Economía en tiempos de crisis

Economía en tiempos de crisis

Este no es el momento para obligar a trabajar a quienes menos tienen, sino más bien de hacer visible la responsabilidad del Estado con sus ciudadanos

Por: Andrés Rodrigo Santana Murcia y Cristian Darío Castillo Robayo
abril 13, 2020
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Economía en tiempos de crisis
Foto: Pixabay

Es usual que en economía se utilice el término “externalidad” para referirse a los efectos colaterales (positivos o negativos) que las actividades de producción y consumo ejercen sobre el medio ambiente, las comunidades u otros terceros. Es común, además, que para minimizar o aprovechar tales efectos, los gobiernos nacionales implementen medidas de choque que van desde sanciones y multas, hasta regulaciones e impuestos de carácter especial. Ello encaminado a solucionar fallas de mercado.

Es paradójico que resulta normal, a lo largo de la historia económica, encontrar situaciones en las que los Estados deben intervenir en momentos en que la actividad empresarial afecta la salud de los ciudadanos, los ecosistemas, o la vida en sociedad. Se puede decir que se ha vuelto algo natural que el Estado termine por asumir las consecuencias, muchas veces negativas, de las operaciones empresariales. Se ha convertido en norma que sea la economía la que puede impactar negativamente otros aspectos de la vida del ser humano, pero no, que sean los factores biológicos, ambientales o humanos los que afecten la economía.

En la actual coyuntura son muchos los que se han negado a aceptar la necesidad de la intervención estatal en el “sagrado” campo de los negocios y han dado como solución ante la crisis la reactivación del mercado ya que consideran que es este el único mecanismo de regulación económica y social del mundo moderno.

Pues bien, si se entiende el momento que enfrentamos como una “externalidad a la inversa” resulta claro que, nuevamente es el Estado o, mejor dicho, los gobiernos nacionales, quienes deben dar respuesta a un problema de origen biológico cuyas consecuencias atraviesan lo económico. Es el Estado quien, como en otras ocasiones, deberá tomar las riendas de la economía y proteger a sus ciudadanos, actuando como regulador en los mercados laboral, financiero y de bienes y servicios, al tiempo que dota de recursos económicos a los más vulnerables.

Aunque es posible revisar a profundidad las medidas que el gobierno de los Estados Unidos empleó durante la década de 1930 para reactivar la economía en tiempos de la llamada Gran Depresión, un cataclismo económico a gran escala que tuvo su origen en la Bolsa de Valores y el sistema bancario y que posteriormente impactó la producción nacional y el empleo; bastará con mencionar que, siguiendo las indicaciones de John Maynard Keynes (padre de la macroeconomía que hoy conocemos), fue necesario aumentar la inversión estatal (gasto público), crear fondos asistenciales para desempleados, generar precios de apoyo para los agricultores, implementar proyectos de obras públicas en gran escala, reorganizar la industria privada, refinanciar hipotecas y crear organismos de regulación y control, entre otras.

Más recientemente, con los sucesos de 2008 nuevas medidas de salvamento tuvieron que ser llevadas a la práctica cuando los sectores bancario y asegurador de los Estados Unidos colapsaron y trasladaron los efectos de sus malas prácticas en el mercado hipotecario a las Bolsas de Valores de todo el mundo. Como siempre la economía real de producción y prestación de servicios terminó por recibir el coletazo financiero, lo que generó una caída en los niveles de empleo y consumo en diversas latitudes. Esta vez los paquetes de ayuda llegaron a los bancos y aseguradoras, causantes de la crisis: el gobierno de los EE. UU. otorgó un rescate de 700.000 millones de dólares, con él se compró la deuda impagable del mercado de valores a cambio de una participación accionaria en los bancos que recibieron la inyección de capital; el gobierno del Reino Unido imprimió 400.000 millones de libras y las puso a disposición de ocho de sus bancos más grandes y otras empresas de vivienda a cambio, nuevamente, de una participación en su capital.

Para no ir más lejos, con la explosión de la burbuja hipotecaria colombiana de la década de 1990 se crearon nuevos impuestos, cobrados al ciudadano de a pie, que fueron dirigidos a salvar a los bancos y que se mantuvieron durante un buen tiempo como medida de fortalecimiento del sector.

