Y no me refiero precisamente a la plaza de Bolívar de Bogotá, epicentro de todas las miradas, tanto de quienes aprecian cuántos salen a marchar, como de quiénes esperan ver cómo terminan aquellas, sin que el contenido de los reclamos de los que caminan les importe demasiado.
Más bien preocupa que el resultado de tales quejas, que entre más prolongadas y candentes, peor daño le hace a la economía y a la credibilidad del establecimiento, no sea tenido en cuenta sino para convocar -en uso de un subterfugio democratero- a incontables conversatorios descentralizados, como para diluir el principal foco del descontento. Y con este evitar resolver lo que aflige a inmensos sectores de la sociedad, quemando tiempo mientras acortan la entrega del poder a otro dechado de incapacidad y abulia, que parece ser la razón de quienes han escogido el Centro como faro de su actividad política.
Centro que nadie en sus cabales se arriesga a definir, porque fuera del tácito reconocimiento de que nos encontramos en medio y a merced de una crisis del capitalismo salvaje -al que ya se reconoció como un fracaso tan rotundo que se volvió innombrable- permanecemos atados a sus hitos por un acto de fe imposible, que debemos sobrellevar sin que sus secuelas, tal vez definitivas, contengan alguna arista rescatable.
Centro que no está para responder por qué el modelo económico redentor terminó peor de agresivo que los anteriores, que tampoco se distinguían -como tributarios obligados del capitalismo global- por equitativos y responsables con sus perjudicados. Persistencia penosa que el presidente Iván Duque y sus bam bam pasan por alto, con olvido absoluto del artículo 333 de la Constitución, como si su único objetivo fuera cargar el cadáver descompuesto del establecimiento por los casi 3 años que le quedan.
Centro que, tras mimetizarse como reflejo de un pasado negligente, se niega a explicar por qué tenemos una balanza cambiaria deficitaria, como no la conocíamos antes, que nos coloca al borde de una crisis cambiaria catastrófica, y por qué la deuda externa crece y crece a niveles impensados, amputando el magro presupuesto que dedicamos dizque a nuestro desarrollo.
Que ya no es desarrollo sino simple crecimiento, como para no ilusionar a las clases medias y bajas de que para ellas existe algún futuro, pues no habrá redistribución del ingreso, como incluso lo piden el Fondo Monetario y el Banco Mundial para evitar una recesión mayor, sino que, por el contrario, este se hará más crítico, pues las fortunas obtenidas seguirán saliendo del país.
El Centro no se siente aludido porque las estadísticas nos repitan que somos uno de los países más desiguales del planeta, menos que le enrostren que el 35% del PIB proveniente de oficios ilegales, y que, de no existir, impediría sacar pecho a nuestros economistas con que, dentro de la parálisis económica de Latinoamérica, somos los menos golpeados. Y al margen, por supuesto, de que le pregunten qué hace tan flemático talante para sacar al país de la deshonrosa lista de los más corruptos y violentos.
Tampoco responderá, nuestro inefable Centro, por el desempleo abierto ni menos por la cantidad inaudita de informales que el DANE no reconoce; tampoco dará razones sobre la criminalidad política in crescendo que se apodera de nuevo de campos y ciudades, de la que solo conoceremos las declaraciones de cajón de los incontables generales de la fuerza pública que informan que, a pesar de haber sucedido en sus narices, ofrecen unos cuantos millones a quien dé datos que los lleve a los desconocidos autores de tan execrables hechos.
El Centro también cuenta con inamovibles, no hará progresismo, es decir, no responderá por los más débiles, porque no hay plata para pendejadas y menos para que piensen que se ha vuelto de izquierda. Ni tampoco populismo porque la doctrina economicista global lo que menos espera de sus eficientes, aunque taimados operadores nacionales, son obras de caridad para quienes quedan a la vera del gran negocio que en países subdesarrollados aún promueve el capitalismo salvaje.
Por todo lo anterior, el Centro no negocia; apenas, en el colmo de la generosidad democrática de su máximo representante, invita a charlar a los desenfocados que se les ha metido en la cabeza que tienen problemas en un país que, si no es un paraíso, le falta poco para serlo. Además, el conversatorio, en gracia de aumentar su ineficiencia, tiene como jefe un experto manipulador de redes, coordinadores por doquier y temas a porrillo encarrilados desde arriba.
Y los 49 millones de colombianos, víctimas del carácter dispersor de las tecnologías de información posmodernas, podrán reportar sus infinitas cuitas –que, si bien nacen de la incompetencia perenne del Estado, que hoy se viste de centralidad- su atomización las hará nugatorias, pero diluirán liderazgos inoportunos capaces de precisarle temas y fallas al gobierno, como los de los estudiantes, los maestros, las clases medias en problemas y la ya menguada clase trabajadora.
Desarmada la protesta, otros temas como el ambiental bien se pueden adecuar a la fórmula perentoria de nuestros gremios: o acabamos con los bosques, ríos, riquezas naturales y el patrimonio ecológico del país o pereceremos de hambre. Un terrorífico mensaje donde Bruce McMaster o Jaime Alberto Cabal, del grupo de los iluminados en economía, nos continuarán ilustrando sobre por qué exportar o morir son las únicas salidas. Y que tendremos que hacerlo con lo único que nos dejó Dios a la mano, riquezas sin transformar, porque el campo -desacreditada su importancia ante el modelo industrial que nos prometían- se abandonó y convirtió en teatro de guerra desde siempre, y la industria que esperábamos, después de más de 50 años de ayudas y favorecimientos estatales, no da ni para mosquear la balanza comercial deficitaria.
El llamado ejecutivo, del verbo ejecutar, hacer, realizar, desarrollar, no necesita despertar, basta comunicar que duerme en el Centro para no perder el equilibrio -que no es sabiduría ni ecuanimidad virtudes propias de la acción- mientras el sistema económico depredador funciona por cuenta de sus propios animadores, que no son precisamente los elegidos en ejercicio de la democracia para conducir el país sino los encargados de llenar las arcas de las multinacionales y sus bolsillos, mientras las instituciones y quienes las administran continúan convocando al sueño.