A propósito de la celebración de las fiestas patrias del 20 de julio, “día en que tras las expresiones de inconformidad de la ciudadanía, se instaló la Junta Suprema de Gobierno en Santafé de Bogotá y se declaró la independencia frente a España”, y el 7 de agosto, día del triunfo del ejército patriota sobre el ejército de la corona española, es importante precisar que una cosa es que con toda razón los colombianos hagamos memoria de este triunfo, el del ejército patriota en la batalla de Boyacá —el 7 de agosto de 1819—, y otra muy distinta que insistamos en querer celebrar que con la declaratoria de Colombia como nación independiente y soberana y/o Estado o república democrática —el 20 de julio de 1810— nuestro país se haya constituido, realmente, en esto y que nos hayamos convertido en una sociedad efectivamente pluralista y democrática, muy distinta a la de estirpe colonial anterior a esta fecha.
Por esta razón se me ocurre oportuno como un ejercicio más de memoria histórica de aquellos que bien vale que nos ocupemos, así como lo intenta Samuel Astor con su ¡Feliz 7 de agosto! en la entrega de Las2orillas del pasado 10 de agosto.
Sí, es cierto, la sublevación del pueblo santafereño y la declaración de la independencia por parte de su dirigencia de mayoría criolla, en julio de 1810, junto con el triunfo militar en agosto de 1819 fueron dos de los hechos centrales de la independencia de Colombia con respecto a la corona española, pero por tratarse de una gesta de carácter social y política con raíces y con repercusiones tan amplias como profundas para las partes involucradas, la sociedad neogranadina y la española, su cabal comprensión e interpretación resulta de que se les considere tan sólo como momentos —momentos estelares si se quiere— de un proceso que llevó muchos más tiempo que los 9 años transcurridos entre uno y otro. En agosto de 1809 la Suprema Junta de Gobierno de Quito había proclamado su independencia y lo mismo había hecho el 3 de julio de 1810 la ciudadanía de Cali. En términos menos ambiguos y conciliadores frente a la autoridad del Rey, a la declaratoria de independencia de los santafereños les siguió la declaratoria de los mompoxinos en agosto de 1810 y la de los criollos de Cartagena en noviembre de 1811.
Como realidad histórica, la llamada independencia de Colombia del coloniaje español es un proceso socioeconómico cultural y militar iniciado de alguna manera con la insurrección comunera de los pueblos de Socorro y de San Gil contra la carga impositiva de la corona española en el último tercio del siglo XVIII y que se sella casi medio siglo después, en 1819, con el triunfo del ejército patriota dirigido por Simón Bolívar sobre el ejército realista comandado por el general Barreiro el 7 de agosto de ese año.
Fueron innumerables las acciones e intentos bélico-militares de parte de la corona española los que se desencadenaron en el curso de los años subsiguientes hasta colocar en 1815 al “pacificador” general Pablo Morillo a la cabeza del mismo. Este, con la pretensión de revertir las consecuencias de la derrota del ejército de la corona, emprende acciones como el sitio de Cartagena, el ofrecimiento de la libertad a los esclavos que denunciaran o presentaran algún cabecilla revolucionario en el año de 1815[1] y la ejecución de dirigentes criollos, hechos estos conocidos como iniciativas del “régimen del terror”. En este tiempo 300 personas fueron ejecutadas por orden de Morillo [2].
Por más recuerdos gratos que queramos tener sobre las victoriosas batallas libradas por nuestros ancestros campesinos organizados como ejército patriota bajo el mando de Simón Bolívar y de Francisco de Paula Santander contra las tropas de la corona española en las primeras dos décadas del siglo XIX (1800 a 1820), hace ya algo más de 200 años para lograr independizarnos de ella, y por más entusiasmo que nos traiga el tener consciencia de la enorme riqueza de nuestros recursos naturales y de la diversidad y riqueza del folclor y riqueza culturales de nuestros ancestros indígenas, afro, campesinos, raizales y mestizos que a lo largo y ancho de nuestro territorio han forjado lo que hoy es Colombia como sociedad y también —con una pírrica retribución material, por supuesto— como economía, estos recuerdos y este entusiasmo son insuficientes para que insistamos en celebrar la fecha del 20 de julio como un día de fiesta, menos si ello lo hacemos con la intención de asociarlo al supuesto nacimiento de Colombia como una nación independiente, libre y soberana y, menos aún, como una república democrática.
En efecto, nuestro descontento frente a la corona española como autoridad en el territorio del Virreinato de la Nueva Granada y los territorios de la Gran Colombia y nuestro propósito común de desconocerla de manera plena y rotunda no significó el que en 1810, el 20 de julio, hubiésemos iniciado con un resuelto pacto social para romper de un tajo las ataduras impuestas por ella a las relaciones señoriales y feudales desde su llegada a América y a todo lo largo de los tres siglos de mantenernos sometidos como Colonia suya.
No, la marginalidad y la discriminación impuestas por los españoles y por sus hijos nacidos en América —los llamados criollos— a las comunidades indígenas, a las comunidades negras o afrodescendientes, a los mestizos y a los campesinos, tras la declaración de independencia el 20 de julio de 1810, se mantuvieron intactas prácticamente en un todo y, en esencia, perviven con modificaciones tan solo de forma[3] en el régimen político experimentado por los colombianos a lo largo prácticamente de todo el tiempo transcurrido en los doscientos años siguientes, de nuestra pomposamente llamada “vida republicana”.
