Eduardo Niño es un guardaparque que lleva más de 20 años trabajando en el Parque Nacional Natural Chingaza. La primera vez que conoció las Lagunas de Siecha, ubicadas al norte del parque, al llegar a la parte alta de una cuchilla luego de caminar por entre el monte y ver hacia abajo, encontrarse con las lagunas y todo el paisaje que lo rodeaba, se sintió en otro mundo. “¡Carajo! Estoy trabajando en un lugar espectacular”.
Chingaza es uno de esos lugares que se resiste a develar todos sus secretos. En el páramo y los bosques se esconde una forma de vida que parece totalmente distante a la vida urbana. A tan solo una hora y media se encuentra una de las reservas de agua más importantes del país, pero los bogotanos en su mayoría ignoran que detrás de los cerros hay un silencio que no se ahoga con los pitos de los carros ni en las sirenas de las ambulancias; es en ese silencio donde se escucha el canto de los pájaros y la respiración de los frailejones. Así, la montaña se manifiesta en toda su magnitud.
Eduardo, ya con varias canas en su cabeza, lleva toda una vida dedicada al cuidado de un lugar que fue sagrado para los muiscas y tan vivo como las cientos de especies que habitan sus tierras. Durante todo este tiempo ha buscado que los visitantes del parque no solo vayan para pasar un buen rato, él cree que es necesario enseñarles y explicarles sobre la importancia de un espacio vital para la vida ciudadana. “El bogotano no lo sabe, pero la ciudad no puede existir sin un lugar como este. A pesar del crecimiento desbordado, Chingaza es el cordón umbilical que alimenta a Bogotá”.
Para muchos es incomprensible que de esas montañas baje tanta agua, y las Lagunas de Siecha, que en lengua chibcha significa agua entre colinas, se desbordan ante la mirada tímida de los visitantes. Por eso Eduardo cree que es muy importante que las personas valoren cada vez que abren la llave o que entiendan que Chingaza es una fuente hídrica para 15 millones de personas. Precisamente, gente como Eduardo trabaja día a día para que algo como esto sea posible.
El guardaparque es un héroe anónimo que construye su vida alrededor del trabajo. Es una labor dura que todos los días vuelve a comenzar de cero. Las caminatas de control y vigilancia, los trabajos de mantenimiento de senderos o el monitoreo de animales como el oso andino, el venado de cola blanca, el borugo de páramo o el puma, son algunas de las tareas que Eduardo ha hecho durante la mitad de su vida. La jornada empieza a las 5 de la mañana. En una pequeña cabaña dentro del parque duerme con sus compañeros. Luego de cocinar entre todos, programan las labores y se alistan para salir a las 8. Si se trata de una caminata de control, se debe trazar la ruta y calcular el tiempo para ir y volver antes de que los coja la noche. Son cerca de 15 kilómetros los que caminan diariamente.
Eduardo le ha entregado todo al monte, como él mismo dice, y eso no es nada fácil cuando también se tiene una familia. Durante dos semanas seguidas trabaja en el parque y luego tiene una de descanso. Haciendo cuentas, son tres semanas en las que no ve a su esposa o a su hijo. “Esto es un estilo de vida que no es para todo el mundo. Tienes que dejar atrás la familia, las amistades y la vida social. Las cosas cambian porque estás metido en un monte compartiendo una cabaña con cinco compañeros. Prácticamente ellos se vuelven tu familia. No hablo solo de las labores diarias, también compartes los espacios de convivencia, y eso no es nada fácil”.
Pero las circunstancias son muy distintas hoy en día. Aunque los celulares no tienen señal porque está prohibido instalar antenas en zonas protegidas, los guardaparques tienen internet y pueden comunicarse más fácilmente. Hace 20 años las condiciones no eran las mismas. La única manera de hablar con sus familias era a través de los radios. En la noche llamaban a la central en Bogotá, la misma para todos los parques del país, pedían el favor para que marcaran a sus casas y luego, a través de otro radio, podían conversar unos minutos con sus parejas, padres o hijos. “Eso era todo un novelón después de la siete de la noche porque todos los parques escuchaban lo que uno hablaba. Daba mucha risa escuchar a los compañeros diciendo cuánto la extrañaban o todo lo que la pensaban”. También existía un programa a través de la radio de Parques Nacionales que se hacía todos los domingos en la mañana. La radio operadora leía el periódico desde la primera letra hasta el último punto, incluso el horóscopo, si los guardaparques se lo pedían.
