Dos mujeres al borde del abismo

Dos mujeres al borde del abismo

La pobreza en sí no significaría gran cosa si como consecuencia no tuviera, además de la escasez material, el malévolo don de desaparecer al ser humano y volatizar a la persona

Por: Elmar Darío Pautt Gutiérrez
marzo 12, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Dos mujeres al borde del abismo

Eso les sucede a Janeth Díaz Viatela y a su hija. A medida que la tragedia les va notificando su llegada lentamente, sin sobresaltos ni prisa, ellas no preocupan, en lo más mínimo, a quienes si quisieran, podrían espantar su fatalidad premonitoria con un pequeño esfuerzo de voluntad, casi que con un chasquido de dedos.

Para llegar a su casa en Girardot, se debe pasar por el Alto del Bárbula y luego empezar a bajar cuatro o cinco cuadras adelante. Si se llega en carro, hay que estacionarlo en un descenso que va directo al río Magdalena, y a pie ir zigzagueando por un estrecho andén que lleva a su vivienda. Un pequeño precipicio anuncia el final del camino y el principio de la zozobra.

Los techos de zinc

El personero del municipio me había comentado del riesgo en el que se encontraba una vivienda en los altos de Girardot y que debía realizar una visita. Presintiendo con lo que me iba a encontrar hice que me invitara.

No habían transcurrido cinco minutos de haber llegado a la casa cuando empezó una incipiente llovizna, que arreció de un momento a otro entorpeciendo la visita, pero no sin antes haber escuchado de Janeth las mismas preocupaciones, como una letanía de súplicas que viene repitiendo hace más de ocho años.

Desde la esquina de su vivienda, al borde del pequeño precipicio que amenaza con derrumbarse, se ve bajar como una serpiente que agoniza el río Grande de La Magdalena, aún con algo de majestuosidad, antagónica con la realidad que viven los pobladores de este sector conocido como el barrio Diez de Mayo. Callejones estrechos, descensos pronunciados, almas coloridas en casas desteñidas y agrietadas parecen adornos acomodados al gusto de subalternos incapaces.

Se avizoran desde lo alto del despeñadero los techos de zinc pintados con color ocre vetusto. El segundo día que regresé sin compañía para conocer de cerca la azarosa vida de Janeth, próximo a las diez de la mañana, retumbaba desde el fondo de una casa, abajo en el barranco, una canción del grupo Molotov: "Gente que vive en la pobreza, /nadie hace nada/ porque a nadie le interesa/ […]". No era una coincidencia, era la reiteración de sus realidades que escuchan como protesta, y que aunque no sirva de mucho, les alimenta el alma, ya que el estómago de algunos permanece vacío parte del día.

Quedan los ahorros

Janeth Díaz Viatela no trabaja desde el 18 de noviembre del año pasado. Ella también ha recibido el coletazo de la pandemia. A sus 47 años de edad, tiempo que ha vivido en el barrio Diez de Mayo, con preocupación reconoce que "por el momento, como me quedé sin trabajo, de los ahorritos me estoy sosteniendo mientras tanto".

Pero "sostenerse" para ella no es más que alcanzar a pagar los servicios públicos. Aprovechando la solidaridad de la familia almuerza en la casa de su hermana Victoria, que habita como a cuatro cuadras del mismo barrio.

Janeth vive en la casa que se cae, con su hija María José, quien a sus quince años de edad cursa octavo grado en la Institución Educativa Nuevo Horizonte. Pero como Janeth nunca ha podido pagar internet, María José tiene que salir todos los días a las seis de la mañana para llegar hasta el Alto de la Cruz, a la casa de su hermana mayor, y recibir desde allí sus clases virtuales, para regresar después de las dos de la tarde a la realidad.

La casa está quebrada

Imaginar cómo en las noches duermen Janeth y su hija María José es imposible porque necesariamente se debe estar allí, en el silencio de la madrugada orando para que la fuerza de la lluvia no se incremente, o amaine por arte de magia, para que el terreno sobre el que está prácticamente suspendida la vivienda no se desplome con ellas adentro.

El frente de la casa tiene el color verde esperanza, y en el costado que asoma al precipicio el cielo parece haberse desteñido de tristeza.

Las grietas recorren cada centímetro de las paredes y los pisos, por fuera y por dentro, como caminos de minúsculas hormigas que, por las miles de ellas, se agigantan y asustan, aunque en verdad la costumbre del olvido gubernamental como que ha vencido al miedo.

Las hendiduras aparecen en todas las direcciones: voyeristas al borde de la ventana, contemplativas apretando las esquinas y los vértices que miran hacia las tejas oxidadas y el Magdalena, sumisas acurrucadas sobre el piso. Todas en actitud expansiva, se dilatan a medida que las autoridades responsables de estas dos vidas se achican proporcionalmente a sus incapacidades.

