A lo largo la última campaña presidencial muchos nos preguntábamos: ¿A partir de qué decisión se le rebelará Duque a Uribe y al ala más radical del Centro Democrático? Inquietud que no resulta menor dado su origen “santista” (Duque inició su vida laboral de la mano de Santos en la Fundación Buen Gobierno y fue él quien lo recomendó para llegar al BID) y a ciertas posiciones consideradas como “moderadas” por los uribistas purasangre. Solo hay que recordar que Fernando Londoño, quien encarna al uribista más cavernario y radical, lo llegó a tildar de “mozalbete inteligentón”. Más allá de garantizar la implementación del acuerdo de paz, la decisión que considere clave para determinar el nivel de autonomía de Duque tenía que ver con las condiciones que exigiría para darle continuidad a la mesa de negociaciones con el ELN. Desbaratarla sería un punto de honor contra el “judas” que le entregó el país a las Farc pensarían algunos. Ese estancado proceso de negociación (que nunca conectó o le interesó al grueso del país) se rompió tras el bombazo por todos conocido. Tras esa decisión (y la subsecuente pataleta de los protocolos) confirmé que Duque jamás se rebelaría ya que haría muy juicioso y sin salirse del redil la tarea de facilitarle a Uribe el gobierno en cuerpo ajeno.
Duque se encuentra orgánicamente vinculado al Centro Democrático porque su llegada a la Casa de Nariño fue posible gracias a la efectiva combinación de tres factores: estructura de partido, voto de opinión y una estrategia comunicativa basada en el miedo que le permitió crecer por fuera del mero elector uribista; cohesionando la derecha político-social y capitalizando un fuerte sentimiento antipetrista. Nunca fue un candidato ganador por su “carisma” (Fajardo) o su discurso (Petro). Claro que habrá muchos colombianos que votaron por él por ser él, pero seguramente son una minoría (su familia y amigos sí acaso). Duque fue una estrategia electoral promovida por el Centro Democrático (pudo haber sido cualquier otro) y él más que nadie sabe que todo se lo debe a su partido. Muy a pesar que su eslogan fue: “El futuro es de todos”, ese “todos” se ha reducido a la gente de su partido (y los movimientos cristianos), excluyendo en la práctica a sectores políticos que inclusive lo respaldaron desde primera vuelta e imposibilitando construir una agenda o narrativa de país a corto plazo. ¿Equidad?, ¿economía naranja?, ¿objeciones? El país no se siente conectado con el gobierno (que parece acabando y recién comienza) y eso explica esa percepción de que vamos por mal camino que refleja un alto porcentaje en las encuestas.
Enfrascarse en una discusión innecesaria al objetar la ley estatutaria de la JEP, provocando que se activara una “aplanadora” pro-paz en Cámara y Senado (confirmando que el gobierno no tiene ni de cerca mayorías parlamentarias), enviando un mensaje negativo a la comunidad internacional (que cerró filas de forma unánime en torno a la JEP) y lo más delicado en un presidente que dice respetar la institucionalidad, objetar una sentencia de la Corte Constitucional. ¿A quién le interesaba eso?, ¿qué se quería lograr desvertebrando a la JEP en un país donde el desempleo resulta siendo la mayor preocupación de millones de colombianos? A Uribe, Paloma Valencia, Paola Holguín y el perro rabioso de Carlos Felipe Mejía, empeñados en que el país no avance del plebiscito del 2 de octubre de 2016. A pesar de que fueron derrotados van a seguir insistiendo con un paquete de reformas (más radicales con el acuerdo de paz que las objeciones) que exigen mayorías que no tienen. Duque les seguirá apoyando mientras la agenda social del país no encuentra norte y la violencia recrudece en los territorios. Al fin de cuentas, como el mozalbete inteligentón que es (no lo digo yo), solo está interesado en gobernar con quienes lo llevaron a palacio. Eso sí, al buen muchacho nadie le quita lo agradecido.