos para vivir lo mejor que podamos y llegar a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Ese pequeño cambio marca toda la diferencia entre la vida humana comprendida por la barbarie primitiva, o por el Nazismo, o por el utilitarismo más atroz, y el valor del ser humano a la luz de los mandatos evangélicos.
Todo eso es lo que viene envuelto en el nombramiento de esta persona, cuyos títulos no discutimos.
Sencillamente, no entendemos. Entre otras cosas, porque de ahí, de esa discriminación horrenda contra los que serían un estorbo para sus padres, nace toda una desigualdad monstruosa en la consideración del ser humano. De ahí, los desechables, los inútiles, los que sufren mucho o no quieren sufrir nada y el privilegio absoluto para los más plenos, los más sanos, los más ricos, los mejores. Hitler pide la palabra. Y sabemos muy bien de cuál lado del debate estaría.