Durante los últimos 40 años la economía como disciplina se volvió preeminente sobre las demás ciencias sociales. Después el fenómeno se extendió a la esfera pública y la economía terminó capturando las posiciones de poder más prominentes en el Estado. Los presidentes antes eran abogados, filósofos e ingenieros, ahora son economistas. Ya no importa que un presidente no sepa nada de filosofía o de historia, pero de economía sí tiene que saber. Es impensable que alguien que esté en una posición de poder no tenga nociones básicas de economía. No es sorprendente que, habiendo acaparado las posiciones de poder en el Estado y en la academia, ahora los economistas se comporten de forma sectaria, como un grupo que busca proteger los privilegios ganados.
Su mejor arma es el lenguaje. Así como la iglesia utilizaba el latín para excluir a la masa de las discusiones teológicas, hoy los economistas usan las matemáticas. El lenguaje de la economía se ha vuelto tan críptico y sectario que muy pocos lo hablan con fluidez. Un truco útil: se saca del debate a cualquier argumento, libro o documento que no esté escrito en ese lenguaje. Los historiadores, los sociólogos y los antropólogos, que muchas veces tienen un conocimiento más preciso y más profundo de los fenómenos sociales, son descartados de tajo. “Eso es poesía”, dicen con sorna los versados en el lenguaje de los economistas.
Como los masones o los clérigos católicos -como cualquier secta-, los economistas también han establecido complejos rituales de entrada al grupo. Para poder ser economista y discutir los temas importantes se debe primero pasar por años de ejercicios matemáticos abstractos. En el currículo aparecen nombres como macroeconomía, microeconomía, teoría de juegos o econometría, pero en casi todos esos cursos lo que se enseña son ejercicios matemáticos complejos que el estudiante debe resolver sin mucha reflexión. Poco o nada se aprende sobre la naturaleza humana o sobre el funcionamiento de la economía real.
El ritual de entrada al mundo de los economistas pasa por aprender también sus dogmas. “Primero aprende esto y después, cuando lo domines, lo discutimos”. Esa frase resume la actitud de los profesores jóvenes que acaban de llegar de hacer sus doctorados en E.E.U.U., que pasaron por un ritual de iniciación intensivo: un primer año de doctorado en el que invariablemente hay que estudiar micro, macro y econometría avanzada. Estos profesores no tienen muy claro por qué hay que enseñar a resolver operaciones con matrices antes de analizar cómo funciona la extracción de carbón, la industria de palma a africana o el cuasi-cartel de los bancos, pero eso es lo que le enseñan a sus estudiantes de economía. Lo hacen de manera automática, creen que es importante como es importante para los profesores católicos que sus alumnos estudien la biblia.
Lo que se aprende en un pregrado de economía no tiene mucha relación con el mundo real, pero sí tiene una dificultad técnica que “filtra” a los que no saben matemáticas. Además el pregrado tiene otra ventaja para la secta: a punta de repetición deja los dogmas bien gravados en la mente de los estudiantes. Aunque se trate de supuestos tan absurdos como que los seres humanos tomamos decisiones de manera siempre racional y con información perfecta, un graduado de economía saldrá a sostener estas ideas y actuará en consecuencia con ellas.
El resultado de este proceso de adoctrinamiento es que en el debate público solo se acepta un tipo de argumento: el numérico, el que no toca los dogmas, el que deja en su sitio a los supuestos. La reflexión y la críticas solo son válidas si están dentro del modelo aceptado. Los economistas han cambiado los términos. Ya no dicen “eso no respeta los dogmas”. Ahora dicen “eso viola los supuestos”. Pero la lógica es la misma: lo que no está en estos términos no se discute. Es por esa razón que cuando los alumnos le preguntan a un profesor de economía monetaria qué son los Bitcoins, cómo funcionan, para qué sirven, el profesor responde diciendo “son una estafa”. Si fuera un clérigo habría dicho “eso es herejía”.
El sectarismo de los economistas es el producto de un sistema de enseñanza dogmático que no permite el pensamiento independiente ni el análisis crítico que son fundamentales para el progreso social. Este sectarismo tiene consecuencias tangibles. No solo ha creado una puerta giratoria entre los altos cargos del Estado y las grandes instituciones financieras, aún peor, los economistas han convertido su disciplina en una doctrina de intervención, incluso internacional.
Así como un día se creyó que el cristianismo definía a occidente y era una condición para el desarrollo de la civilización, hoy se cree lo mismo, con la misma obstinación, pero en vez de cristianismo el credo se llama progreso y crecimiento económico. Las organizaciones económicas de países desarrollados -la OECD, el FMI, el Banco Mundial-, son el equivalente moderno de las grandes órdenes cristianas. Para los economistas que las integran todo lo que está por fuera del mundo desarrollado debe ser reformado. Los países de bajos ingresos son zonas paganas, lugares que deben ser transformados para que sus habitantes reconozcan al Dios verdadero: el mercado. Las culturas que priorizan valores distintos a la eficiencia y el progreso económico son desviaciones abominables del deber ser.
Hace siglos logramos separar la ideología religiosa de la enseñanza y del Estado. El resultado fue una explosión de progreso intelectual. Ojalá algún día no muy lejano podamos lograr que se separe a la ideología económica de la educación y del Estado. Ese día podremos dejar de pensar en el crecimiento económico como el fin último del individuo y del Estado.