La hora de encuentro quedó pactada, el día anterior, a las doce del mediodía. Han pasado cincuenta minutos de más, los dos, Carlos Andrés y yo, hemos llegado tarde a la cita. El lugar de encuentro es la Terminal de Transportes de La Ceja. El sol está furioso, muchos se quejan en las calles de su calor infernal. No hay protector solar ni sombrilla que se imponga ante la batalla. Mi bolso guarda una cámara, una grabadora, una libreta y un lapicero. Carlos no lleva bolso, es un tipo descomplicado. Me acerco a la taquilla de la empresa de buses que nos llevará hasta Rionegro. Me atiende una hermosa mujer. Compro dos tiquetes. Doy las gracias. Recibo la devuelta y nos alejamos a consumir dieciséis kilómetros de carretera –son los que separan a La Ceja de Rionegro–, acompañados por una torta de pescado, una parva de maíz, dos empanadas y dos gaseosas Sprite.
Nos sentamos en el primer asiento. El bus no está lleno, no hay más de diez pasajeros. Es normal, es sábado. Comienzan a sonar, de entre tantas latas y tornillos, los gritos de la reversa. A la una de la tarde nos alejamos del pueblo de la flor e ingresamos en el del aeropuerto, la antesala de los extranjeros que visitan Medellín, unos para soplar cocaína, otros para conocer a la muerte y los últimos para firmar documentos de negocios. Seguimos respirando el aire –con más partículas cancerígenas– del mismo Valle de San Nicolás. El viaje no dura más de veinticinco minutos. La ventanilla está abierta, el viento frío acaricia mi rostro, además, disminuye a la mitad la temperatura. El medidor de kilómetros se mantiene en cincuenta. El hombre que maneja tiene en su paciencia el mismo nombre de la zona que nos espera: “Las tortugas”.
La llegada a Rionegro
La bienvenida nos la dan edificios que superan los quince pisos, –me atrevería a decir que todos– son copias baratas de los que adornan el centro de New York, sus nombres también fueron fotocopiados y llevados a la oficina de planeación municipal: Sídney, Ipanema, Forest. El primer pueblo que nos recibe –parece un pueblo, otro pueblo– es San Antonio de Pereira, el parque donde cada ocho días cientos de mujeres salen a presentar extensiones de cabello, traseros y senos rellenos de “silicona” –últimamente las han estado engañando –a muchas– con aceite de cocina y cuanto producto se pueda reutilizar de la basura.
Carlos me nota diferente, estoy diferente. Faltan pocos segundos para ingresar en un mundo que me es desconocido. Siento el corazón latir con más fuerza, con más intensidad; ha pasado de 65 pulsaciones por minuto a un número incierto que supera las cien. Mis manos, a pesar del calor, están sudando frío.
–Si a usted le da pena hacer el trabajo… ¡No sea periodista! –sentencia Carlos con descaro y un tinte de verdad.
Sus palabras me colocan a pensar que estoy a punto de perder mi dignidad, pero, por otro lado, me parece injusto que me diga que no sea periodista cuando he soñado toda una vida con serlo. Ya no me concentro en los edificios, ni en la gente, solo veo autos pasar, no detallo sus colores, ni marcas, solo son latas de metal que van andando.
–Es verdad, Carlos, es verdad… –le respondo ido, estoy lejos, no me siento capaz de refutar su respuesta.
Ahora el medidor de la velocidad se ha cansado más, ya no supera los treinta kilómetros, es una tortura, una muerte lenta. En la calle no cabe ni un carro más. El chofer, en sus pies, lleva, con paciencia, ese juego de clutch y freno, clutch y freno a la perfección.
–¿Qué vamos a comprar allá? –le pregunto a Carlos.
–Nos toca comprar cerveza –responde, y agrega–: es lo más barato, valen cinco mil.
–¡Cinco mil?
–Sí, cinco mil.
¿Será qué si decimos que somos estudiantes y estamos haciendo un trabajo para el periódico nos las dejan más baratas? –pienso, pero no le revelo dicha propuesta a Carlos. Dejo que la línea blanca de la carretera se siga consumiendo con la paciencia del chofer. La señal de que estamos cerca del parque la indican las dos cúpulas de la catedral –se presentan ante nuestros ojos del otro lado de la ventanilla–, parecen campanas, son gigantes, de color rojo.
Las nuevas calles
–¡Bajémonos acá! –exclama Carlos.
Afuera, en la avenida, el semáforo se encuentra desangrado en rojo. Sigo los pasos de Carlos. Él entrega los dos tiquetes. Estamos en la calle. Unos hombres, de otra empresa de servicio público, nos confunden, por el bolso y la mirada distraída que observa los números de las diagonales, como futuros viajeros que van a Medellín. Negamos la oferta y seguimos nuestro camino.
