Un ramillete de brillantes académicos colombianos y de otros 13 países, encabezados por Boaventura de Sousa Santos, el pasado 21 de mayo le hicieron llegar al presidente Duque una dura carta en la que le manifiestan su “indignación” ante las “amenazas, persecuciones judiciales y asesinatos de líderes y lideresas sociales, de excombatientes, así como de defensores y defensoras de derechos humanos y del medio ambiente en Colombia” y reclaman “acciones de fondo que eviten este continuo y sistemático derramamiento de sangre”.
No es para menos. Según datos del CINEP, en 2018 se perpetraron por causas político-sociales “648 asesinatos, un mil 151 amenazas de muerte, 304 lesionados, 48 atentados, 22 desapariciones forzadas, tres agresiones sexuales y 243 detenciones arbitrarias”. Con respecto a 2019, la carta no ofrece tanto detalle, pero sí señala el horror de otros 62 líderes asesinados.
Lo más lamentable es que esto siga ocurriendo después de los acuerdos de paz, cuando lo de esperar era que, atemperadas las pasiones propias del conflicto, se redujera drásticamente ese desangre.
Claro que lo de pasiones atemperadas es un decir. La violencia en Colombia ha estado motivada por razones que van más allá de esos estados del alma. En su origen estuvo el ansia desmedida de acumular tierras mediante el despojo de los campesinos, pero en su desarrollo fueron apareciendo otros propósitos, entre ellos el de impulsar ciertas iniciativas productivas de dudosa ortografía y algunas participaciones electorales orientadas a crearse garantías de impunidad a través de las dignidades obtenidas en las urnas.
Además de vehemente en su redacción, la misiva carece de toda ambigüedad. Así, por ejemplo, censura “los vínculos perversos entre fuerzas legales e ilegales para expulsar a las poblaciones de sus territorios” u señala que “desde los lugares de poder gubernamental y los medios de comunicación, se incita a una escalada de odio y violencia que rompe la poca paz alcanzada, pero aún más, se declara una guerra contra la sociedad”.
En los contenidos de esta carta podemos ver lo preocupada que está la comunidad internacional por la suerte de nuestros líderes sociales, pero también por la actitud escurridiza del presidente Duque, quien evade su deber de hablarle claro al país y, en este caso, reconocer que las acciones criminales perpetradas contra los líderes sociales no son fruto de amoríos traviesos, sino parte de un plan sistemático para acallar la protesta social. Por mantener enterrada su molleja en la arena, parece no darse cuenta de que está ofreciendo sospechas de estar confabulado en el propósito de encubrir a los culpables, que curiosamente resultan ser los mismos que andan haciendo trizas el proceso de paz.