La invitación era poco común para un sábado por la tarde. Llevábamos un par de años de graduados de la universidad y vivíamos nuestros fines de semana con intensidad y apetito. No obstante, la buena voluntad de ayudar a un amigo que arrancaba un proyecto, confuso pero visionario, nos hizo asistir puntuales a la cita. Al llegar, nuestro anfitrión nos presentó a Daniel, un muchacho más joven que nosotros: era alto y menudo, y no paraba de mirarnos con cierta extrañeza. Nos observaba. Sería la primera vez que comandaría un juego de Calabozos y Dragones con un grupo de abogados desprevenidos y de risa fácil . Nos explicó la regla principal: el límite era la imaginación de cada quién. El azar lo marcaban unos dados de multiples caras y cada uno debería escoger un personaje y encarnarlo: un enano poderoso, un lobo antropomórfico o una princesa huérfana. Todo transcurriría en un mundo imaginado donde casi todo podía suceder. Las primeras rondas fueron incómodas. Por supuesto. Eramos tipos acostumbrados a los principios más terrenales de todos (la ley y la jurisprudencia) y esta aventura nos imponía habilidades y distensiones que hacia mucho no practicábamos. La verdad fue difícil tomarlo en serio y las bromas llegaron de repente. Fue una tarde grandiosa de muchas carcajadas. Daniel concluyó que habíamos sido el peor equipo de juego que había conocido en su vida. Sin arrepentimientos genuinos nos disculpamos.
Quince años atrás nos era imposible saber -o anticipar- que asistíamos a una sesión imaginada de un metaverso. Incluso hoy nos cuesta explicarnos su significado y alcance. Lo que es irónico de todo el asunto es que este tipo de fantasías, unas más perfectas y tangibles que otras, han acompañado a los seres humanos desde -al menos- la invención de sus primeras narraciones como especie. Esos relatos ancestrales en los cuales el héroe o la heroína saltaban montañas, devoraban incendios y sorbían mares para cazar un bisonte deificado, salvar a su tribu o para alcanzar el amor de su pareja prisionera. Con el tiempo, todos estos escenarios inventados terminaron por transformarse en cultos y religiones al comprender una necesidad imperiosa del alma humana: su deseo de transcender lo físico. De esta manera, la humanidad se plagó de historias de edenes, infiernos y purgatorios en los que los espíritus errabundos definían su destino final, ya fuera como salvación o como condena. Es un viejo cuento conocido por todos.
Es posible que la extrañeza provenga del uso la palabra “metaverso” o de la jugada magistral, de ese villano de manual y capul que es Zuckerberg, de cambiar el aburrido y engorroso nombre de Facebook por el de Meta. Sin embargo, los elementos esenciales siguen apelando al común, natural y definitivo “fantaseo” de los seres humanos y, por efecto, a su constante batalla contra un cuerpo y una realidad que desde siempre lo encarcela. De esta especie son los delirios y búsquedas de la vida después de la muerte y antes del nacimiento por nombrar los más comunes. Es demasiado poco, es demasiado simple y vulgar, ser tan solo un ropaje de huesos y tejidos en vísperas de la putrefacción. Debe haber algo más allá. Yo también tengo esa convicción.
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Debemos responder si ese espectro de nuestro existir incluye también las vidas que puedan ser vividas a partir de la tecnología o de la virtualidad
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Por lo pronto queda elevar toda esta reflexión de los metaversos a un plano más cercano a lo filosófico. Una discusión que incluya las dimensiones de lo que se acepta, comprende y conoce cómo ser (¿estar?). En ese sentido debemos responder si ese espectro de nuestro existir incluye también las vidas que puedan ser vividas a partir de la tecnología o de la virtualidad. Y determinar si se tratan de ramificaciones de una vida física (y precaria) o su continuación (elongación) evolutiva en escenarios virtuales. Es posible que esto sea un paso más, inevitable e irreversible) en el trasegar humano: el desprendimiento paulatino de los cuerpos y las mentes.
Cada vez me es más difícil imaginar el futuro que se avecina. A veces se presenta ante mí como un lugar doloroso en el que nada de lo que conocía tendrá sentido; en el que el ser humano por fin vence a las imposiciones de la realidad y se inventa a sí mismo tantas veces que termina por desvanecerse. Las ideas harán perecer la carne.