El Parque Chingaza tiene 76.600 hectáreas, es decir, es más grande que países como Singapur o Tonga. Además, abarca once municipios: siete en Cundinamarca y cuatro en el Meta. A veces no es fácil dimensionar su importancia, pero como bien anota Robinson Galindo, jefe del parque, “acá se han encontrado 9 especies nuevas de animales. Resulta difícil creer que muy cerca de Bogotá existan lugares como estos”. Chingaza es mucho más que páramo y una parte vital del parque son los bosques andinos, fundamentales para la producción de agua. Ellos son los que la recogen y la depositan en el páramo. El agua es el recurso más preciado y su cuidado es una tarea que nos debería convocar a todos. Sin embargo, los que más se benefician del parque son los que menos hacen algo para conservarlo. Por ejemplo, la empresa Manantial comercializa sus botellas con el agua proveniente de Chingaza, “pero esta empresa no aporta un peso al parque. Claro, ellos pagan sus impuestos por ley, pero no tienen una responsabilidad social real”, asegura Robinson.
El otro gran problema que han tenido que afrontar es la cacería. A pesar de que se ha venido reduciendo en los últimos años, todavía se registran casos como el del oso andino que un campesino de Fómeque mató el pasado mes de marzo. La cacería es un tema cultural, pues ha sido una tradición en la zona desde hace varias generaciones. “Recuerdo que una vez nos agarramos con unos cazadores. Nos amenazaron con las armas a pesar de que nosotros no somos una entidad armada. Un compañero mío se alteró con esa gente y por poco nos peleamos. A mí me empujaron, y como eso estaba lleno de barro, terminé por allá en el suelo vuelto nada”, recuerda Eduardo. Al trabajar con las comunidades la situación ha cambiado poco a poco. La labor con los niños es un esfuerzo y un proceso que toma tiempo, pero que al final termina dando resultado. “Hace 20 años trabajaba con niños de 10 años, hoy ellos tienen 30 y uno a esa gente nunca la va a ver subiendo la montaña para cazar”.
Precisamente, este proceso junto a la comunidad es lo que más ha ayudado a la conservación del parque. Hoy se están llevando a cabo 23 programas con escuelas rurales de los diferentes municipios cercanos. Comienzan capacitando a los profesores y luego sí se involucra a los estudiantes. Mucha gente vive alrededor del parque pero nunca lo ha visitado, por eso en estos programas pedagógicos se van con los niños para que conozcan qué es lo que se intenta conservar y por qué hacerlo. Con ternura Eduardo recuerda que muchas veces los niños creen que en el parque viven leones, jirafas o rinocerontes. “Esa es la visión que les deja la televisión, por eso queremos enseñarles la fauna nuestra, por eso les decimos que vamos a conocer al puma, al tigrillo o el oso”. Al final, una de las cosas más valiosas son las amistades que quedan de todos estos procesos. En una sonrisa que deja ver un poco de nostalgia pero también alegría, Eduardo habla de las personas que hace 10 o 15 años llegaron al parque como voluntarios. “Hoy uno se los encuentra y ya son señores que se dedican a los temas ambientales. En esa época apenas estaban comenzando la universidad o terminando el bachillerato”. Chingaza se vuelve una escuela y la formación que reciben termina por calar en una forma de vida.
Otra de las instituciones con las que trabajan los guardaparques es el ejército. Según Robinson, gracias a los acuerdos de paz ahora es mucho más fácil el acceso a zonas que antes controlaba la guerrilla, principalmente en la parte del parque que da contra el Meta. Los soldados de la Brigada 13 del Batallón Tequendama son capacitados constantemente en la conservación y mantenimiento. Una forma es a través de la resiembra de especies como el frailejón o parte de los bosques. El ejército también está encargado del monitoreo del cóndor, ave emblema de los Andes. “Ellos registran cada vez que ven al animal y nos pasan la información a nosotros”.
Al final, todos aportan con algo para el cuidado de lugares como Chingaza. El trabajo es apasionante a pesar de las condiciones en las que se encuentran. Robinson asegura que no trabaja por dinero porque el sueldo es muy bajo, pero vale la pena haber estado en lugares que le quitan el aliento. Basta con imaginarse un frailejón de 18 metros de altura para saber que la experiencia y el recuerdo es de las cosas más significativas que les quedan a estas personas. “Algo que recuerdo con cariño fue la primera vez que vi un oso. Hace 20 años era muy difícil ver uno. Íbamos caminando por un bosque como cuatro o cinco compañeros, y cuando abrimos la rama el oso estaba ahí. Se quedó quieto mientras nos miraba, estábamos asustados tanto el animal como nosotros y nos quedamos como dos minutos así. Para mí eso fue espectacular, ver un oso en su casa, porque nosotros ahí éramos los invasores”, concluye Eduardo.