En el estreno de Dunkerque en Londres, a principios de junio, los productores del filme invitaron a Peter Doug, Steven Mirren y Ken Sturdy, tres sobrevivientes de los 400 mil soldados que estuvieron en la playa de Dunkerque, ese puerto insignificante al norte de Francia, en donde esperaron, del 26 de mayo al 4 de junio de 1940, que un milagro evitara que las tropas nazis los aniquilara.
En menos de tres meses los tanques del ejército alemán, comandados por el general Erwin Rommel, arrinconó a las tropas Inglesas y Francesas en ese pequeño puerto. La guerra estaba perdida. Hitler ganaba. El primero ministro británico Winston Churchill esperaba rescatar al menos 30 mil soldados ya que esperaba que los alemanes desataran sus temibles Stukas, aviones de combate de vuelo rasante y siguieran la ofensiva por tierra. De haberlo hecho Hitler hubiera aplastado a Inglaterra y Francia y de pronto hoy se hablaría alemán en toda Europa. Pero en una decisión que hoy es un misterio los alemanes se detuvieron. Enviaban, en esa semana que estuvo encallada las tropas aliadas, ataques aéreos esporádicos que mataron a más de 40 mil soldados. Los civiles en Inglaterra, al ver que no se decidía la marina a enviar sus acorazados a rescatar a los muchachos, tomaron sus barcos particulares y en un acto heroíco, único, cruzaron el canal de la mancha y recogieron a más de 350 mil soldados. La hazaña se volvió una leyenda con la que crecieron niños como Cristopher Nolan.
El abuelo del cineasta creador de Batman el caballero de la noche, estuvo en Dunkerque esos ocho días. Era una historia que siempre había querido contar, era su proyecto soñado desde los últimos 20 años. No quería efectos especiales, ni extras hechos a punta de tecnología digital. Quería rodar en escenarios reales, volver a recrear el infierno. Esa noche, en el estreno londinense, Nolan estaba nervioso. Se sentó a unas cuantas sillas de los tres veteranos de la II Guerra Mundial. Los señores, en los primeros 20 minutos se derrumbaron. Solo pudieron soportar 15 minutos más. Salieron. Nolan los siguió. En el pasillo del cine los tres veteranos lo abrazaron entre lágrimas. Estaban impresionados, aterrados. Habían vuelto a esa playa infernal. Había vuelto a ocurrir el milagro.
Nosotros no estuvimos en Dunquerke y sin embargo salimos aterrados de la sala. Nunca habíamos estado tan cerca de la sofocante angustia que es estar en tierra esperando que una flota de cazas bombardee desde el aire. Nunca habíamos sentido la claustrofobia de estar en la cabina de debajo de un yate de guerra viviendo la tensión de que en cualquier momento el torpedo de un submarino te hunda hasta el fondo del mar en tres minutos. En Dunquerke no hay un momento de tranquilidad. La imagen en 70 mm – una forma de rodar películas a los que solo se han atrevido en los últimos años maestros como Quentin Tarantino y Paul Thomas Anderson-, el escalofriante sonido de los stukas bajando hasta casi besar el suelo y la intensa partitura de Hans Zimmer, es lo que ha convertido a la última obra maestra de Christopher Nolan en un inesperado éxito de taquilla. Inesperado porque Dunquerke no es ningún Blockbuster cualquiera. Nolan no cedió un milímetro ante los productores que le pedían un poquito más de acción, un poquito más de sangre salpicando la cámara. No, lo que vemos es lo que soñó Nolan desde que era un niño. Una película de 200 millones de dólares que es prácticamente una película de autor. Un milagro que solo puede hacer el hombre que realizó el mejor Batman de la historia.
Desde ya Dunquerke es la película que se asoma como la gran favorita de los Oscar. Los premios a la mejor banda sonora original y a la edición ya los tiene asegurados. Eso le tendrá sin cuidado al flemático Nolan, él ya está tranquilo, no necesita de ningún premio para confirmar que acaba de realizar la mejor película de guerra de todos los tiempos.