Es una realidad que no se ve alterada incluso tras las contundentes e incuestionables derrotas del ejército realista frente al ejército patriota en agosto de 1819.
Si nos fijamos en la estructura de su economía, de esta han estado dando cuenta y lo siguen haciendo de manera excluyente, un grupo minoritario de familias del Cauca y del interior (Tolima, Cundinamarca y Santander) que desde inicios de la república, a comienzos del siglo XIX, validas de su control total y permanente sobre la tierra y el capital como factores determinantes de la producción[4], y validas, a partir de estos, en su ascendiente en la oficialidad del ejército, asumieron, desde entonces, el poder y el manejo absolutos de las fuerzas armadas y posteriormente, desde finales del siglo XIX, también de la Policía como institución de cobertura Nacional y, también, desde entonces[5] y a lo largo del siglos XX y de las primeras dos décadas del presente, se han ocupado de legislar y adoptar normas para continuar dando cuenta de los imaginarios y creencias para nada laicos que en los tiempos “modernos” y en la actualidad —hasta la Constitución aprobada en 1991— continuaron haciendo prevalecer a través del sistema educativo y de los medios de comunicación, también bajo su control.
Por la diversidad y la composición de los sectores sociales comprometidos con la determinación de crear un nuevo orden político en el que todos —comunidades afro e indígenas, campesinos, mestizos, criollos, curas y miembros de la jerarquía católica, artesanos y comerciantes, ente otros— tuvieran efectiva participación, es absolutamente entendible que los alcances ciertos del principal hecho derivado del triunfo militar del ejército patriota en 1819, hubiesen de derivar en la conformación de un acuerdo social amplio y efectivamente democrático. Un Estado en el que los intereses de terratenientes, civiles y/o eclesiásticos, de esclavistas y comerciantes dedicados posteriormente a la importación de mercancía producida en Europa pudiesen estar subordinados a los intereses de las comunidades ancestrales indígenas y afrodescendientes y también de los intereses de las comunidades campesinas, en su mayoría mestizas.
La fragilidad de este nuevo orden “republicano” comenzará a evidenciarse con la larga cadena de guerras civiles registradas tras la muerte de Simón Bolívar y el general Francisco de Paula Santander y a lo largo de lo que resta del siglo XIX hasta las primeras dos décadas del siglo XX con sendas y tímidas reformas que, pese a la colonización cafetera iniciada en la segunda mitad del siglo XIX, por la lenta ampliación del mercado interno y la incipiente inserción de la economía al mercado internacional, justamente por la prevalencia de los intereses de los sectores antes señalados no lograron impedir la separación de Panamá auspiciada por los Estados Unidos en 1903, ni el estancamiento de las relaciones de producción en la agricultura ni el débil crecimiento y participación de esta, de la industria, la minería y los servicios ni, finalmente, el desencadenamiento del fenómeno de la violencia en la zona bananera, primero y, luego, con el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, la extensión de la violencia partidista y guerrillera a lo largo y ancho de los campos del país.
Violencia que con matices distintos pero aún más depredadores de la economía y la sociedad se agravarían con el crecimiento y la producción de estupefacientes, la economía del narcotráfico y el surgimiento de un orden mafioso endémico generado por sus agentes en dicha economía y en los ámbitos de la actividad social, militar y política a partir de las década de 1970 y 1980 y vigente hasta estos días.
[1] Gran Enciclopedia de Colombia del Círculo de Lectores, tomo de biografías. [Ver tomo l, Historia, pp. 161-162
[2] Ordenando la ejecución de dirigentes de la causa independentista entre quienes se destacan Policarpa Salavarrieta, Antonia Santos, Antonio Villavicencio, José María Cabal, Camilo Torres, Francisco José de Caldas, Joaquín Camacho, José Gregorio Gutiérrez, Liborio Mejía, Miguel Pombo, Jorge Tadeo Lozano, Crisanto Valenzuela, José María Dávila y Antonio Baraya, entre otros, y ordenando confiscar los bienes de las víctimas y el destierro a sus viudas e hijos.
[3] A duras penas en 1851, sólo 30 años después de declarada la independencia, y por decisión de José María Melo, único presidente de extracción indígena que ha tenido Colombia, en el corto tiempo de interinidad que éste ostentó, Colombia renunció a seguir siendo territorio de esclavitud.
[4] Un somero repaso por los apellidos de los presidentes que se sucedieron a lo largo de los siglos XIX y XX es un primer ejercicio válido para saber, a grandes rasgos, los apellidos de las familias dinásticas del poder republicano acá referidas.
[5] En efecto, para que no quedase duda alguna, la Constitución de 1886 explicitó la refrendación del tutelaje de la iglesia católica sobre el Estado y de manera especial sobre el sistema educativo de la nación, un tutelaje con la clara impronta de asegurar la continuidad de nuestra condición de colonia hispana, agenciada esta vez claro está, por una dirigencia que, en la carta, étnicamente no se autodefine pero que por su accionar se comporta más como criolla o como mestiza con criterio criollo que como comunidad ancestral, afro y/o indígena.