Dos que se fueron

Dos que se fueron

Un relato sobre El Bagre, Antioquia, que le rinde homenaje a un par de importantes personajes del municipio

Por: Carmelo Antonio Rodríguez Payares
julio 27, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Dos que se fueron
Foto: PxFuel

No bien había puesto los pies en El Bagre cuando me llegaron con la noticia triste de que Wilson Prieto Novoa, un trabajador y sindicalista venido de las tierras frías bogotanas, había fallecido; pero el mensajero, que no supo guardarse nada, agregó que lo peor era que los días de otros dos conocidos en el pueblo, como el señor Custodio y Hernán, estaban contados. De modo que lo que en principio era una sencilla visita de trabajo se convirtió de la noche a la mañana en un episodio digno de titular de una vieja película que vi hace algunos años cuando ir al cine era una fiesta: “Dos sepelios y un aniversario de bodas”.

Así fue, porque desde que tengo uso de razón me he movido alrededor de los presagios que a veces logro adivinar cuando ya los mismos se han cumplido y esta vez no había razón para que ocurriera otra cosa extraña.

Nadie que los hubiera conocido tenía por qué preguntar quiénes eran esas dos personas. En especial lo que llegaron a representar para las generaciones de bagreños de finales del siglo pasado, porque, a pesar de no ser hijos de esa tierra y con las oportunidades que les dio la vida para alejarse de sus malos climas y los malos tiempos, fueron de los pocos que se quedaron. O de los muchos, porque por suerte hay quienes me dijeron en ese viaje algo que me pareció, sino una insensatez, por lo menos una exageración, pero lo dicho y escrito no se los puede llevar el viento: “ Con todo lo malo que tiene El Bagre, es el mejor pueblo del mundo”.

Cada cual se dedicó a lo suyo, el primero, don Custodio, a su negocio en el almacén Variedades, y el segundo, don Hernán, o Hernán, como muchas veces le dije con extrema confianza, a buscar en las fuentes de los remedios curativos lo que la academia le negó pero que lo hubiera hecho con el humanismo de siempre y el ojo clínico que lo graduó como el médico de ese pueblo: su farmacia y curar hasta las enfermedades más insospechadas.

El Bagre los recordará para siempre.

¡Ah!, el del aniversario de bodas fue Antonio Oviedo y Marina Pulido, quienes festejaron juntos, con mariachis, sus hijos y demás amigos, el milagro de haber tocado el techo de los 60 años de estar juntos tal como dice la epístola de San Juan que los bendijo para siempre. De esa celebración me enteré por boca de uno de sus hijos, Efrén, que por las casualidades de siempre nos vimos en Medellín un día después de mis fiestas del 16 de julio, así que ya entiendo un poco lo que significan los sueños, como el que tuve ayer con una mujer que dijo llamarse Antonina, pero ella y yo sabemos que ese no es su nombre verdadero.

Fue ella, tal vez sin quererlo, la que me ayudó a recordar algunas cosas que ya habían sido escritas en homenaje al que muchos consideramos, con razones o sin ellas, como el médico del Pueblo porque cuando apenas había cumplido sus primeros diez años de vida, en el remoto año de 1947, llegó a esta comunidad de la mano de sus padres, Daniel y Doralina, quienes salieron de su Andagoya natal, para entonces una comarca fundada por mineros en las selvas del Chocó, en donde nació el domingo 10 de octubre de 1937. Alguna vez me contó que raras veces sentía nostalgia por su tierra porque compartía con El Bagre algunos pedazos de su historia, fraguada en las bateas y en las dragas de la compañía minera Chocó Pacífico, de propiedad de inversionistas norteamericanos como la única empresa en aquel departamento con solidez económica hasta que la borrasca de los precios internacionales del oro y otra serie de cosas que no vale la pena recordar, la hizo recoger aquellos cachivaches de acero que navegaban a su antojo por las aguas del río Atrato y dejaban en sus mesas de lavar las toneladas de oro y platino que les tenía guardada en su panza la generosa madre tierra.