Saco la libreta de mi bolso para realizar algunos apuntes. Pasan dos hombres de sombrero, zapatos de trocha y camisas blancas con dos bultos de mercado sobre sus hombros, –parecen que hubieran sido desterrados de las montañas de algún pueblo del oriente por la maldita violencia. Ante la imposibilidad de andar y escribir, decido utilizar mi grabadora para guardar notas de las imágenes importantes que voy presenciando. En la cuadra por donde andamos se logran observar más de veintinueve motos, estamos rodeados de ellas. Varios hombres y mujeres descansan sobre las aceras, –están acompañados por bultos de basura, nada les importa– miran el cielo, no dejan un solo segundo de aprenderse las formas de las nubes.
–¿Carlos, cuántas cuadras faltan?
–Cuatro.
La calle está invadida de pitos, busetas, motos, hollín, cascos, talleres, un aroma de gasolina quemada que brota a la atmosfera proveniente de los mofles y un letrero –en una pared– que dice: “La resistencia es invisible”, seguido del rostro de Francisco de Paula Santander y otros ‘honorables dirigentes de la patria’, que reservo no mencionar, para que las páginas del periódico no terminen salpicadas de sangre ni mermelada.
–¡Ya nos putearon! –exclama Carlos, porque una buseta nos acaba de pitar con toda la furia de un chofer estresado, diciéndonos que nos subamos a la acera.
Las cuadras han cambiado de ambiente, color, olor y sabor. Ya no huelen a llantas quemadas, motos ni aceite, pero sí a carnicerías, cafeterías, bares y billares. En las fachadas se leen letreros como Carnicería mundial, Cafetería-bar oxígeno, –en el segundo piso hay dos mujeres con prendas pequeñas, dan la bienvenida a la cuadra de prostíbulos que se acerca– Distribuidora la perla, Billares monte carlo, Heladería bolívar, Helados la estudiantina.
La cuadra de los prostíbulos
Es la cuadra más pesada de todas, su ambiente genera miradas confusas, extrañas, en ellas se esconde terror, suspenso, asombro, de todo un poco, menos de tranquilidad. La atmosfera –además del cochino hollín que tocen los carros– está empobrecida con el humo de cientos de cigarrillos, –a los que sumo también el que Carlos acaba de comprar en un puesto ambulante– gritos, pasos de tacones, equipos con el volumen máximo y un centenar de gente que supera los límites imaginados.
El desorden lo complementa la plaza en donde la gente compra las frutas, verduras y hortalizas –en ella gritan como si estuvieran en un estadio de fútbol–, está a pocas cuadras del lugar. Un letrero grande se impone en una fachada: Madame Bar –les faltó el Bovary. La calle está llena de vendedores ambulantes que ofrecen sus productos en el suelo. Parece que ya han sido usados, porque varios de ellos dejan en evidencia ciertos defectos: suelas gastadas, pegamento uniendo mil pedazos rotos, tornillos oxidados y otros más que se escapan a las miradas ligeras que invertimos en ellos. Es un San Andresito improvisado, un Parque de Berrio que todavía está en la infancia.
De las puertas de los negocios salen e ingresan muchachas jóvenes, las tres sumadas –que hay en una puerta– no superan la edad del hombre que vende pescados en la calle. En cada una de las puertas están paradas varias de ellas, parecen como si estuvieran en una vitrina, son idénticas a los maniquís. Cada una lanza miradas –fingidas– de deseo y ganas de sexo, que se traducen en dinero. Nunca había visto en mi vida una reunión de cámaras de seguridad tan concurrida, en toda la cuadra pude contar más de ocho. Los letreros sobre la pared lo advierten: “lugar protegido por circuito cerrado de televisión, evítese molestias”. Sumado a él, habla otro letrero, que, según nuestra intuición, es para las mujeres que quieren ejercer la prostitución en dicho lugar –parecido a una citación del ejército–: “última oportunidad: deben de tener todos los exámenes completos para el sábado y la cédula. Quién no las tenga no se le dará servicio”.
Anoto en un pequeño pedazo de papel una frase que guardo en el bolsillo de mi pantalón: “aquellas mujeres, paradas así como están en las puertas, parecen celadores… Celadores de banco o de un conjunto residencial del Poblado”. Una de ellas me mira y no lo deja de hacer por varios minutos. Me intimida. Le indico a Carlos que me acompañe a un lugar cercano para anotar varias cosas y de paso, lograr quitar esos ojos que no me dejan concentrar.
