Era un afán inexplicable. Debíamos cambiar un pantalón de talla confusa y comprar unos turrones para un regalo de última hora. Ninguno de los dos asuntos me competía directamente. Pero ahí estaba yo, presuroso caminando entre el chorro a presión de multitudes que caminaba entre Sol y Callao. Me gustan esos lugares donde todos están tan cerca de todos: el ejercicio supremo de cualquier ciudad respetable. Su mayor esplendor. Un lugar forzado de encuentro en donde cientos de vidas se cruzan entre la indiferencia y el hastío. Las vi caminando enfrente de nosotros. Un andar demasiado adulto. Unos pantalones cortos demasiado cortos. Una de ellas, la más morena, fumaba con gracia impostada mientras que con la otra mano se aferraba a un paquete blanco de cigarrillos. Hace días no fumo, pensé. La otra, que caminaba a mi derecha, tenía el pelo claro y rizado. Los ojos verdes. Me miró con rabia y desconfianza. La miré con vergüenza por haberla descubierto. Todo era muy obvio. No tenían más de doce años. Se reían y hablaban entre ellas. Una patrulla que cortaba el río de las gentes por la mitad las asustó. La morena, de pelo más corto, le dijo a la otra: ¡policía!. Y por arte de magia —y experiencia— desaparecieron entre la muchedumbre. Me sentí desolado. Pensé de inmediato en mi hija. ¿Qué habrán visto los ojos de esas dos niñas? Pregunté en voz alta. Nadie me respondió. Faltaban unos minutos para llegar al diecinueve de la calle Cervantes, pero no me recuperaba del golpe. Continuaba aterrado pensando en mi hija y en las macabras vueltas de la vida. También pensé en las mamás y papás de las dos putas —de las dos niñas—. Los juzgué y luego los perdoné. Mucha gente jodida tratando de vivir el sueño español. No soy quién para emitir juicios. Yo tan estupefacto y tan fascinado por Madrid. Yo con mis sueños de hacerme una vida allí. La imagen del par de amigas y cómplices —tan jóvenes y tan curtidas— se prolongó hasta que llegó el infatigable: “no pienses más en eso”. Obedecí. No tardó en llegar otro tema de conversación. Ser latino no es lo que parece en Madrid. Un turista es solo un comprador bajo el hechizo de una vida improbable. Un ser al que las conclusiones sobre-vivir le quedan grandes entre platos locales, cervezas heladas y shows de variedades de dudosa sinceridad. Son millones los latinoamericanos que abundan en España: desterrados que buscan la suerte que les fue esquiva o despojada. Una segunda oportunidad en una tierra que no parece extraña simplemente porque no lo es. Hoy pensé en la proclividad del lenguaje para acobardarse y purgar lo injustificable. Y cómo la realidad se desbarata con eufemismos. Trabajadora sexual, mujer en condición de prostitución. Nada de eso. Eran un par de niñas caminando entre un mundo cruel y hambriento. Dos putas que jamás debieron asumir la obligación de serlo.
Ya cerca de Bogotá. 31 de agosto de 2024.