"Mi madre le decía a mi padre yo soy creyente y el respondía, yo soy dudante" (Atahualpa Yupanqui).
Vivimos tiempos difíciles, sorprendentes. Hemos aprendido tantas cosas que, como especie, debemos salir fortalecidos. Ahora sabemos con mucha precisión que es necesario ordenar las tres palabras de la canción de marras, que orientaron por años la vida: salud, dinero y amor. Barajar de nuevo estas tres cartas es obligación humana, descartar o cambiar una de ellas será el dilema que tendremos que resolver como especie.
La pandemia ha logrado enseñarnos que es posible sobrevivir con el dinero justo siempre y cuando estemos rodeados de amor, y también, esta experiencia es testimonio certero de que los problemas del cuerpo y de la mente se sobrellevan de una mejor manera si el amor nos llena de optimismo y entusiasmo para salir adelante. El virus es un paso para una revolución cultural sin precedentes. Una revolución que permita situar en el peldaño más bajo de esa escalera al cielo, que es nuestra vida, al dinero y a la ambición como la fuente en la que hemos obligado a beber a niñas, niños y jóvenes.
En el siglo XIII la voz del Arcipreste de Hita, poeta español, percibía con gran precisión lo que el dinero estaba construyendo. Dice el de Hita “Hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar; al torpe hace discreto y hombre de respetar; hace correr al cojo y al mudo le hace hablar; el que no tiene manos bien lo quiere tomar /Y si tienes dinero tendrás consolación, placeres y alegrías y del papa ración, comprarás Paraíso, ganarás la salvación; donde hay mucho dinero hay mucha bendición./ el crea los priores, los obispos, los abades, arzobispos, doctores, patriarcas, potestades, a los clérigos necios da muchas dignidades, de verdad hace mentiras, de mentiras hace verdades…” y más “En resumen lo digo, entiéndelo mejor: el dinero es del mundo el gran agitador, hace señor al siervo y siervo hace al señor; toda cosa del siglo se hace por su amor”
Y también hace unos 500 años, cuando el dinero marcaba para siempre el horizonte de la vida, otro poeta español escribía un poema satírico sobre ese poderosísimo artificio para el intercambio y la acumulación. Dice el poema o se pregunta el poeta Quevedo algo que como premonición fue preciso y como tragedia también: “¿Quién hace de piedras pan sin ser el Dios verdadero?” El dinero.
Que el dinero se haya convertido en elixir fatal para la vida no es su culpa. Es una compleja trama a su favor montada por los especuladores y promovida sutilmente por la educación como proceso que favorece su acumulación. Ser útil se convirtió en tener capacidad de acumulación. Desde su aparición como moneda hasta su inminente desaparición como papel moneda han transcurrido varios siglos. Un medio creado para el intercambio se fue convirtiendo en un fin para la vida: si lo tengo soy feliz y si no lo tengo, seré un pobre ser humano objeto de la peor de las discriminaciones. Está tan arraigado en nuestra cultura que es muy difícil pensar que en otros 500 años esto haya desaparecido de la faz de la tierra.
¿Pero entonces de que llenaremos nuestra ambición?
Góngora otro poeta amigo de la sátira, también español, nos dejó hace los mismos 500 años líneas agudas para comprender lo que por aquella época estaba pasando con ese invento:
“Todo se vende este día, Todo el dinero lo iguala: la corte vende su gala, la guerra su valentía; hasta la sabiduría, vende la universidad ¡Verdad!”
Después de estar confinados más de lo deseado, sabemos ahora, como seres humanos e individuos conscientes, que la velocidad fue un laberinto sin salida en el que te metieron para alcanzar metas, muchas veces innecesarias, vanas ilusiones de un éxito inútil. Correr detrás del dinero dejando atrás la importancia de las grandes pequeñas cosas que te rodean, ha sido torpe, como individuo y como especie. Es quitar tiempo a la felicidad.
