En estos últimos meses, la muerte se ha convertido en un número que aumenta de manera alarmante, no solo en Colombia sino en el resto del mundo. Las cifras de contagios por COVID-19 crecen día a día en el territorio sin que se logre estabilizar o disminuir el ritmo que lleva la curva de contagios.
Independientemente de ello, los ciclos de la vida también terminan para personas que no tienen esta enfermedad y que deben afrontar la muerte en confinamiento obligatorio, en algunas ocasiones, sin la asistencia o los medicamentos requeridos para que su despedida sea menos dolorosa para sus familias.
La alerta roja que se presenta en La Guajira por la insuficiencia de camas UCI para la atención rápida de pacientes con COVID positivo, la escasez de personal especializado para la atención de toda la población que lo requiere, la falta de recursos, la dificultad para llegar a las rancherías, ha dejado a un lado aquellos pacientes que requieren cirugías o intervenciones que no sean prioritarias o que incluso por su condición terminal no haya mucho que hacer por ellos.
Un número significativo de pacientes ven cómo sus vidas se apagan en medio de quimioterapias, dolores intensos, calambres, fiebre, vómitos y fatiga, requiriendo del acompañamiento médico en casa. En muchos casos, mueren agonizando o padeciendo terribles embates que la enfermedad provoca en sus cuerpos.
Las esperanzas de vida para dos tejedoras wayúu eran alentadoras al inicio de su padecimiento:
Berta Epinayu, una mujer curtida por el sol y con unas manos fuertes y hábiles, acudió muy temprano al hospital de Manaure creyendo que la inflamación que le había salido en su cuello era solamente un grano que se había infectado con el paso de los días, incluso el médico que la atendió creyó lo mismo y tan solo le dio un par de pastillas para controlar la infección y el dolor. Al pasar de los días y al ver que la extraña formación crecía, decidieron practicarle pruebas más detalladas que confirmaron que tenía un tumor cancerígeno, cuenta Berta quien recuerda el diagnóstico al inicio de su agonía.
Para Ceci Epinayú, una wayúu manaurera que habita el territorio ancestral, el diagnóstico le llegó luego de una citología de rutina que confirmaba la presencia de células cancerosas en el cuello uterino.
A pesar del terrible diagnóstico, las dos recibieron esperanza de seguir con vida si se acogían al tratamiento pertinente. Ellas debían someterse a largas jornadas de quimioterapia en el hospital y a intervenciones quirúrgicas para frenar la enfermedad; pero, como en casi todos los casos, al inicio de la pandemia comenzaron las demoras en las autorizaciones, el vencimiento de las órdenes, los interminables papeleos, el cansancio y el temor, que sumado a su vulnerable condición crearon una mezcla perfecta para que la enfermedad avanzara sin control.
La masa en el cuello de Berta comenzó a crecer de manera descontrolada, lo que le generaba tremendos dolores y un adormecimiento general en sus brazos y manos que le impedía seguir tejiendo las hermosas mochilas que vendía. En el caso de Ceci, los dolores aumentaron, al igual que el cáncer.
El pronóstico ya no era favorable para ninguna de las dos y en medio de la pandemia, sus cuerpos estaban demasiado expuestos para seguir en el hospital, con los cuidados paliativos que requieren los enfermos en su fase final.
Las dos se encerraron en sus rancherías y sus familias se convirtieron en los enfermeros, cuidadores y hasta psicólogos permanentes. En el caso de Ceci, su hija mayor fue la encargada de aliviar la fiebre que le arrebataba el sentido y de sostener su mano cuando los dolores la retorcían en su hamaca. En los dos casos la Fundación Fucai, en alianza con Anaswayu, llevaban hasta su vivienda a una enfermera que lograba aliviar momentáneamente el dolor y les proporcionaban agua y alimentos para que soportaran el tiempo de espera.
Berta junto a su hermana Doris ven correr los días y con el amanecer esperan que el tumor haya desaparecido casi como un milagro, pero al parecer los milagros se quedan enredados entre la ineficiencia, papeleo, sueños y trochas. Los ojos de Berta aún reflejan juventud, tiene 45 años, pero su cuerpo está desgastado por la lucha que debe afrontar diariamente para seguir con vida y no dejar solos a sus 6 hijos, todos menores de edad.
Y aunque Ceci nunca perdió la esperanza, el 12 de mayo y con 59 años se apagó la luz para esta mujer wayúu, mamá de 9 hijos, esposa dedicada y una de las tejedoras de la comunidad Poloushirra en Manaure.
Huyendo del COVID -19, Berta está encerrada en su casa soportando el dolor, los calambres y la incomodidad de un tumor que casi no la deja mover el cuello. Siente miedo de salir de allí para buscar nueva atención médica, ya que teme morir en un hospital y ser cremada.
A sus comunidades las ayudas prometidas por el gobierno nunca llegaron y de no ser por la Fundación Fucai, los hijos, esposo y su hermana también estarían gravemente enfermos, pues llevan 4 meses sin obtener recursos económicos, sin poder salir a trabajar y sin acceso al agua potable de manera permanente, de calidad y con sostenibilidad, como lo promete el Programa Presidencial Guajira Azul.
En el fondo Berta ya no le teme a la enfermedad, a ella la está matando no poder resolver la pervivencia de quienes la acompañan. Su familia requiere mucha atención y cuidado, pues el menor de sus hijos tan solo tiene 2 años y se encuentra en condiciones de bajo peso y talla para su edad.
La muerte digna también significa poder morir siendo reconocido, atendido y cuidado con el apoyo del servicio médico y el amor de la familia, en un entono en donde se pueda calmar el dolor y mantener las condiciones higiénicas, los cuidados permanentes y sin las zozobras que entristecen el alma, ¿qué van a comer hoy mis hijos?, ¿dónde van a encontrar agua?, ¿quién cuidará de ellos cuando yo no esté? Estas son las preguntas sin respuestas que ahogan el llanto de Berta y el de sus hijos que solo prueban mazamorra una vez al día.
Las vidas de Berta y Ceci están lejos de ser igual a la de cualquier ciudadana promedio en Colombia. Con el crecimiento de la pandemia se quedaron esperando a ese Estado invisible en el territorio ancestral que no les permitió recorrer el camino de Jepira con orgullo wayúu y morir con dignidad.