La muerte de Álvaro Gómez Hurtado ha pasado a convertirse en la noticia más importante en Colombia, por cuenta del reconocimiento de su responsabilidad por parte del antiguo Secretariado de las Farc. Una verdad valiente a la que se le suma la declaración del senador Carlos Antonio Lozada en el sentido de que a él le correspondió planear el hecho.
Con el comunicado de la JEP del sábado anterior ya armaron el escándalo. La declaración de las antiguas Farc echaba abajo las calculadas teorías fraguadas durante veinticinco años. Nunca existió la conspiración que se le imputó al gobierno de Ernesto Samper Pizano, tampoco la que este gobierno atribuyó a sectores de la inteligencia militar y la ultraderecha.
Todas las personas que de una u otra manera resultaron involucradas en investigaciones de la Fiscalía, y que incluso permanecieron privadas de su libertad, resultaron ser víctimas de la verdadera y única conspiración, la de un Estado ciego, impulsado por instintos primitivos antes que por el interés responsable de conocer la verdad. La pasión enceguece.
Para el país la situación se parece al cuento de Rip Van Winkle, el aldeano holandés estadounidense que por cuenta de un extraño encuentro en las montañas de Catskill de Nueva York, termina quedándose dormido para despertar 20 años después. La historia comienza antes de la guerra de independencia norteamericana y se desarrolla creada ya la nueva nación.
El pobre Rip, envejecido sin aparente causa, perplejo y confundido, trata de entender lo sucedido mientras durmió. Algo semejante les ocurre a los colombianos, adormecidos durante tanto tiempo por el murmullo y la componenda. Todavía más con la actitud tan mezquina de los sectores dominantes, parte de la prensa y el gobierno nacional que de primeras rechazaron la versión.
El propio presidente de la República salió a amenazar con sanciones y graves repercusiones por mentir. Ahí está pintada la clase dominante colombiana, incapaz de vivir y gobernar sin apelar a la antropofagia, fiel a su manía de picar y devorar al contrario. Más todavía cuando se conoció la carta de Rodrigo Londoño a Álvaro Leyva y la declaración de Carlos Antonio Lozada.
Entonces si es cierto, que los senadores del partido Farc renuncien inmediatamente a sus curules, que las JEP los sancione con la máxima pena prevista, que la Fiscalía continúe con las investigaciones y los acuse también ante la justicia ordinaria. Ni siquiera caen en cuenta de la manera como se contradicen. Ni de la exposición abierta de su presuntuosa ignorancia.
No se necesita ser un pensador agudo para comprender la peligrosa aventura emprendida por las antiguas Farc con el reconocimiento de verdad. Vivimos en Colombia, el país en donde los policías atropellan y matan ciudadanos inermes, donde el Ejército fusila transeúntes en las vías públicas, donde paramilitares, disidencias y guerrillas matan por la más mínima razón.
Donde mafias de la más diversa naturaleza esperan la paga por acribillar a quien le indiquen. Solo en mentes enfermizas puede caber que el reconocimiento del crimen de Álvaro Gómez Hurtado, puede tener por objeto cubrirle las espaldas a alguien. Como ya se ve, ese hecho convierte a quienes lo cumplen, en blanco de quienes no entienden otro lenguaje que la guerra.
Estos últimos, como siempre, miran todo según su conveniencia. Quieren la confrontación, la necesitan para seguir esquivando sus responsabilidades en crímenes pasados, la alimentan para continuar prosperando con los negocios millonarios que derivan de la violencia fratricida. Pero señalan, condenan, exigen castigo implacable para quienes los han confrontado.
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La JEP no juzgará senadores, sino combatientes envueltos en un conflicto brutal. Y sobre la base de sus aportes a la verdad, aplicará justicia en los términos pactados
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Por eso su discurso incendiario. Una cosa es clara, lo que se está poniendo de presente hoy, es que los antiguos combatientes de las Farc están cumpliendo al pie de letra la palabra que comprometieron al firmar el Acuerdo Final de Paz de 2016. Ese Acuerdo puso fin a un sangriento conflicto de más de cincuenta años, en el que perecieron cientos de miles de colombianos.
Y que dio lugar a ocho millones de víctimas de la violencia y la desposesión, ni más ni menos. Los excombatientes de las Farc eran guerrilleros en armas insertos en una gran conflagración política militar. Mataron, hirieron, violentaron. Pero miles de ellos también murieron, fueron desaparecidos, mutilados, torturados, encarcelados, asesinados.
Para no hablar de sus familias. Es eso lo que contempló el punto 5 de víctimas en el Acuerdo Final. La JEP no juzgará senadores, sino combatientes envueltos en un conflicto brutal. Y sobre la base de sus aportes a la verdad, aplicará justicia en los términos pactados. La guerra terminó para que los antiguos alzados pudieran hacer política por vías legales con plena garantía de sus derechos.
Eso firmó el Estado colombiano, con el aval de la comunidad y la justicia internacional. El gobierno Duque está obligado a leer y aplicar los Acuerdos. Y el Fiscal Barbosa a repasar sus clases de derecho procesal.