Llegó la familia completa para atender un llamado laboral que le hizo la otra compañera de aventuras mineras que estaba asentaba en El Bagre, de manera que se encontró de un día para otro rodeado de personas que lo hicieron contagiar muy pronto de unas costumbres que en todo caso se parecían mucho a las de sus padres. Me dijo que aquí estudió en la escuela primaria que entonces era la Simón Bolívar de Varones y recuerda que el pueblo era un laberinto de casas que algunos construían de noche y las autoridades se encargaban de desbaratarlas en el día, hasta que una de las partes se cansó y zanjaron sus diferencias dejándolos en el sector de Bijao, que para esos años estaba partido en dos mitades por un caño que se desprendía del río Nechí hasta dar a los confines de lo que hoy es el sector de La Floresta.

Eso sí, nunca se le olvidó que hubo una gran ceiba de la que nunca se supo quién la sembró, justo en donde años después se levantaría uno de los negocios que gozó de mayor tradición porque era el que se encargaba de producir el pan nuestro de cada día: la Medalla de Oro. Me dijo que cuando tuvo uso de razón y fue capaz de darse cuenta que la vida lo esperaba con los mismos resabios si quería superarse, se encontró con dos personas que le mostraron su verdadera vocación, que en todo caso nada tenía que ver con los barretones, picas, palas, tarros, costales, almocafres, cajones, palitroques y demás utensilios artesanales que se usaban para desenterrar el oro, y más bien era aquella que velaba por la salud de su prójimo. Se trataba de Raúl Márquez Velásquez, quien llegó a El Bagre a ejercer su año rural para acceder al título que meses después le entregó en ceremonia solemne la Universidad de Antioquia en la propia Facultad de Medicina, y César Arteta Consuegra, padrino de su hijo mayor, César Augusto, y de un momento a otro el pueblo se encontró con un personaje detrás de un mostrador en un establecimiento que todavía se resiste a transigir a los embates del tiempo: la Farmacia Popular.

Su nombre completo era Hernán Leonidas Córdoba Aguilar, quien a lo largo de sus casi 84 años de vida fue la persona que más muchachos apadrinó en aquella paridera de hijos en que se convirtió el pueblo que a veces parecía responder a las distintas fiebres de oro que de cuando en vez atravesaba la zona sin ninguna contemplación. Dice que llegó a contar más de 280 compadres y comadres. Él y Dolly Cano, pudieron criar a su propios hijos que como queda dicho el primogénito es César Augusto, luego le siguieron Mildred, Eduardo, Mauricio, con quien a estas horas ya se habrá reunido en su reieno, Loreina, Yesenia y Wilson; todos ellos inspirados en las baladas de Roberto Carlos.

Aunque los papás de aquellos tiempos le trasladaban sus propias responsabilidades de crianza a otros padres, siempre y cuando fueran merecedores de ese título, al punto que ellos bien podían aplicar desde regaños hasta jalones de orejas, y a pesar de eso nunca se escuchó que por culpa suya se conocieran los nombres de los que llegaban a su consultorio cargados de enfermedades y contagios de la mala vida, que eran vencidas gracias a las inyecciones de Cantre, de Benzetacil, de Penicilina en sus varias presentaciones según las necesidades del paciente; pero también tenía el ojo clínico para recetar Aralen, la quinina para el paludismo, el Resochín, el complejo B y la eterna Emulsión de Scott de aceite puro de hígado de bacalao de Wampole. En fin, un tratadista del sentido común de las enfermedades tropicales que debió verlas a la cara en cada minero que llegaba a su consultorio. Incluso por esas irresponsabilidades de joven una vez llegué a que me suturara la mano izquierda y me aplicó siete puntos después de haber recibido de mi parte los cuatro madrazos que nunca más volví a proferir con tantas ganas como los de aquel martes de corralejas.

Por supuesto que no tengo las fechas exactas para revivir en estos renglones la forma cómo llegué a relacionarme con estas dos personas, que en todo caso me hicieron pensar en la fatalidad que encierran algunas fechas como las relacionadas con sus partidas que quedaron entre las fiestas patronales del 16 de julio, día de celebración en El Bagre desde cuando se le reconoció a Nuestra Señora del Carmen ser la patrona de esa población, y la del 20 de julio cuando se logró la emancipación de la corona española. Entonces me acordé que esos momentos a veces sirven para ponernos a paz y salvo con los llantos atrasados de una muerte que no se quiso llorar a tiempo para no romper los hechizos del amor.

