Entonces, llegó diciembre, mes de parranda y animación. El malabarista presidente, quizás, ya cansado de estar haciendo eso que no quería, ser el mandamás de los mandamases del país de la gente más feliz del mundo, se encerró en su alucinante mundo de unicornios despistados y enanitos naranjas, mientras suspiraba con nostalgia su pasado de malabarista de futbol, promesa del canto y mago alquimista al servicio de los poderosos.
De nada sirvieron las sinfonías para cucharón y cacerola, magistralmente interpretadas en las calles, por esos locos muchachos salidos de todas y ninguna parte, para reclamarle por su ineficacia a la hora de mandar, mucho menos alteraron su taciturno deambular por la tierra del sagrado corazón, la algarabía multitudinaria de esas, ahora no tan felices gentes, que con pancartas, afiches, dibujos y consignas, le decían que ya no se querían seguir matando y que lo de echarse la madre por redes ya los había aburrido, a él lo único que lo movía era la nostalgia por su gran amigo y consejero, un tal Maluma.
Entretanto, su creador y mentor, el andariego y amargado encantador de serpientes y hábil titiritero, Alvarito, seguía desvariando y desvariando recetas de encantamiento para hacerle creer a las buenas y felices gentes de ese país, que lo de su muchacho aprendiz de alquimia y malabarista, eran solo buenas intenciones, que lo de ser mandamás y trabajar para los mandamases era como una ley natural. Lo repetía, acá, allá y acullá, seguido por el ensordecedor y cacofónico coro de sus seguidores mascotas, parecidas a loras, urracas y buitres, todo en uno, que no hacían sino cacarear lo que el andariego encantador de serpientes y titiritero les decía en secreto.
Los mandamases, hartos de la desesperante desobediencia de las buenas y felices gentes de ese adorable país, de las masacres y los falsos positivos, se dieron a la tarea de ensayar unos nuevos encantamientos, para disuadir a la alegre plebe de intentar cambiar el divinal estado de cosas que ellos habían construido por años y años. Echaron mano de sus bufones más exitosos y aprovechando los nuevos altavoces digitales, les mandaron a que le dijeran a la alborotada muchedumbre, que la alquimia fiscal del joven malabarista y lo de las moneditas de oro para los mandamases era por su propio bien y que tranquilos, que todo iba a cambiar…eso sí, para que nada cambiara.
Prestos y gustosos, los bufones electrónicos empezaron a hacer su tarea publicando en todas partes el nuevo encantamiento oficial. Le avisaron al joven malabarista presidente que lo oportuno y lo bueno era invitar a algunos amigos de los mandamases para conversar, convencer y entretener a la feliz turba, mientras los mandaderos de los mandamases se craneaban la forma de evadir la feliz ira de la muchedumbre y seguir aumentando con moneditas de oro las contrahechas faltriqueras de esas no tan alegres gentes que no tenían más platica que ganar.
En esas estaba el joven malabarista presidente, cuando un buen día, luego de ensayar sus piruetas balompédicas, sus tonadas melancólicas e imaginar los enanitos naranjas y unicornios extraviados en los océanos azules de la prosperidad, se vio al espejo, haciendo caso omiso de la algarabía de la chusma y se descubrió con la piel más bien verdosa, no del verde oliva militar, sino de un verde caricatura, alcanzo a atisbar un mechón alargado en vez de su plateada y bien retocada cabellera, su figura curvilínea siguió así, solo que un poco más ovalada, lo que realmente lo alarmó fue constatar que sus pies y sus manos deleite del público, se habían convertido en unas especies de garras. Horrorizado, pero aun taciturno, descubrió que, por culpa de su ensimismamiento, había sido víctima de una metamorfosis, de dulce Pinocho malabarista y mandamás de los mandamases se había convertido en un terrible Grinch, venido a menos, pero Grinch, al fin y al cabo, vituperado, y hasta odiado, por las felices gentes de ese país que soñó mandar, y entonces, odio a su mentor, su padre, su Geppeto paisa, por haberlo convertido en eso.
¿Fin?