Más que la administración presupuestal e institucional del Estado, los gobiernos también se encargan de construcciones simbólicas en las que establecen una relación con la ciudadanía. Desde el ejercicio del poder público, los partidos al mando buscan imponer sus puntos de vista y afianzarlos dentro del sentido común de la gente, mostrándose como representantes de toda la sociedad. Esta imposición ideológica se agudiza en momentos en que el flujo de información se acelera gracias al multimedia y las redes sociales. Por tanto, cada palabra, video o audio puede ser analizado a la luz de una relación vertical en la que se busca establecer valores, horizontes de sentido y experiencias que afianzan ciertas relaciones entre las clases sociales. Los gobiernos de Duque-Uribe en Colombia y de Peñalosa en Bogotá son ricos en ejemplos de cómo se busca establecer un ideario social, sin embargo, los recientes debates alrededor del metro en el Distrito Capital y del supuesto adoctrinamiento en las aulas de clase por parte de los docentes, nos lleva a preocuparnos por la manera en la que comprenden la relación con el pasado y el futuro. Ambos gobiernos, de claro corte neoliberal, se centran siempre en un presente que lo abarca todo, dejando de lado posibles aprendizajes del pasado y una noción de futuro que nos permita pensarnos como sociedad a largo plazo.
Por su parte, Peñalosa se ha hecho conocido por sus controversiales declaraciones en defensa de TransMilenio, empresa de la que se ha visto beneficiado directamente —ya sea como gurú del urbanismo de los buses pegados o del auge económico de la empresa Volvo—. Para él, el modelo de ciudad es ejemplar, en tanto logró asumir un sistema de transporte que “hace lo mismo que un metro y es más barato”. Bajo este argumento, plantea ahora la necesidad de establecer un metro elevado que, como se ha expuesto, resulta perjudicial tanto para el transporte, en tanto resulta ser un alimentador para TransMilenio, como para la estética urbana. Retomando su frase en defensa del sistema de transporte que estableció en Bogotá, es sintomática de la relación que busca establecer con el futuro, en el sentido en el que parte de que la buena administración es incapaz de pensar a largo plazo. Muy en orden de reproducir una idea administrativa heredada de la empresa privada, lo que importa siempre es la ganancia inmediata. Invertir menos y ganar más. En medio de esto, la idea de lo público se diluye en su racionalidad. Por ello, no es raro que, ante los justos reclamos ciudadanos, su única alternativa sea enviar al Escuadrón Móvil Antidisturbios. Peñalosa no solo cercena los derechos y la dignidad de millones de bogotanas y bogotanos, sino que su retórica busca impedir que estos piensen a largo plazo en una idea distinta de futuro dentro de una capital diferente.
A contracara, el gobierno de Uribe-Duque se ha centrado en combatir un supuesto adoctrinamiento en las aulas. Le molesta que, en virtud de la Ley General de Educación establecida en 1994, exista la autonomía escolar en la que ni el estado, ni la iglesia puedan decidir unilateralmente sobre los contenidos de la educación, promoviéndose así el fundamento para una enseñanza, científica —y, por tanto, crítica— y democrática. Valiéndose de la idea de su homólogo brasileño, Jair Bolsonaro, buscan una “Escuela sin partido”, en la que la educación se centre en transmitir contenidos funcionales a los ideales del libre mercado, evadiendo así su carácter crítico. En esta vía, Álvaro Uribe ha aprovechado las redes sociales para agredir a los docentes, acusándolos de adoctrinar a los estudiantes a través de la enseñanza de las ciencias sociales, la literatura, la filosofía, el arte y las ciencias naturales, en los que, por estar en una sociedad dividida en clases sociales, es natural que surja la reflexión sobre el ejercicio del poder. En este sentido, el ataque de Uribe no solo se dirige al magisterio, sino a la posibilidad de pensar un pasado histórico en el que se demuestra que, así como las cosas han llegado a ser como son —pues no siempre han sido así—, en un futuro podrían ser diferentes.
Es así, que ambos confluyen en una idea de un presente que lo abarca todo, que solo se justifica a través de sí mismo, que no requiere ni de una idea de futuro —pues lo que importa es la rentabilidad inmediata— ni de un pasado en el que se muestran hechos que les resultan incómodos. Valga decir, ambas ideas se inscriben en un proyecto —ese sí, a largo plazo— en el que, bajo la batuta estadounidense, funcione un supuesto mercado perfecto, en el que poco importa la ruina de amplísimos sectores de la población, la pauperización del trabajo asalariado y la privatización de todo, siempre y cuando el capital financiero pueda chupar todas las rentas posibles.
La única forma de sostener ese fundamentalismo de mercado, soportado en un “presentismo”, es atacando la enseñanza de la historia e imponiendo sus ideas de corto plazo como las únicas posibles. El bicentenario de la independencia nacional es una oportunidad importante para que la sociedad colombiana reflexione sobre sí misma e inicie la búsqueda de hacia dónde quiere ir a largo plazo, sin que ninguna potencia extranjera la subyugue. Por tanto, se debe extender un llamado a todas las voluntades que buscan que en Colombia se ejerza una auténtica democracia para reclamar el respeto de la autonomía escolar y la necesidad de la enseñanza de la historia en los colegios.
En tanto se contrasta con la historia, queda la verdadera dimensión de Peñalosa y Duque-Uribe: son enanos cuya trascendencia mide en el tiempo menos que un suspiro. Al frente, queda la tarea de un país que se ha ido construyendo, pero del que queda aún largo camino. Tomemos la decisión de recorrerlo.