Quienes piensan que el corto repliegue a que nos ha obligado el coronavirus nos hará cambiar de naturaleza y que como resultado del milagro la economía va a ser diferente están contemplando mal el panorama.
Pretender que unos meses de receso de nuestro egoísmo diario nos llevarán a cambiar la conocida condición depredadora que nos acompaña es un completo despropósito. Este sí más insólito que cuando le apostamos, a mediados del siglo XVIII con la Ilustración, al triunfo de la razón y, en el XX con la economía del bienestar, a la de la equidad como baluartes indestronables de la cultura occidental.
Objetivos que, por el afán de superación que los animaba y pequeños pero efectivos avances sobre una realidad de difícil comprensión, llegaron a concebirse como un modelo de perfeccionamiento indefinido donde iríamos sublimando poco a poco la parte oscura que nos mueve, para aterrizar algún día en la mera racionalidad o en la plenitud del sentimiento de que la solidaridad era la única respuesta.
Solo la tecnología pareció heredar aquel espíritu progresista no sin que —liberada ya del contexto humanista que lo impulsaba— provocara atropellos sobre los seres que se debían proteger antes de su supuesta angelización, y augurara otros de peor caletre cuando quienes se la apropiaron lo hicieron enarbolando la bandera opuesta del dogma y la sumisión al capitalismo salvaje con que sometieron al mundo.
Y sus objetivos inmediatos son nada menos que remplazar el ya escaso trabajo humano, del que malviven la mayoría, para entregárselo a robots que no exigen, no cobran, no se enferman, no roban, multiplicando al límite los ingresos de sus poseedores que, obnubilados por el dominio absoluto de la riqueza y la urgencia consuetudinaria de mayor rentabilidad, se olvidarán de cualquier producción para dedicarse de manera exclusiva a luchar por el monopolio de lo que hay, amparados desde luego por la capacidad bélica que los acompañe, que por su letalidad será decisiva en lo que suceda.
Quienes piensan que todo podría ser diferente o más razonable, regresando al mismo camino al que ya nos la jugamos, y que podría resucitar un capitalismo menos oprobioso e inequitativo que el actual, olvidan que los pilares de aquel están montados sobre el egoísmo natural del hombre para atesorar bienes, transformado más adelante en la obsesión individualista de encontrarles en todo momento máximo rendimiento, que lo lleva a luchar de manera despiadada hasta derrotar o sucumbir, sin que la vocación original de la economía, que cada día ha ido perdiendo importancia, finalmente se haga presente.
Por eso el futuro pospandemia para nuestros pueblos no parece difícil sino imposible. Sobrevivir, cuando antes de la crisis ya vivíamos bordeando el fracaso, no parece un camino posible y menos cuando lo normal es que se intente repetir con furor el capitalismo salvaje por parte de los poderosos que perdieron algo durante la recesión mientras algunos oponentes hacían fiestas durante ella.
Ante la aparatosa deuda que nos están estimulando y la falta de imaginación de nuestra dirigencia para evitarla, sumada a la ausencia de investigación y propósitos productivos autónomos, propios de los pueblos subdesarrollados, estos quedarán al garete, pues las deudas con todos los circuitos internacionales del dinero y los nacionales que se aparezcan serán impagables.
La élite colombiana, poco enseñada al trabajo real, al liderazgo constructivo y carente de iniciativa histórica, será incapaz de formular una salida distinta como no sea proseguir, después de alguna rebaja ficticia e inoperante de la deuda e intereses, el camino suicida de la dependencia al sistema extractivista del que ha vivido. Pretermitiendo, por enésima vez, la carga económica y social de los ciudadanos a su cargo, cuando la magnitud de esta se ha hecho prácticamente inviable.
Y no se ve cómo se va a solventar así sea residualmente, pues a lo único que puede recurrir nuestra dirigencia ociosa es a que, eliminando obstáculos ecológicos y humanos, las multinacionales multipliquen la explotación de oro, petróleo, hierro, plata, etc., que guardan nuestras montañas y planicies y cuidan los compatriotas más débiles, sin que importe que por cada gramo destruyan y contaminen las áreas que les vengan en gana. Olvidando, de adrede, que están acabando con lo único que nos puede servir de salvación presente y futura como es nuestra riqueza ambiental extraordinaria.
Dan para pensar las últimas palabras del ministro Alberto Carrasquilla —embalado y además con beneficios dentro del dogmatismo neoliberal—, quien se muestra casi que complacido porque está endeudando al país sin asco y, por supuesto, sin comprometer a sus socios los bancos y sistemas financieros nacionales, que finaliza afirmando que no importa porque cuando venga la normalidad, el país pagará hasta el último centavo gracias al crecimiento económico que sobrevendrá, sin que adelante cómo ni dónde se hará.
Crecimiento fuera de serie que ladinamente el funcionario describe así: “Por eso hay que defender frentes como la estabilidad del sistema financiero, la credibilidad del Banco de la República, de las instituciones que van a sustentar la salida de esto. Si las sacrificamos, los costos serán gigantescos” (ET 38513).
Que en buen romance significa que todo el sistema neoliberal dependiente y extractivo se conservará durante la pandemia y deberá funcionar, cuando cese esta, a plena máquina, ya no para industrializarnos, ni salir del subdesarrollo, ni siquiera crecer, sino para pagar caro lo que no nos hemos comido.