Yo nací y me crie por un sector donde todavía hoy sacan en un peregrinaje a la Virgen del Carmen, frente a la Iglesia La Milagrosa, en la avenida del Ferrocarril, entre calles 19 y 20 de Santa Marta.
Desde cuando estaba en el vientre de mi madre en 1959 y hasta cuando me mudé de ese sector, en 1997, todos los 16 de julio por la madrugada, me despertaban las explosiones de los cohetes que disparaban hacia el Cielo, anunciando la llegada del día más fiestero de la ciudad.
Muchos recuerdos y anécdotas tengo de esas efemérides a lo largo de los años en que viví por allí. Algunos son muy trágicos y otros muy reconfortantes. Empiezo por el más violento:
Tras una competencia ciclística que hacía parte de una serie de juegos competitivos que se realizaban en la víspera y el mismo día de la virgen, se presentó un reclamo contra uno de los competidores por parte de un joven quien era miembro de una familia guajira que recién se había mudado por el sector, huyéndole a una rencilla con otra familia del mismo departamento. El reclamo, como era de esperarse, terminó en un enfrentamiento a bala con un muerto.
El reclamante inicialmente le pegó una trompada al ciclista que había ganado porque, supuestamente, hizo trampa al tumbar a otro más joven y quien había liderado siempre el circuito. No obstante, un hermano del corredor agredido y quien se hallaba en una tienda cercana, ingiriendo cervezas, fue enterado de lo ocurrido a su sangre y de inmediato salió a defenderlo con una pistola, pero el guajiro también desenfundó un revólver de seis tiros que tenía en su cinto y el cual se le descargó enseguida, por lo que tuvo que correr; sin embargo, el hermano ofendido lo persiguió hasta alcanzarlo, y cuando se disponía a refugiarse en la primera vivienda donde se había mudado la familia guajira en guerra con otra, lo asesinó.
Pero la anécdota más placentera para mí y la cual recuerdo como si fuera ayer, fue la que me sucedió cuando decidí participar en una de las competencias más atractivas que se efectuaba el día de la virgen, la de atletismo. Ese día había unos cincuenta competidores, la mayoría aficionados como yo y solo un profesional, quien había representado al Magdalena en competencias a nivel nacional. Recuerdo el apodo con el cual era muy conocido: El Mico.
La prueba atlética consistía en darle cinco vueltas a un tramo de unos 400 metros de la avenida del Ferrocarril. El comienzo fue catastrófico para los atletas aficionados, pues la mayoría salió a toda prisa como si se tratara de una carrera de 100 metros planos y como era de esperarse, en la primera vuelta se cansaron y solamente quedamos compitiendo El Mico y yo. Como yo era muy joven, apenas tenía 18 años, el veterano atleta me aconsejaba que le siguiera el paso, para que llegara de segundo y ganara los premios que había para ese lugar.
Le hice caso, pero cuando faltaban cincuenta metros para llegar a la meta y en vista de que yo me sentía muy bien físicamente y conociendo mi cualidad innata de velocista, lo quise sorprender con un arrancón o "sprint", no obstante su veteranía y experiencia me impidieron el intento y pudo evitar que le ganara. Al final, cuando recibí el premio del segundo lugar, un pan de medio metro de largo de una panadería muy famosa en la ciudad llamada La Fe y la cual patrocinaba la competencia, al igual que una camisa de cuadritos que a propósito me quedó pequeña y varios escapularios, pensé en ese entonces y todavía lo pienso, que el premio no había representado mi gran y heroico esfuerzo.