El dicho exponencial de que “Rebolo por fuera asusta, pero por dentro enamora” comienza a diluirse en su primera parte cuando desde el corazón profundo del barrio surge el aire salvador no solo para la gente marginada y sumida en la miseria que habita estos sectores makartizados del Suroriente, sino de toda la Ciudad que sufre fuerte contaminación ambiental, entre otras calamidades.
Un reconocido biólogo investigador, cuyo nombre quiso mantener en reserva, comentó en una tertulia académica muy concurrida que cuando cada aguacero, Barranquilla termina oliendo a mierda, a propósito de la fetidez de los caños del mercado, de las alcantarillas rebosadas, de la basura no recogida, del desaseo malintencionado de los mercados públicos, de los rellenos sanitarios en que se han convertido los arroyos abiertos y del agua lluvia represada por encima de las canalizaciones mal hechas, que buscan otro cauce.
Entonces, acá en Rebolo se encuentra de incógnito e indocumentado uno de esos milagros que reducen la injusticia social urbana: un considerable bosque lineal en promedio de treinta metros de ancho por trece cuadras de largo, a la orilla occidental del caño de la Ahuyama, entre la desembocadura del arroyo de Rebolo y la conexión del mencionado caño con el caño Arriba y el caño del Mercado, en la allá desaparecida Avenida Progreso, todo cuidado y asegurado por la misma comunidad que impide el menor brote de perturbación y de delincuencia en todo el sector y su área de influencia.
Su epicentro es el Rincón Latino, sede habitacional, comunitaria y política del sacerdote salesiano Bernardo Hoyos Montoya, teólogo de la liberación, educador popular, dos veces alcalde de la ciudad y senador de la República, perseguido y vilipendiado por la degradada élite dominante de la región. El mismo Rincón Latino es un medioambiental centro de eventos que no está en las cuentas anteriores y que concentra en su entorno parque barrial, bosque interno, salón comunitario, canchas deportivas, centro de medios y escenarios culturales y festivos, aspecto paisajístico que no ofrece ningún otro sitio de actividad semejante en la Ciudad, ni siquiera los clubes sociales del Norte.
La mano milagrosa, “Ella” lo ha hecho todo
Cuando en su tiempo se le preguntaba al padre Stanley María Matutis, director de la comunidad salesiana de Barranquilla, cómo se había construido el Centro Social Don Bosco, el primer megacolegio del Caribe, en el núcleo vital de la denominada Zona Negra de Barranquilla, él impasiblemente respondía: “Ella (María Auxiliadora) lo ha hecho todo con su mano milagrosa”. Ahora, cuando al padre Bernardo se le pregunta cómo se ha hecho ese Ecoparque lineal de “La Ahuyama”, él responde: “Ella (la comunidad organizada) lo ha hecho todo”.
Y es que su magia en todo este proceso ha sido acercarse, atender y escuchar a la gente, organizarla y educarla, no solamente procurando que sea dentro del aula de clase, sino por fuera, en la casa y en la calle, que se alfabetice (situación ya erradicada), aprenda cultura ciudadana, relación con el otro y el entorno, participación y concientización social; pero, lo más importante, tener identidad y pertenencia al territorio personal y comunitariamente, asumir deberes y reclamar derechos, procurando juntarse activamente en la búsqueda de la justicia social, la convivencia pacífica y la vida digna.
Una vez el padre Bernardo me dijo una frase tomada del activista anticolonial argelino: “El éxito no solamente se logra con cualidades especiales. Es, sobre todo, un trabajo de constancia, de método y de organización”.
Incalculable su costo, pero casi gratis y hecho con mucho esfuerzo y amor
Mientras que la ciudadanía debate el precio sobredimensionado de un proyecto público de arborización, calculado en un billón de pesos, y que pasó subrepticiamente por el Concejo Distrital, y mientras se desconoce el valor y los alcances infraestructurales del malecón con el que han maquillado la imagen de la ciudad para pretender su refundación (y sin meterse aun con el macroproyecto de la Ciénaga de Mallorquín), este ecoparque lineal de Rebolo no tiene valor tangible monetizado hasta ahora, con apenas unos pequeños aportes de la empresa privada y alguna mínima intervención oficial.
El reconocimiento y aporte físico y mental lo tienen los vecinos, antes abandonados en la miseria, que vivían hacinados en medio del lodazal, la basura y los desechos químicos de las industrias del sector. Ahora la vida les cambió con el arreglo autogestionado de sus propios tugurios y sus vías, sus antejardines y un bosque enfrente y a los lados bien atendido que envidiaría cualquier habitante del Norte de la Ciudad, en donde las intervenciones públicas actuales le cuestan a cada barranquillero un ojo de la cara.
Aldor Carrillo, profesor de biología y ecologista posgradual comenta a propósito de la importancia de este bosque para la Ciudad que “Estos ecosistemas ligeramente secos, tropicales, recogen aproximadamente cuatro toneladas del tóxico dióxido de carbono por hectárea que vienen del pesado tráfico vehicular cercano y de la contaminación del caño y del mercado, purificando de paso el aire que se respira; por eso, el trabajo que hace la comunidad para sembrar y proteger estos bosques sirve también para conservar la vida de los mismos vecinos y de los sectores aledaños, incluso, más allá de sus límites barriales”.