El presidente Duque se equivoca cuando piensa que la comisión que ha nombrado va a resolver el problema generado por la información del New York Times sobre las órdenes recibidas por el Ejército colombiano que reviven de hecho la siniestra táctica de los “falsos positivos”. Cierto, el nombramiento de la dichosa comisión le pueda dar algún rendimiento mediático gracias a ese periodismo siempre dispuesto a sumar mucho humo a las cortinas de humo con las que intenta impedir que la opinión pública fije la atención en sus atropellos y catastróficos errores. Pero ni las abrumadoras alabanzas y ni siquiera un informe de la comisión que reconozca la existencia de dichas órdenes y recomiende su inmediata anulación van a resolver el problema jurídico y en definitiva político que supone el hecho de que los crímenes cometidos en acatamiento de las mismas no pueden ser juzgados por la Justica Especial de Paz. Por la elemental razón de que fueron cometidos después de la firma de los Acuerdos de Paz y por lo tanto no pueden beneficiarse de la benévola legislación que encarna la JEP. Porque como todo el mundo sabe aunque no sepa sino eso el meollo del caso Santrich, consiste precisamente en eso: en saber si el delito de narcotráfico del que lo sindica un juez americano fue cometido antes o después de la firma de los acuerdos. La JEP sentenció que la justicia norteamericana no había presentado ninguna prueba o indicio de que lo hubiera cometido después de los acuerdos y ordenó su puesta en libertad. La Fiscalía respondió de inmediato ordenando de nuevo su encarcelamiento.
Duque se vería obligado a respaldar la JEP
para extender su jurisdicción y poder incluir crímenes cometidos
después de los acuerdos de paz y antes de su reglamentación definitiva
El gobierno y los medios que le son incondicionales han logrado embrollar el caso Santrich hasta el punto de creer que se están saliendo con la suya. Pero aunque logren su propósito, aunque consigan satisfacer por fin las órdenes del juez norteamericano, no pueden anular el hecho de que para la opinión pública del país ha quedado meridianamente claro que la JEP no puede juzgar a ninguno de los militares implicados en crímenes cometidos después de la firma de los acuerdos. Cierto, a Duque le queda todavía alguna carta que jugar para mantenerse en sus trece. En primer lugar la de la propia Comisión, que puede informar que las órdenes efectivamente se dieron pero que dichas órdenes no han sido causantes de ninguno de los centenares de asesinatos de líderes populares y de excombatientes de las Farc cometidos después de la firma de los acuerdos. Que efectivamente se impartieron pero que los mandos militares se abstuvieron de cumplirlas. En lo que sería un caso de objeción de conciencia masiva en el seno de un Ejército bien disciplinado que merecería ser inscrito con letras de molde en anales de la humanidad, por su carácter absolutamente extraordinario. Épico, si se quiere. La propia conciencia por encima del deber de cumplir las órdenes del mando superior consideradas injustas. Pero no estoy seguro de que los periodistas y lectores del New York Times acepten mansamente esta versión angelical de lo acontecido. Ellos suelen disponer de más información y elementos de juicio de los que disponen nuestros periodistas y lectores. No tragaran tan fácilmente. Como tampoco los de otros periódicos extranjeros igual de prestigiosos.
La verdad es que sería una de esas astucias de la historia que fascinaban al viejo Hegel que Duque, enfrentado a este implacable dilema, se viera obligado a respaldar la JEP para poder proponer que su jurisdicción se extienda para incluir los crímenes cometidos después de los acuerdos de paz y antes de la aprobación de su reglamentación definitiva.