Cambiar las listas de compras por una lista de valores y emociones que potencien tus ganas de vivir se convertiría en un gran desafío pedagógico. Desenredar la confusión creada por el mercado y descubrir qué es lo que te hace feliz, y en cuál de las listas (mercado o valores) debes situarlo, puede ser el dilema diario que te libere de esa ambición inútil de acumular objetos innecesarios y hacerlo solo por la idea de que al tenerlos has alcanzado parte de lo que deseabas como ser humano. Olvidamos lo que es necesario y empezamos, sin saberlo, una carrera por obtener lo fútil, lo inútil, lo baladí, tanto que nuestras casas se han ido convirtiendo en museos basurales que muestran, con locuacidad, que vivimos o hemos construido pequeños palacetes de lo superficial.
Si un día, alguno de esos días dados a la aventura casera de no hacer nada, y sometido al opio de la comodidad, decides marcar con un punto rojo las cosas que te rodean y que no son necesarias, sabrás con certeza que muchas de ellas no debieron haber salido nunca del almacén; este ejercicio de pedagogía en la acción daría como resultado miles de casas, millones de ellas invadidas de puntos rojos que podrían convertirse en una pandemia mundial a favor de la ecología, de la naturaleza y en contra del consumo de objetos inútiles que nunca te podrán llenar de satisfacción por una sencilla razón: fueron elaborados para eso, para encadenarte a la ecuación falsa de que el consumismo es el motor de la economía.
Es posible que en la pospandemia tengamos que actuar con más valores y con menos ímpetu en la acumulación de dinero o de divisas. La tarea de convertirnos en humanos amables, amorosos y sin odio es el más inmenso desafío educativo. La muralla edificada con valores egoístas debe ser demolida con la fuerza de voluntad de aquellas que han logrado comprender lo que la vida enseña: la armonía con la naturaleza es también la base de tu propia armonía.
Abandonar instantes de felicidad a cambio de tener dinero para comprar instantes de felicidad es la mayor paradoja tejida por la especie en contra de la especie misma.
Podría entenderse que la especie copiando a otras especies como las abejas o las hormigas creó sus propias colmenas en donde la miel ha sido remplazada por la ambición ciega, y alimentada por la ausencia del respeto hacia las demás especies y por la violencia hacia la propia.
Pareciera que estamos obligados a escapar de la felicidad, huir de lo bello para alcanzar la violencia que lo abraza todo y que se ha convertido en el rasgo más común de los seres humanos. En esta carrera loca en la que estábamos metidos no hemos encontrado lo que buscábamos sencillamente porque no sabíamos que estábamos buscando. Hay algo, una señal, una luz que nos indica que estábamos equivocados y también una advertencia: lo peor que nos puede pasar es pensar que no lo estábamos. Este año pandemical es la señal más grande de que la vida de la especie también está en peligro. Si uno de los mejores inventos humanos, la ciencia, no sirve para conservar nuestra vida y la de la naturaleza, habrá caído en la menos deseada de las contradicciones. Acercar ciencia a felicidad tendrá que ser un esfuerzo inagotable y permanente por darle el sentido de lo humano que necesita para convertirse en fuente de vida. Desmilitarizarla, entonces debería convertirse en un mantra humano constante.
El embelesamiento con la capacidad de compra obnubiló nuestra mirada, hasta hacernos creer que la vida en el planeta era solo un producto de nuestra lucha económica por sobrevivir, es decir, que nosotros como especie estábamos construyendo nuestra casa cuando en realidad la estábamos destruyendo. Solamente en medio del desorden y la destrucción, podemos entender cómo, poco a poco, destruimos la vida, nuestro hábitat y el de los otros seres vivos.
De la misma manera que nos hacemos humanos en nuestro diálogo con los otros seres humanos, nos humanizamos con el respeto por las otras especies y la naturaleza misma. Hay en esto un grito de alerta que nos muestra de que tamaño es el error de matar, o exterminar otras especies y una tensión fuerte al saber que al hacerlo nos autodestruimos.
Si nuestra inteligencia no facilita la compresión de esta ecuación de la vida ninguna otra ecuación podrá ser resuelta, ni entendida, ni desarrollada. Todas las ecuaciones están sujetas a la comprensión precisa de esta. El equilibro vital depende en gran medida de la potencia de la transformación que necesitamos para volver a empezar. No desde cero, pero si desde lo máximo: los valores que orienta la educación.
