El COVID-19 trajo consigo un cambio drástico e inesperado del acto educativo. De la noche a la mañana y sin que conceptual y hasta emocionalmente estuviésemos preparados para ello, hubo la necesidad de hacer un tránsito de un modelo de educación presencial a uno de educación virtual. Un salto de una concepción sincrónica a una asincrónica.
Sin darse el tiempo para repensar el proceso educativo y reconceptualizarlo, a las instituciones de educación superior les tocó asumir el reto de primeros —y atribuyamos a ello la forma poco responsable— sin pensar en las variables de las nuevas circunstancias en las que intentan rehacerse múltiples procesos dentro de la sociedad. El ser está en crisis y la institución superior, obligada misionalmente a hacer esta lectura y a adaptarse rápidamente para responder asertivamente ante la crisis no lo está haciendo y antes está equivocando el camino.
El paso no podía ser asumido tan simplistamente como una oportunidad para, privilegiando los fríos números sobre lo humano, seguir haciendo lo mismo y simplemente cambiando los medios a través de los cuales hacerlo. Los Ambientes Virtuales de Aprendizaje (AVA) son algo más que clases a través de la internet y haciendo uso de herramientas tecnológicas. Cuando ello no se tiene en cuenta, más allá que por la ausencia de contacto físico, la educación se deshumaniza. Los docentes de la educación virtual más que tener muchos conocimientos necesitan ser los más eficaces transmisores con calidad y calidez de lo que saben y ser, ante todo, humanistas.
Sí presencialmente ya resulta bastante complejo en las relaciones de tipo vertical que predominan en el proceso educativo que el ser sea para el docente inteligible en sus complejidades, problemas por resolver, intereses, expectativas, necesidades, miedos y frustraciones, con la mediación del celular y del portátil tal posibilidad se pierde aún más, por no decir que definitivamente. Quizás por ello, quienes han abordado como campo de estudio las nuevas formas de relacionarse en el acto educativo han entendido que es una necesidad imperiosa flexibilizar las formas de relación y transmisión y, mucho más, las de evaluación.
Lo central de la educación debería ser, y más en los tiempos que vivimos, no la medición y/o cuantificación del aprendizaje, la mayoría de las veces mediado con un alto grado o dosis de subjetividades, sino el crecimiento y desarrollo del ser en aspectos que sobrepasan lo estrictamente cognitivo y que también involucran lo ontológico y lo axiológico.
La crisis misma de la sociedad nos marca esta necesidad de reorientación de lo teleológico de la educación. A diferencia de lo que idealizaba Platón, en la sociedad occidental del siglo XXI los más preparados, instruidos y mejor evaluados, son en muchas ocasiones quienes más se apartan de la ética y del humanismo en sus prácticas en detrimento de la sociedad en su conjunto, lo que evidencia de alguna forma una suerte de crisis inocultable de nuestro sistema educativo en el propósito de formar seres humanos con altos niveles de empatía y humanidad.
Detrás de cada estudiante, que en tiempos de coronavirus se encuentra intentando desarrollar un proceso para el que no estaba preparado y que demanda otros complejos requerimientos, hay además un ser humano sufriendo en silencio los rigores del confinamiento, unas altas cargas de estrés e incertidumbre y múltiples frustraciones que pasan por lo económico, por lo social, por lo afectivo, por lo familiar y hasta por lo psicológico. Nuestros jóvenes, niños y niñas, al igual que todo el resto de la sociedad padecen lo impensado e inimaginado. La biología los victimiza. La educación no puede ni debe revictimizarlos sin estar dispuesta a asumir sus responsabilidades en términos de fracaso escolar y hasta de suicidio.
Por todo lo anterior, con toda modestia y sin propósitos de dogmatizar hay que decir, que vivimos los tiempos de necesidad de mayor humanización de la educación. La educación sí no se vuelve esencialmente humanista no merece ser llamada educación. Quizás, a lo máximo, sea solo una práctica sofista disfrazada de educación pero no educación con toda la connotación e Implicación de la palabra.
Y cuando hablamos de educación como humanismo, insistimos, hacemos referencia a un proceso que tiene como centro de sus preocupaciones al ser humano. La educación existe para el ser y no el ser para la educación. Esta debería ser un medio al servicio de las personas y no colocarse por encima de su razón de ser y de la gente para volverse un fin en sí mismo.
Ello significa, por ejemplo, que las didácticas, metodologías, modelos pedagógicos y formas de evaluación encuentran su razón de ser en lo concreto (el ser) y no por ejemplo en la abstracción numérica con la que, con grandes cargas de subjetividad, pretende evaluarse al ser. Así muchos piensen lo contrario, el sujeto, el cognoscente, es más importante que lo cognoscible.
Ojalá en algún momento la evaluación vuelva a ser conceptualizada con propósitos más diagnóstico que sancionatorio o, por qué no, que pueda ser abolida de tal forma que docentes y estudiantes puedan centrarse en enseñar y aprender, que es lo trascendente y no en las notas que son algo accidental. En la antigua Grecia ninguno de los que asistían a la academia o al liceo lo hacían pensando en una remuneración numérica (nota).