Nos sentamos en un borde de cemento. Estamos en un parque. Sobre el frío del piso ocho hombres apuestan a perder sus pocos billetes con dos dados de color negro. Parecen niños jugando canicas. A nuestro lado está un hombre que ya cumplió más de sesenta años, es jubilado, su nombre es Orlando de Jesús, hace dos meses cambió a Medellín por Rionegro.
–Don Orlando, ¿usted qué sabe de los negocios de la esquina? –le pregunto.
–Allá la cerveza vale como tres mil pesos, arriba, en el último, vale como cinco mil; en ese, el último, hacen cheesetris –él se refiere al striptease, no lo sabe pronunciar–, yo no he entrado nunca. De afuera uno ve que bailan y güevonean a la gente. Ahí hay prostitución. De esa lámpara pa’ arriba son cafés de viejas que consiguen, se rebuscan… Por ahí hay mucha muchacha bonita.
–¿Usted qué opina de esos negocios?
–Ellos verán, cada quien con su plata. Los sobrinos míos dicen que esas viejas les han robado a más de uno.
–¿Los emborrachan o qué?
–No. Se van a culear un rato, se quitan los pantalones, y que cuando se ponen la ropa no tienen ni cinco centavos. ¡Eso es un peligro ni el hijueputa! Debajo de las camas se esconden los mozos, ellos se encargan de esculcar los bolsillos. Es lo que me han dicho.
¿Después de semejante advertencia quién ingresa seguro a un lugar de esos, cuando su bolso guarda uno de los bienes más preciados del oficio: la cámara?
El prostíbulo
Carlos y yo nos hemos acercado a la puerta del negocio en donde la cerveza cuesta cinco mil. Afuera hay dos celadores, uno de veinte pocos años y otro de veinte muchos, ambos de piel morena. Levante mi mirada para observar a Carlos, pero, él, para mi sorpresa, ya estaba siendo requisado por uno de ellos. No quedaba otra alternativa: seguir a Carlos. Hice la fila detrás de un hombre, es obrero, sus zapatos y pantalón –empolvados– lo delatan. Abro mi bolso como los demás hombres que hacen la fila, es requisado, con cansancio y pereza, por el mismo celador que ha requisado a Carlos. Estamos adentro. La luz se ha perdido. Las mesas están llenas. Decido guardar mi grabadora en uno de mis bolsillos y entregarle mi bolso a Carlos, para yo custodiarlo desde atrás, e impedir que se lleven la cámara.
Las paredes están repletas de espejos y letreros que prohíben el uso de fotos y videos. Varias mujeres, de vestidos ligeros, están sentadas en una silla. Una de ellas no deja de mirar a Carlos, tiene mi edad, él no hace caso a sus falsos sentimientos. Hay tres televisores, todos ellos proyectan un gran clásico de fútbol: Bayer vs Borussia Dortmund. Ninguno de los hombres presta atención a las pantallas. Carlos y yo somos los más jóvenes que hemos ingresado. En las demás mesas se ven ejecutivos, jóvenes –no tanto como nosotros, pero sí de veinticinco– y hombres mayores que superan los setenta.
Hasta nuestra mesa se acerca un mesero, hace la pregunta que esperábamos.
–¿Qué van a tomar?
Carlos y yo nos miramos, sin decirnos una sola palabra, coincidimos en pedir la cerveza más barata.
La música de vallenato que sonaba se ha cambiado por una electrónica. Ha comenzado un show de striptease. Sobre una tarima –que se encuentra en la mitad del local– se enciende una luz de color roja. “Va a iniciar un show” –asegura Carlos. Suben dos mujeres, de las más bonitas que habitan el lugar. Las dos se acercan a los veinticinco años. Una de ellas lleva un vestido de color fucsia, la otra, más morena y flaca que la primera, de color negro. Después de varios minutos quedan desnudas ante los ojos de fieras que desean devorar sus cuerpos. Son indefensas cebras rodeadas por leones. Carlos y yo, mientras tanto, observamos, sin pestañear, lo que pasa con cada uno de los hombres: ninguno aparta su mirada de los cuerpos indefensos de las mujeres. Ellas bailan, se nota a leguas que no se sienten cómodas, solo lo hacen por necesidad o ambición… Vaya uno a saber.
La imagen que más nos impacta es ver a las mujeres pidiendo dinero por el último show. Cuando se acercan a las mesas son manoseadas como billetes de mil, vistas como objetos y no como mujeres. Carlos y yo nos alejamos del lugar, nos vamos yendo a esa realidad de la calle que es igual o peor, en donde condecoran a un guache cantante por denigrar –de la peor manera– a una mujer. Sí, precisamente, en la calle, para completar mis pensamientos de perdida de fe en la humanidad, escucho a Maluma y su asquerosa Cuatro babys.