Entendiendo esto, no resulta descabellado pensar que en las circunstancias actuales, en las que el alto riesgo de contagio del COVID-19 impide a trabajadores formales e informales desempeñar sus actividades con normalidad y a las empresas generar los ingresos necesarios para garantizar su supervivencia, sea el Estado el encargado de ofrecerles las ayudas que se necesitan ya sea por medio de créditos a bajas (bajísimas) tasas o subsidios directos para el consumo (transferencias monetarias).

Colombia ya ha dado sus primeros pasos mediante la inyección de recursos a través del crédito directo (medida que pudo haberse tomado de una forma distinta, pero a la que no me referiré por cuestiones de espacio) a pequeñas y medianas empresas, la generación de subsidios para independientes y poblaciones vulnerables, el control de precios y el endeudamiento público, aspectos que demuestran la importancia de una intervención estatal que sigue siendo mal vista por una parte de la población que espera que se dé marcha atrás a la cuarentena y se reabran los mercados, creyendo que la mejor ayuda para los que menos tienen es permitirles trabajar, exponiéndolos a un virus que a la fecha ha acabado con la vida de más de cien mil personas en todo el mundo.

Probablemente, para muchos, sea motivo de preocupación conocer el origen de estos recursos y es por eso que se hace necesario mencionar que el pasado 31 de marzo el gobierno nacional recibió, de manos del Banco Mundial, un préstamo de 250 millones de dólares en el marco de los créditos CAT DDO, un crédito contingente que los países suscriben de forma anticipada y reciben de manera inmediata para enfrentar financieramente emergencias en salud como esta.1

Según declaraciones de Juan Alberto Londoño, viceministro de hacienda, “hace más de un mes el Banco de la República viene tramitando con el FMI un crédito por 11.000 millones de dólares y hace dos semanas otro de 3.000 millones de dólares con las bancas multilaterales: Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo y CAF (Banco de Desarrollo de América Latina)”.

Así pues, a los 14,8 billones de pesos (12,1 billones provenientes de los ahorros generados en el Fondo de Ahorro y Estabilización y $2,7 billones de los aportes al Fondo Nacional de Pensiones de las Entidades Territoriales (Fonpet)) destinados por el gobierno nacional para atender la emergencia, se suman más de 14.000 millones de dólares que deberían dirigirse, de manera prioritaria, a cubrir las necesidades de las personas que han dejado de percibir ingresos durante la cuarentena, carecen de ahorros, no poseen activos (bienes) o no cuentan con protección social (sistema que en teoría fue creado para acogerlos).

Se puede decir que esta pandemia pasa factura a un Estado que históricamente no ha logrado proteger a todos sus ciudadanos, donde los sistemas de protección social ejercen su función ante el desempleo, enfermedad o vejez; la actual crisis conjuga las tres situaciones al mismo tiempo.

A nivel mundial estos sistemas se basan en el principio de solidaridad alemán de finales del Siglo XIX y conllevan, además, al ejercicio de un principio básico de protección universal, bajo el amparo del Estado. En Colombia, un país en el que, de los cerca de 21 millones de trabajadores, alrededor del 61% no cotiza a salud, riesgos laborales y pensión, se desdibujan completamente estos principios.

Para para mitigar los efectos del desempleo el país cuenta con un sistema de protección por cesantías que básicamente beneficia a asalariados formales y empleadores, sin que esto llegue a ser suficiente para este grupo de la población. Se cuentan además las indemnizaciones por despido y la protección al cesante -mecanismo que otorga bonos de alimentación a trabajadores que aporten a cajas de compensación-, beneficios a los que no tienen acceso los trabajadores informales.

Se concluye que la protección en Colombia, es por lo menos, insuficiente; casi inexistente para trabajadores informales, contratados por obra labor, prestación de servicios, o temporales, quienes disponen de menores ahorros en cesantías y no cuentan con tiempo o pagos a cajas de compensación familiar. Así, los trabajadores más vulnerables, no solo están desprotegidos ante la pandemia -al igual que el resto de la población- sino que además carecen de recursos monetarios suficientes para hacer frente al consumo normal de su canasta básica, convirtiéndose, por ello en víctimas de una doble externalidad negativa: el COVID-19 y la desprotección social.

Ante este doble desafío, el gobierno tendrá que implementar un paquete de medidas que ataquen, de manera simultánea, ambas problemáticas. El no hacerlo provocará un costo social mucho mayor que la propia crisis económica. Deberá actuar rápidamente para salvar el empleo y rescatar a las pequeñas y medianas empresas, mientras hace frente a la pandemia. Todo ello mediante el uso de políticas fiscales y monetarias expansivas – casi sin precedente histórico – para evitar una recesión prolongada.