La casa paterna que compartía con su madre, María Victoria Viatela, se ha ido quedando sola porque hay que hacerle el quite a las grietas, al derrumbe, a la muerte. "Esta casa es paterna. La mitad mi papá me la dio a mí, y el cincuenta por ciento lo tiene mi mamá. Sino que mi mamá se fue a pagar arriendo porque el apartamento mío está demasiado partido. […] y yo me pasé para la parte de mi mamá".

En una espiral de separaciones, primero sus padres y luego ella con su compañero, ahora el olvido repetido del Estado por pertenecer a los "invisibles", ha logrado que también su madre se marche para salvar su vida, y la de su hija con su nieta.

Pero lo más indignante es que esta tragedia no es de ahora: "El problema empieza porque hace más de ocho años se pusieron unos gaviones, y esos gaviones se cayeron. ¿Entonces qué pasa?, es que la casa es greda, eso no es resistente… ¿Qué pasa?, que el terreno se está cediendo. […] cada vez que llueve se desmorona y de una vez se rompe el tubo del agua. […] El nueve de octubre se rompió a las cinco de la mañana. […] quedó el hueco, y el problema es que ahorita […] comienza a llover y mire la casa como está, toda chitiada". Desesperanzada, Janeth señala casi un hueco que aparece entre la casa, y el andén que les construyó un exalcalde del pueblo.

Al menos la amistad no se agrieta

A la desidia con la que ha sido tratada esta comunidad se contrapone la amistad. Algo que la desgracia, la penuria, la ausencia de gobierno en lugar de evitar, alimenta desde las entrañas.

Entre las ocho familias que viven en el sector, puede haber quince personas. "Aquí nosotros vivimos bien, como hermanos, familia. Aquí en el sector de nosotros todos somos unidos, somos amigos […] nadie se mete con nadie. Usted sabe que desde que uno no se meta con los vecinos todo marcha sobre ruedas, bien […] alguna cosa que necesitemos uno del otro, nos ayudamos".

Y lo comprobé antes de que me lo dijera: la mañana en la que llegué por segunda vez a la casa de Janeth para entrevistarla, ella no se encontraba. Julio Hernández, un vecino que vive veinte metros más hacia arriba, sin que le pidiera el favor recorrió seis cuadras hasta la casa de Victoria, su hermana, para avisarle de mi llegada.

Llegaron a los diez minutos las dos hermanas. A pesar de sus necesidades y el riesgo que corre viviendo en cuatro paredes que amenazan desastre, Janeth mantiene alegría en su rostro, como si presintiera que la solución llegará antes que la tragedia.

La cotidianidad de la pobreza

La pobreza no se desarraiga porque se bautice con otros nombres, o porque se dibujen flechas en un acrílico sobre barras estadísticas. Ella continúa presente.

La revictimización de la pobreza es la invisibilidad a la que se somete al ser humano, a tal punto de que sus necesidades urgentes son desconocidas por quienes les corresponde solucionarlas, incluso la misma sociedad que por humanidad tiene una corresponsabilidad no manifiesta pero vigente.

Janeth la entiende así desde su realidad y sus palabras: "La pobreza es no tener lo necesario para sostener a su familia y sus padres. […] Y sin un trabajo como estoy yo, que no tengo empleo […] los poquitos ahorros los cojo es para pagar servicios, y mi hermana me está dando la comida mientras que consigo trabajo. Entonces eso es la pobreza, uno no tener de dónde agarrarse los gastos, porque cada día que pasa es más dura la situación […] si uno desayuna no almuerza […]", y como una sentencia su hermana Victoria complementa: " […] y si almuerza no come".

Y continúa Janeth: "[…] es la realidad, y ahorita con este problema de la casita que se está rajando, todo eso. Y que Dios nos guarde, una tragedia".

Guardó silencio como recogiendo las palabras y continuó: "La pobreza es muy dura, y uno de pobre, cuando la mujer es guerrera ¡pá lante!, no echa pa tras. Yo estoy separada hace seis años, y de ahí la estoy guerriando sola con la niña, y siempre es duro, porque usted cree, el estudio, la comida, cada día es más duro el proceso y la vida, y con esta pandemia que no hay trabajo". A medida que termina la frase, se va asomando el nudo que se le hace en la garganta desde siempre. Pero ella guerrera, como dice, lo aprieta entre sus dientes y lo aquieta, lo ahoga, para que el llanto no le coja ventaja y la derrumbe.

Hoy lunes ha vuelto a llover en Girardot. Son las tres de la tarde y recién comienza a escampar. Contradictoriamente, mientras estas líneas se escribían acompasadas con la lluvia, al otro lado de la casi ciudad, en un lugar escondido del barrio Diez de Mayo, Janeth y María José deben continuar orando para que caliente un verano que dure ocho calendarios más. De pronto dieciséis años sean suficientes para salvar sus vidas.

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