Desde 1991 en los artículos 1° y 2° de la Constitución Política se consagró a Colombia como “un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general”.
Y que sus fines esenciales son los de “servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución, así como facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación”.
No obstante en los treintaiún años que han transcurrido, los gobiernos se gastaron sus primeros cien días, así como el resto de los cuatro años de su período, en maquillar con retoques a la vieja estructura política que sostenía a la democracia representativa, la cual condenó, por su propia indolencia administrativa, al abandono, la inequidad, la exclusión, la discriminación, la inseguridad, el desempleo, la improductividad agrícola, el encarecimiento de los alimentos y la desatención de las necesidades básicas en salud, educación y agua potable, a los coterráneos que viven en los rincones más apartados de nuestro territorio.
Ese modo de utilización del citado espacio de tiempo, por parte de los mandatarios de turno, está tan grabado en el pensamiento de los políticos, que quizá fue el causante para que algunos salieran a la palestra pública de manera desordenada y atolondrada a oponerse a todos los proyectos de reforma legislativa enunciados por el actual mandatario, en la medida que dentro de su contorno les era imposible concebir de que en tan corto tiempo se pudieran presentar, debatir y aprobar proposiciones de tan destacada relevancia para la concreción del bien superior perseguido por el gobierno progresista.
A ese propósito de diseñar y edificar la estructura jurídica necesaria para implementar las políticas públicas que se precisan para resolver las necesidades invisibilizadas del pueblo colombiano, fue que se consagró el gobierno durante estos tres meses y diez días, en un escenario político áspero tanto por la división de la opinión pública en porcentajes iguales, como por la mezquindad de quienes se oponen a que al presidente le vaya bien en su gestión.
Como resultante del decidido apoyo de la coalición de las fuerzas políticas tradicionales que han avizorado la importancia de su activa participación en el reto que les plantea el actual e impensado escenario político, se logró cumplir la agenda gubernamental.
Atrás deben quedar los cuestionamientos que sin fundamento alguno se le hizo a la conformación de la mentada alianza, cuando de manera grosera e irrespetuosa se dijo que era producto de acuerdos burocráticos, desconociendo que aun cuando sus seguidores votaron por ellos para que los representara en el Congreso de la República, al sufragar la mayoría de ellos en las presidenciales por quien desde otra perspectiva visiona la construcción de un mejor país ‘donde se pueda vivir sabroso’, tal como lo concibe nuestra vicepresidenta, el mandato implícito en esa aparente incongruencia no es otro que el de respaldar el programa oficial del actual gobierno.
También debe quedar en el pasado su discurso de la innecesaridad de una reforma tributaria, ignorando que con la existente apenas podría recaudarse dinero para disminuir el déficit fiscal y el servicio de la deuda que la Nación arrastra desde anteriores administraciones. Es decir, sin remanente alguno para destinarlo a resolver las necesidades sociales.
Sin los recursos que con la recién aprobada ley de tributación se aspira recaudar, el gobierno no podría implementar y sostener por intermedio del ICETEX el programa de crédito sin intereses para estudios, por mencionar solo el apoyo en la financiación de los mismos, para la amplia mayoría de jóvenes que aspiran a formarse profesionalmente.
El mismo final debe tener los reparos al marco constitucional de la ley que reformará al sistema penal introduciendo las modificaciones que se precisan para facilitar que los integrantes de organizaciones criminales al margen de la ley perpetradoras de delitos comunes, es decir, con móviles egoístas, se sometan a la justicia ordinaria, en el entendido que ya existe para los militantes de grupos insurgentes la normatividad especial aplicable cuando se trata de delitos políticos, esto es, los que tienen por esencia cambiar las condiciones políticas, económicas y sociales de un país.
Máxime cuando las aludidas censuras estaban destinadas a caerse por su propio peso al tener en común insuficiencia de la carga argumentativa e identidad del enfoque, más contra la persona del presidente, que en relación con el contenido de las proposiciones.
Como el gobierno ya tiene elaborados proyectos de reforma sobre otros temas, con igual o más relevancia que la de los aprobados, los cuales conllevarán a una intensa y larga deliberación, bienvenidas sean las reflexiones de uno de los colombianos más estructurados en la cantera del pensamiento político contrapuesto, el expresidente Álvaro Uribe Vélez.
De manera sincera reconoce que el presidente no está haciendo nada distinto a lo que prometió en su campaña, lo cual fue aprobado con su elección para ese cargo por la mayoría de los colombianos, aun cuando el desacuerdo con la forma de materializar sus propuestas, reflejada en reciente encuesta, haya girado al otro extremo del péndulo, mostrando una aprobación de entre un 32 y 35% de los colombianos.
Es lógico que muchos colombianos experimentemos episodios de prevención, preocupación y miedo al universo desconocido que nos conduciría los anunciados cambios, cuando por naturaleza los seres humanos somos egoístas e indolentes desde la comodidad y tranquilidad que nos da lo conocido, con las necesidades de nuestros congéneres. Eso es precisamente lo que nos motiva a aferrarnos al adagio: “más vale malo conocido, que bueno por conocer”.
Para bien de nuestra democracia participativa lo deseable es que en adelante el inconformismo se canalice con rigor a través de una vocería con principios éticos (respeto, justicia, responsabilidad, honestidad y libertad) intachables, y no de manera irracional, grosera y engañosa, como se ha expresado.
Por esa sencilla razón es que deben celebrarse como oportunas y refrescantes las reflexiones de quien simboliza en la escena nacional al más legítimo y estructurado antagonista del actual gobierno de corte progresista, cuando de manera clara y concluyente manifiesta: “Independientemente de que estemos en desacuerdo, hay unos temas que hay que reconocerle al presidente Petro, nada de lo que ha dicho lo ocultó en la campaña. Así a nosotros nos parezca que hay unos temas muy negativos, tenemos que aceptar que él ha sido coherente”.
Y más aún cuando insiste en la invitación que de tiempo ha venido pregonando, ojalá sea aceptada en adelante por sus propios copartidarios, la de efectuar una oposición racional, argumentativa y respetuosa, por cuanto al debate público obligatorio para mantener y consolidar una democracia se contribuye con la exposición de los desacuerdos sin restricción y con franqueza en relación con el contenido de los temas planteados, y el debido respeto para con las personas.