En otros frentes, deberá garantizar la renta de las personas mediante asistencialismo (aunque sea poco sostenible en el tiempo) y financiamiento a las PYME y actividades agrícolas: en Colombia 16 millones de empleos (88% del total) dependen de las pequeñas y medianas empresas y otros 3,4 millones de la economía campesina. No sería viable, por tanto, seguir protegiendo con mayores esfuerzos a las mega empresas ya que tan sólo aportan el 3% del total del empleo nacional.

Del mismo modo, otras medidas deben enfocarse en brindar apoyo a los trabajadores por cuenta propia y a tiempo parcial, es decir, a aquellos empleos vulnerables que difícilmente permiten el acceso a programas de protección y no generan recursos suficientes para mantener las rentas familiares. Estas políticas de corte Keynesiano no solo alivian a las familias y empresas, sino que sostienen el consumo, para mitigar los efectos que producen la caída de la producción y la demanda, ya que lo que se viene puede verse más como una crisis de demanda agregada que de producción. Así, el gobierno y el banco central deben hacer frente a los tres choques de la actualidad: la caída de los precios del petróleo (menores ingresos para la nación), paro de la economía y los posibles efectos a largo plazo de la desaceleración económica como la quiebra de empresas y la crisis financiera.

Ante ello, el banco central ha tomado medidas poco ortodoxas como generar mayor liquidez en moneda local y dólares (combatiendo la devaluación) y servir como resguardo ultimo de valor, comprando deuda pública y privada y subastando a futuros en dólares. No obstante, el mayor problema (y la mayor solución) está en el gobierno: las dos reformas tributarias recientes han desfinanciado el Estado, sin lograr aumentar el empleo (es más, el desempleo ha aumentado en el último año, según cifras del DANE). Frente a esto, ha realizado un par de acciones positivas como garantizar las rentas de grupos vulnerables, como forma de renta general y flexibilizar algunos pagos de seguridad social a corto plazo sobre nóminas y sobre trabajadores y generando liquidez para las empresas (sumada a la del banco de la república). Infortunadamente, esto no es sostenible ni suficiente.

Para lograr minimizar los efectos de la crisis se debe romper el círculo de desempleo, bajo consumo y baja producción, por lo que la política fiscal debe ser mucho más amplia y aumentarse el nivel de endeudamiento (aunque ello traiga consigo la pérdida de calificación de inversión extranjera) con los efectos a corto y largo plazo a que esto trae consigo. Sería obligatorio dar paso a nuevas reformas tributarias, a menos que este nuevo endeudamiento se encamine con ingresos progresivos y no regresivos, como se ha venido haciendo hasta ahora.

Debido a que no puede permitirse una caída de los salarios medios y con ello una reducción de la renta disponible, el consumo, la producción y el empleo, el gobierno tendría que subsidiar parte de los salarios y las rentas de los informales.

Pero más importante aún, se requiere gravar los altos ingresos, las rentas de capital y los dividendos, además de una reforma pensional progresiva y no regresiva. En otros términos, es necesario corregir los errores de las últimas dos reformas para poder obtener mayores ingresos fiscales y así hacer frente a la crisis actual, al mismo tiempo que se mitiga la recesión con una política fiscal expansiva, que dé respuesta a los problemas de comercio exterior (caída de la demanda externa y devaluación) y crisis interna.

Esta corrección también debe eliminar los regalos tributarios a las grandes empresas pues son ellas quienes demandan menos empleo, es decir, ya no es posible que el gobierno siga transfiriendo rentas a estos grandes patrimonios, sino que debe trasladar estos recursos a las personas que lo necesitan.

En resumen, debe aumentarse la carga tributaria a la riqueza, con ello se garantizará la sostenibilidad de la política fiscal propuesta, además de las rentas de las familias vulnerables y los recursos de sanidad necesarios para combatir la pandemia.

Este no es el momento para obligar a trabajar a quienes menos tienen, es el momento de hacer visible la responsabilidad del Estado colombiano con sus ciudadanos ya que con ello se evitará el colapso del sistema de salud y lo que resulta más importante, se protegerá la vida de cientos, quizá de miles de trabajadores de bajos recursos.

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