Nació siendo Robert Edward Rosa Suárez, pero el mundo lo conoce como Draco Rosa, quien es un vagabundo fino y poético. Y a propósito de la presentación en la edición 23 de Rock al Parque, diré que me dejó con una emoción perpleja ante su sensibilidad artística. Mientras lo observaba, Draco expresaba con furor una personalidad extrovertida; una experiencia intensa de sus sentimientos y percepciones sobre la vida, pues como buen artista, connotaba desahogo y una resaca existencial.
Draco Rosa es sinónimo de complejidad musical. Los acordes menores y alterados que le gusta componer en una vieja guitarra (obsequiada por su hermana) junto con un matiz vocal rasgado, fue una combinación utilizada en la producción de Vagabundo, un álbum que hace brotar pasiones e ideas introspectivas de su pasado adicto, miedoso y delirante. Además del sucio y oscuro sonido que adoptó, el contenido lírico fue escrito por influencia de los perturbados poetas Rimbaud y Baudelaire.
Sin duda, este músico latino de sangre y corazón es un bohemio desenfrenado que organizó su imaginación y obtuvo éxito. Viviendo dentro del amor, el caos, la confusión y la duda, consume su fascinación barroca y surrealista en la música.
El arte es definido como una herramienta simbólica que provoca cualquier tipo de emoción ambivalente, y mientras fui espectador de Vagabundo, aprecié un público que mantuvo una descarga de sentimientos provocados por un cantante explosivo, un Draco absurdo del mundo real porque estaba en su terreno, en el escenario donde se hace fantasía con luces, cuerdas, batería, gritos, baile, actitud y muchos voltios.
La música hecha con frenesí y sinceridad creo que es la que siempre debe ser considerada una obra de arte. En todo su sentido estético, sonoro, lírico y expresividad, ese poeta vagabundo que visitó Bogotá me impresiona como artista; Draco Rosa no pasa de moda, ni es una composición efímera de un momento, él es musicalidad en carne y hueso.