Tengo presente el día y casi la hora exacta cuando busqué esconderme en el Almacén Variedades, el que siempre estuvo bajo el mando de don Custodio, abierto en pleno apogeo del comercio y uno de los pocos que inició la moda de ponerle un aviso de neón al frente, de ser uno de los apoyos a la mejores causas sociales, como financiar uniformes deportivos y robustecer con ello la práctica del fútbol. La cosa fue que me vi sorprendido por el conductor del jeep militar, a quien apodábamos Condorito, sin saber que uno de los clientes estaba adentro y era el teniente de aquella guarnición que por esos años concluían las últimas tareas dejadas por la Operación Anorí. Junto con otros de una pandilla sana le gritamos, amparados en la oscuridad de la noche: ¡Condorito, Condorito, Condorito! Y nunca supe cómo logró identificarme porque hasta ese día ni siquiera me colgaba las gafas. De repente sentí sus manos sobre mis hombros y me embarcaron al jeep porque el soldado hacía su propia justicia y yo no pude acceder al acertijo y a las dos palabrejas que son muy usadas por los penalistas: el tal debido proceso y entonces opté fugarme en la primera oportunidad que vi y esa fue en la curva de la cabecera norte de la pista en donde la arena amortiguó el golpe. Me arrojé del carro y salí en veloz carrera que si no fuera por otra cosa, quizá hoy estaría por los lados del Polo Norte. Esa fue una de las más grandes azotainas que recuerdo haber sufrido de parte de mi papá.

Fue por eso aquel almacén siempre me pareció contagioso de las malas noticias y cada vez que mi papá me mandaba a comprarle clavos de pulgada y media para su carpintería, los compraba en otra parte o me inventaba cualquier cosa para que un amigo lo hiciera, hasta que por fin espanté aquellos duendes del castigo y cada vez que podía saludaba al señor Custodio que siempre me respondía: hola, Rodríguez. De su vida no tengo sino un gran reconocimiento porque entiendo que su actividad la ejerció dentro de las normas que demanda el comercio y que con ello pudo levantar una familia que ha sabido honrar su legado. Su nombre completo era Custodio Rafael Sajonero Quintero.

De Hernán sabía que estaba enfermo porque de alguna manera el hombre comienza a estar al borde del abismo y a solicitud de la mujer que dicen que lleva una guadaña en su hombro minutos después de haber nacido y la última vez que tuve la oportunidad de hablarle fue cuando lo llamé a consultarle un dato y me parece que el hecho hubiese ocurrido esta mañana. Hola, don Hernán, ¿cómo está? Bien, manito, cuéntame. Y le conté y me ratificó el dato que buscaba y nos despedimos con algo que me pareció alegórico y fue que me preguntó que cuándo iba para El Bagre y yo le dije que un día de estos, y nos despedimos.

Todavía me parece verlo en aquel rincón oscuro del bar de Guillermina, iluminado apenas por las luces que se desprendían de las baladas inmortales de Roberto Carlos, su cantante de cabecera. Pero alguna vez le vi su otra faceta y era la de ser un consumado bailarín de salsa. Fue en unas fiestas aniversarias en los tiempos del alcalde Gumercindo Flórez Mendoza cuando en el solo de piano y timbales del tema Sonido bestial de Ricardo Ray y Bobby Cruz, le hicieron una rueda en la pista de baile que hizo que “chicharrón pelú” dejara a su arbitrio la olla de fritos y cuando regresamos a la mesa la señora pegó un gritó porque apenas le dejaron cuatro pedazos de yuca, un bofe, 2 carnes pequeñas y unas bolsas de plástico. En medio de las carcajadas a la señora le cancelaron el daño y el hecho no pasó a mayores y en cambio Hernán se ratificó como el bailarín que siempre fue. El hombre, alegre; a pesar de las circunstancias.

Murió en un centro hospitalario en la ciudad de Medellín la noche del 19 de julio que acaba de pasar y en esa hora aciaga contó con la presencia de sus hijos y un par de amigos cercanos que hasta lo llevaron hasta su morada final, como decían los cronistas de antes.

Para reconstruir estos hechos recordé la estrofa de una canción que Antonina preparaba para estas fechas de marchas y contramarchas y que parecía rendirle un homenaje porque en uno de sus apartes dice: “Porque no importa dónde se nace ni dónde se muere sino dónde se lucha”. Al fin y al cabo, la decisión de llevárselo para El Bagre y no para su natal Andagoya parece que responde a esa premonición.

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