¡Me he sorprendido gratamente con la lectura de los libros “Génesis del rock colombiano” y “… Nos pagaron por divertirnos!”, escritos por el periodista, investigador, promotor, melómano, compositor y empresario musical Edgar Hozzman. Sin duda alguna que estos textos se constituyen en la biblia de la historia del rock en Colombia, por sus páginas discurren las más bellas historias, los protagonistas, las anécdotas, las alegrías y sinsabores de la juventud cocacolera de la década del 60.
Escritos en primera persona por la sencilla razón que Edgar Hozzman no solo vivió esta etapa de la historia musical de Colombia si no que fue uno de sus protagonistas y, quizá, el principal actor que hoy nos permite conocer aspectos y situaciones que entretejen un momento de nuestra historia, que para muchos fue considerado de ruptura y escisión social, psicológica y existencial. Nos confiesa su autor que todo comenzó en Sutatenza en el año de 1958: “Mi primer contacto con el Rock and Roll lo tuve a finales del decenio de los cincuenta, años 1957 – 1958, durante los festejos del recibimiento de Año Nuevo, en una celebración semiparroquial en la que estaban presentes las autoridades eclesiásticas, civiles y la sociedad de Sutatenza…”. En dicha reunión, los adultos festejaban de la manera tradicional, con misa y escuchando bambucos, guabinas y chachachás. Hacían presencia en el pueblo funcionarios de la Escuela Radiofónica “impulsadas por la Acción Popular, ACPO”. Y justamente fue uno de ellos, el “Mono Riveros” quien hace sonar en una radiola “la novedad discográfica que había traído de la capital: “Rock around the clock”, de Bill Haley & The Comets…”. Comenta Edgar Hozzman que “los primeros compases de “Rock around the Clock” desconcertaron y hasta incomodaron a los mayores, que no asimilaban la novedad…”. Pero el hecho que le movió el piso fue el observar al Mono Riveros lanzarse “a la pista para exteriorizar, en sus movimientos compulsivos, emociones y pasiones silenciadas y contenidas”. Y su sorpresa fue mayor cuando miró que “Esta espontaneidad contagió a buena parte de los asistentes que dejaron a un lado la mojigatería, para terminar bailando como mejor les parecía y sentían el sonido que identificaría a la segunda mitad del siglo XX: el Rock and Roll”.
Sin duda alguna que al “Mono Riveros” deberíamos hacerle un monumento del tamaño del escándalo que se armó en esa Colombia parroquial, pacata y camandulera. Imagino una escena de cine en la que se cuente la historia del rock en Colombia, iniciaría con esa reunión en Sutatenza, en una noche fría y colmada de bambucos y guabinas. Al fondo un operario esperando el momento oportuno para hacer estremecer el mundo. Luego una radiola y unos cuantos adolescentes a su alrededor. En el momento justo el Mono Riveros colocando un acetato y, enseguida, el juicio final. La pacata y tradicional Sutatenza rompería en dos su historia: antes y después del Rock and Roll, antes y después de Bill Halley & The Comets.
Y junto al Mono Riveros, la figura adolescente, casi un niño, de Edgar Hozzman, quien iniciaría ahí su periplo por el mundo musical y grabaría en su mente cada uno de los momentos e instantes más significativos. Confiesa que quiso ser músico, pero que no le alcanzó el talento, que compensó con su alegría, vitalidad y derroche de energía. Se hizo promotor, manager, representante, compositor y mecenas de casi todos los artistas que irrumpieron al llamado de un nuevo génesis en la historia musical de Colombia. Fue el Moisés y el patriarca que armado de sueños y deseos armó la barca por la cual atravesarían el hades los jóvenes colombianos, cansados de vivir siempre lo mismo, de existir en la misma parsimonia de sus padres y abuelos. Y es que el Rock and Roll permitió la expresión de la juventud colombiana, les abrió el camino de su propio andar; marcó los días en un nuevo calendario en el cual ya nada les era prohibido. No fue fácil ser un pionero del Rock and Roll en un país sumido en la imposición y la violencia, en un medio donde la diferencia era señalada y el diferente estigmatizado. Ni siquiera era permitido el cabello largo o las ideas sueltas, todo era un solo compas, el del absurdo tradicionalismo que no permitía nuevas conexiones cerebrales o mentales.
Una nueva sinapsis se desarrolla y gesta en los cerebros de los jóvenes colombianos, Bill Halley and The Comets irrumpe en sus mentes y en sus cuerpos llevándolos hacía nuevas e insondables sensaciones y sentimientos. Ya nada sería lo mismo, ya nada sonaría igual, ya nada les impediría emprender nuevos y renovados rumbos, de la mano del Rock and Roll se escribirían las mejores páginas de la historia musical y juvenil de Colombia.
Y en medio de ese huracán surge la figura de Edgar Hozzman, reconocido por muchos de los protagonistas como una figura de gran relevancia en la difusión. Harold Orozco expresa que “Edgar, dueño de una excelente memoria y capacidad de investigación, nos sorprende con crónicas y relatos detallados, producto de quien los vivió a nuestro lado, trabajando con las más prestigiosas casas disqueras como asesor y director artístico”. De él y sobre él escriben elogiosamente personajes de la cultura nacional como Gustavo Castro Caycedo, Eucario Bermúdez o Julio Sánchez Cristo. Es justamente este último quien afirma en el prólogo del libro “Nos pagaron por divertirnos”, de la brillante pluma de Edgar Hozzman, que “Estas páginas son seguramente muy emocionales, pero llenas de pinceladas maravillosas, que muestran el cuadro más completo de lo que fuera la historia de la nueva ola, de la radio de entonces que la apoyó, y del papel de las compañías de discos, cuando eran la columna vertebral de la industria”. Más adelante expresa que “jamás había leído semejante inventario de nombres, ubicados perfectamente en el tiempo…”, igualmente y en un tono reverente afirma: “El libro es el fino ejemplo de lo que es la vida. Un puñado de amigos, en este caso, montando la página más memorable de lo que en música era una sociedad como la nuestra, donde era atrevido cambiar…”.
Gracias a Edgar Hozzman y a su exhaustivo inventario llegamos a conocer y valorar en su justa medida la epopeya de una generación que se atrevió a tirar muros y romper fronteras. Nos queda esa nostalgia por una maravillosa época que a pesar de los años y el tiempo transcurridos aún se hace vino dulce en nuestras bocas y en nuestro aliento. Difícilmente alguien diferente nos podría transmitir tantas emociones y sensaciones: “Difícil un mejor tributo a quienes aparecen en la historia de la historia, donde quien firma esta obra, con razón dice, “no cuento mi tiempo, es mi tiempo el que lo cuenta”. Gracias maestro por su amistad, por su tiempo y su legado.