Un sociólogo español, Carlos Moya, lúcido él, afirmaba que el opio del pueblo ya no era la religión sino la comodidad y en parte el humo de ese opio cubre con una capa espesa y adorminante, adjetivo que tiene tendencia a dominar a través del adormecimiento, la vida de tantos, que todos, casi sin excepción buscábamos en ella el paraíso que la religión prometía. La ilusión de tenerlo todo había remplazado el deseo de luchar por uno mismo.
Los políticos de la mano de la comunicación han convertido la pandemia en una macrotendencia, la del miedo, que reinará por muchos años sin cuestionamientos y, así mismo, por muchos años será la fuente de inspiración de todo tipo de controles, de autoritarismos y por supuesto, será la tendencia dominante para pensar la economía y exacerbar una vez, la idea de que es el crecimiento lo que nos protegerá del miedo a la pobreza que ya invade el corazón de muchos y que en la batalla por un planeta limpio y contra el cambio climático triunfará una vez más si no hacemos nada.
El confinamiento obligado dejará en los espíritus del cambio, de las transformaciones, un deseo inmenso de salir a la calle. Será parte de esa liberación necesaria ante la angustia de estar preso sin ninguna razón. Salir a la calle será un acto político contra los políticos, un acto de recuperación de lo democrático como sentido de vida, como lugar de encuentro y por lo tanto como espacio de lucha por la vida de todas las especies, no de confrontación política entre aquellos que dicen escribir con la mano derecha y tener el corazón a la izquierda, y aquellos que afirman escribir con la mano izquierda y tener la sangre azul de las verdades irrefutables.
La pandemia obliga a abrir los ojos de la especie en su camino por sobrevivir y, deja en el aire la sensación de que, si paramos la máquina de fabricar dinero para comprar cosas inútiles, la naturaleza respirará y dejará ver con fuerza que su capacidad de resiliencia es mayor, mucho mayor que el ímpetu de esta especie por destruirla.
Si el siglo XIX fue el de la política y el XX, de la economía, el XXI tiene que ser el de la ecología, es decir, el siglo de la vida. Es necesaria la transición hacia la ecología como fuente de nuestras acciones y de los valores de la vida que está unida de manera ineludible a la revolución cultural necesaria en la pospandemia. La humanidad grita con fuerza por su madre la naturaleza, fuente de todas las riquezas y de la supervivencia misma. Los poderes no pueden seguir ciegos y sordos. La educación para la vida debe elevar el listón de aquellos que quieren liderar a la sociedad. La responsabilidad es de todos, sí, pero especialmente deben responder aquellos que desde el poder han tomado decisiones en contravía de la vida.
Debemos temblar de horror al pensar en el siglo pasado y en las dos confrontaciones mundiales y las otras tantas locales. Únicamente la manipulación de la memoria en favor del poder violento permite que las mismas cosas se repitan y que la raíz del mal de guerra quede en el olvido. La razón de que las cosas malas se repitan está, en gran parte, en el uso que el poder hace de la educación como fuente de olvido y no de memoria. La reconciliación con nosotros mismos, con la naturaleza no puede estar unida al olvido de lo que hemos sido como especie. Pero no es de la fuente del pesimismo de la que debemos beber como tampoco es con los ojos tapados por el olvido como debemos actuar.
La educación para la vida es la recuperación de lo bueno y lo bello, escondido con éxito por los modelos económicos y políticos autodestructivos. Aquellos que nos dieron las señas equivocadas y que hicieron, del camino por el que la especie debía andar feliz, un sendero minado con ilusiones falsas. Sabemos que un paseo lento por la historia humana nos deja ver con optimismo que siempre en épocas de grandes convulsiones, de crisis y de guerra, en muchos rincones del planeta se abren ventanas de sensatez, se levantan voces de amor y aparecen hombres y mujeres que se niegan a pensar que matar o destruir sea la única respuesta.
También sabemos que a los humanos nos une el lenguaje. De su mano la inteligencia se desarrolla, avanza y construye. Como humanos somos posibilidad de comunicación, de interacción, de intercambio. Nos hacemos humanos en nuestra relación con los otros y con ellos ampliamos el sentido de la vida. Solo en el diálogo entre seres se podría descubrir una sociedad pacifista. Una sociedad sin violencia. Se puede afirmar que esa sociedad no ha existido nunca, pero no poderlo soñar es tan inhumano como creer que la violencia es la única salida; que el dolor producido en la guerra y el horror son superados con el tiempo; que la víctima y su tragedia se diluyen en el olvido; que la resignación ante la muerte de inocentes es renuncia a una sociedad pacífica. No podemos seguir creyendo que la muerte violenta por armas o por hambre, o ahora por pandemia, de tantos seres humanos sea humana. Aceptarlo es eliminar de tajo la posibilidad de vivir humanamente.
Si el mundo es maravilloso, no es el resultado de nuestro esfuerzo por lograrlo, es más bien la ilación con esa misteriosa resiliencia de la naturaleza que muestra con contundencia que nuestra torpeza y estupidez no es suficiente para acabar con ella. Si los hombres luchan por la justicia, esa lucha debe ser ecologista. La dignidad humana está por encima de cualquier opción de lucha. El respeto por la vida de un solo individuo es el respeto por la humanidad y el respeto a la naturaleza y a los otros seres vivos es parte inseparable de esa dignidad.
El fracaso en la conservación de la dignidad humana es un fracaso político. Nace de la imposición de las ideas de unos sobre otros, de los intereses de unos sobre otros, de la actitud política de considerar a los demás, a otras comunidades y a otras culturas, de menor valor. El no reconocimiento de otras culturas es ya un hecho que atenta contra la dignidad humana; de ese no reconocimiento brota el germen del genocidio, de allí también nace la idea de sometimiento.
Sí: la lucha por la supervivencia puede ser superada por la defensa radical de la vida. De ella, de esa defensa activa, ecologista, feminista y pacifista brota el optimismo por la especie humana. Sabemos que el hombre y la mujer son aliados de la vida, así mismo, sabemos que la ambición derrota continuamente a la sensatez, que ella es fuente permanente de odios y enemistades, que el mundo oscuro de las ambiciones poluciona con más éxito del deseado el espíritu de los hombres y de los estados. Que el estado patriarcal y la sociedad construida de su mano deben ser diluidos hasta la desaparición como una estrategia necesaria para enfrentar el desafío de hacer de la pospandemia un mundo justo pensado desde el bien común.
Un poeta colombiano, Sibius, que debía ser recordado con admiración, de nombre Federico, como el español Lorca y que fue asesinado en un pueblo colombiano llamado también Granada, como el lugar de fusilamiento del español, escribió algo que permanece en la memoria desde hace cerca de 50 años y que, en este tiempo de la pandemia, parece una advertencia para la especie “O te salvas por un pelo o por un pelo te hundes, de ti depende que el hilo de donde cuelga tu vida se vuelva grueso y se alargue o se adelgace y se corte”.
La poesía y con ella todas las artes y sus infinitas formas nacidas en la cultura de pueblos milenarios, de culturas tejidas de la mano de las comunidades, son esperanza en el proceso de renovación de la vida como valor supremo. El arte, como alma de la cultura, debe entrar a hacer parte fundamental de las aulas y espacios de educación, de la familia. Es necesaria la música como alimento de la ensoñación de la misma forma que la pintura o la poesía. Abrir las puertas de la escuela a las artes es convertir la enseñanza en una fiesta. Es pensar que los planes de estudio o el currículo son una partitura para la libertad y que todos avanzan en un coro unido por la vida.
Habría que mirar con total atención crítica el presupuesto educativo que habla de la ambición como fuente de éxito. Allí podríamos encontrar muchos de los males que nos ahogan. Allí pueden también estar las claves para la comprensión de algo que nos enmudece: la competencia entre seres humanos no solo deja muchos derrotados, sino una inmensa cantidad que no llegan a ninguna meta: millones mueren de hambre en países del sur, millones mueren violentamente en confrontaciones inútiles en medio del terror y del odio, muchos se suicidan creyendo que la muerte es mejor que la vida, millones están sumidos en la miseria para que unos pocos millares disfruten el paraíso artificial construido por el dinero.